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Hasta hace unas horas usted me parecía un loco fraguado en esta subbiblioteca teatral, pero he cambiado de opinión. Es usted un peligroso “voyeur”…

– No lo sabe usted bien.

– … De todas maneras pronto entrará en juego otro elemento hasta ahora silencioso: el marino. Contará su versión de los hechos y puede haber sorpresas. Yo de momento me reservo una duda.

– Yo le puedo asegurar que el marino es el asesino. Eso no lo dude.

– Tal vez eso sea indudable. Pero sí dudo que, según las características del personaje, o por lo que yo sé, a continuación se dedique a trocear a la mujer. Es un ejercicio macabro que no encaja.

– No. No encaja. En eso ya no puedo ayudarles, ni a usted ni a la familia de Encarna, que, aquí, entre nosotros, era una mujer singular. No puedo ayudarles por mi propia seguridad, pero yo sé o supongo exactamente qué pasó después del crimen. Aún me siento demasiado cansado para empezar a contarle todo lo que sé, señor Carvalho. Usted es un recién llegado a este asunto. Yo lo llevo entre ceja y ceja desde hace tres meses, desde hace tres años, desde el momento en que conocí a Encarna casualmente. Es cierto que hasta cierto punto he jugado con personas que no podían tener la visión de conjunto que yo sí tenía.

Pero yo lo he buscado. Estoy en situación de ventaja, meritoriamente, es decir, esta situación de ventaja me la he ganado a pulso, no me la ha regalado nadie. Ya empecé por conocer a los Abellán e interesarme por ellos, en parte por afecto a Andrés, no lo ponga en duda. Pero también porque eran curiosas gentes con conductas diferentes, sorprendentes, sentimientos, moral, emociones, especialmente Mariquita, un islote cultural, se lo aseguro, un interesante islote cultural y no se trata de una persona cerrada a lo nuevo, pero tiene una raíz última de exilada, es una exilada, de esos exilados que siempre serán exilados.

Y en ese marco familiar existía un mito: Encarna, Encarnita, el personaje de la familia que había triunfado y se hablaba de ella como en mi familia se puede hablar de un tío abuelo canónigo o de un primo de mi padre que ganó una flor natural, no puedo acordarme dónde ni cuándo. Era el elemento prestigioso. Retenga este dato.

Para su hermana y para Andrés, Andrés incluso estaba enamorado de ella, a distancia, porque no la conocía, pero la había visto de paso en el entierro de la abuela y le pareció una señora que olía muy bien y todo en ella parecía suave, lo que vestía, lo que decía. Desde que éramos adolescentes, Andrés me enseñaba la única foto que conservaban de su tía y en mí también iba creciendo el mito, aunque de una manera un tanto condescendiente, porque para mí que una señora hubiese triunfado por el simple hecho de casarse con un notario de Albacete, compréndalo, no era demasiado estimulante. Lo estimulante era el mito en relación con los Abellán. Encarna era la bien casada, el poder del estatus y del dinero. Y un día tuve ocasión de conocerla. Hace tres años.

Andrés me vino a buscar a esta misma habitación, exaltado, casi en éxtasis me dijo que se había encontrado a su tía en plena Barcelona, que la había reconocido y que a ella al principio no le hizo ninguna gracia, pero luego simpatizaron y le pidió que guardara el secreto de su estancia porque no quería ver a la familia. Andrés se había ofrecido a enseñarle la ciudad, invitarla a cenar, etcétera, etcétera, y no tenía un céntimo. Yo hice de banquero, pero exigí a cambio ir de convidado de piedra, al menos en el primer encuentro, la primera cena.

Fui providencial en aquella ocasión porque Andrés ni tenía dinero ni hubiera sabido dónde llevarla. La conocí y, en efecto, era un personaje interesante, pero no con el interés que le suponía su familia. Es decir, no era una gran señora. Ni siquiera era una señora. En fin, lo que se entiende convencionalmente por una señora. O quizá lo fuera en su medio ambiente habitual, pero no aquí.

El autodidacta ni siquiera miraba a Carvalho. Le suponía entregado a una historia que sólo él podía contarle.

Paseaba como buscando lugares seguros para sus pies y reponía el whisky en el vaso a medida que lo apuraba.

– Naturalmente yo tenía muchas ventajas sobre Andrés. Tenía más tiempo libre y me ofrecí a acompañarla. Además tenía dinero y podía hacerle la estancia más agradable. Eso suponía yo. Pero en realidad si ella aceptó mis invitaciones y el quedar conmigo incluso a espaldas de Andrés, fue para pedirme algo y por esa petición conocí su historia con el marino. Me habló de un encuentro prodigioso que se había producido días antes, de sopetón, por la calle. Su antiguo pretendiente como ella le llamaba, un amor loco, el pudor de él a la hora de meterla en su hotel o de subir a la habitación en el hotel de ella y no digamos ya de llevarla a un “meublè”.

Había recuperado a su antiguo amor en un estado platónico químicamente puro.

Me preguntó si yo podía ofrecerle una alternativa para los encuentros con el marino, una alternativa que se pudiera utilizar en períodos poco normales, cada tres meses, coincidiendo con el retorno de “La Rosa de Alejandría”.

Recordé la existencia de una vieja casa propiedad de mis padres, de la que un día seré heredero, difícil de alquilar porque habría que acondicionarla y en cambio muy apta para este tipo de encuentros, tiene una habitación en buen estado y un cuarto de baño. El resto de la casa es pura ruina. Se la ofrecí, desinteresadamente, es decir, no, no tan desinteresadamente. Hice una prueba. Me costó mucho decidirme, pero la hice. Le pedí a cambio que a veces, no siempre, me dejara presenciar las escenas de amor entre ella y el marino desde la habitación de al lado, con todo el disimulo posible. Fue un momento clave. Si ella me hubiera dicho que no, probablemente los acontecimientos futuros habrían sido diferentes, pero me dijo que sí y me lo dijo riendo como una loca. Imagine la escena. Se me despertó un sexto sentido. Aquella mujer era materia prima de una experiencia fascinante. Por el simple hecho de decirme que sí me demostraba que su relación con el marino ni siquiera era una relación adúltera típica. Era un juego escénico. Una representación. Con él jugaba a la adolescencia recuperada y sus razones tenía para reducir aquella relación a tan poca cosa. Un par de sesiones de voyeurismo me convencieron de que aquel marino no era un atleta sexual japonés precisamente. Estaba condenado a amar platónicamente y así se lo comentaba yo luego. Ella lo admitía e incluso hacía comentarios técnicos, no burdamente, es cierto, pero como si fueran el fruto de un aprendizaje que se expone a un testigo que puede ayudarte a comentar y recordar la lección. Ahora ha llegado el momento en que usted debiera manifestar curiosidad por saber si nos acostamos ella y yo o no. ¿Siente usted curiosidad?

Si la siente se la callará, no me regalará esta baza. Pero le voy a ser sincero. No. No nos acostamos. Me daba miedo. Yo habría hecho aún más el ridículo que el marino. En vez de eso le propuse diversificar el juego, atravesar el espejo del todo, aquel espejo que le devolvía la imagen de madura casada respetable que vive un amor imposible. Entre ella y yo jugamos, primero mentalmente, a las posibilidades imaginativas y sensoriales de la prostitución dentro de unos límites que ella podía controlar, porque no era una prostitución por cuestiones económicas. Aceptó e inició el juego.

Para empezar, la casa de Sarriá dejó de ser el punto de encuentro con el marino. Había que diversificar riesgos. El marino volvió a las zozobras de los hoteles, los recepcionistas, los taxistas, en fin. La verdad es que a ella cada vez le interesaba menos el trato sexual con él y la casa de Sarriá fue su lugar de trabajo como “Carol” con los clientes que le proporcionaban en la agencia. Cada tres meses, tres semanas de marino y todo lo demás. Luego, vuelta al hogar y así durante tres años. Hasta que un día ocurrió un lamentable azar que creó las condiciones del crimen. Como siempre fue a despedir al puerto a su fiel marino y dejó el barco en posición de partida. Una avería técnica hizo regresar a puerto a “La Rosa de Alejandría” y el marino emprendió su búsqueda. No estaba en el hotel.

Recordó entonces el lugar de los primeros encuentros relajados, lugar que ella le había presentado como una casa de la familia del marido a la que recurría en ocasiones contadas, y en el merodeo de la casa descubrió el extraño comercio de Encarna. Debió pasarse muchas horas hasta asumir la evidencia y por fin entró a pedir explicaciones. No le gustaron.

– ¿Cómo sabe usted que no le gustaron? ¿Lo intuye? ¿Lo deduce?

– Nada de eso. Yo estaba allí.

Era uno de aquellos días en los que yo me instalaba en la habitación de al lado y asistía a espectáculos geniales desde la platea. Yo estaba allí. Yo vi lo que pasó.

– Acababa de salir el último ligue telefónico de Encarna. Era un viudo de Granollers, un auténtico poema, créame. La gracia de este tipo de relaciones es que los dos han de representar un papel. De buenas a primeras, Encarna se ofrecía como una mujer muerta de hambre sexual porque tenía un marido imposibilitado en la cama. Pero luego variaba el personaje según las características del cliente, tenía que ser especialmente cuidadosa en el momento de pedir el dinero, porque en general ellos ya saben que han de darlo, pero les gusta que el asunto tenga literatura. El de Granollers le había durado durante casi toda su última estancia en Barcelona, y a juzgar por lo que yo vi y oí le gustaba primero joder y luego recordar a su mujer con la luz apagada y no recordarla en general, eso que llamamos una evocación, sino situaciones concretas que iba exponiendo a Encarna como si la consultara. Por ejemplo, una fiesta familiar a la que su mujer había querido ir y él no. Encarna estaba obligada a dar su opinión, tienes razón tú o no, no, Ferreres, se llamaba Ferreres, Anselmo, no, no, Ferreres, lo siento pero tu mujer tenía toda la razón, aquella gente eran unos desgraciados y no se merecían que fuerais. Tal vez tengas razón, Carol. ¿Comprende? Bien. Acababa de salir Ferreres y yo estaba a punto de reunirme con Encarna, me gustaba pillarla en el momento en que se recomponía, a medio vestir, a medio recuperar su personalidad de jugadora a la ruleta rusa sexual, pero alguien había entrado en la casa, una casa vacía es una caja de resonancia para el menor ruido y la llegada de Ginés casi no me dio tiempo a recuperar mi observatorio. Se quedó allí, en la puerta, con el gesto a medias, entre la llegada y la agresión, había bebido, estaba bebido, para cargarse de valor o para tener una coartada cuando llegara el momento en que Encarna le venciera psicológicamente, es decir, el alcohol era su apuesta. Podía darle por la agresión o por las lágrimas de autocompasión. Pero yo me inclinaba más por la segunda salida y ésa habría sido de no haberse equivocado Encarna lamentablemente de papel. Al principio lo hizo bien, muy bien.