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– ¡No pase! ¡Quédese ahí!

La voz salía por el intersticio de la puerta entreabierta.

– ¡Dígale a sus compañeros que se retiren y quédese usted ante la puerta!

Los oficiales y los marinos dieron la espalda a la escena y sólo Germán quedó a una distancia suficiente como para acudir en auxilio de su amigo.

La voz del capitán sonaba cercana cuando pidió:

– ¡Acérquese pero sin abrir la puerta!

Ginés topó con la frente contra el tablero barnizado. A escasos centímetros permanecía la respiración afanada del invisible capitán y de nuevo la voz queda, como en un cuchicheo de confesionario:

– Ya es tarde, Ginés. Se lo advertí a tiempo.

Quería preguntarle: ¿qué sabía usted?, ¿cómo lo sabía usted?, pero le pareció un detallismo inútil a añadir a la teatralidad de una situación que se había convertido en un obstáculo más que en un trámite para la definitiva resolución de su propio drama.

No dijo nada y la voz del capitán siguió brotando de su escondite, ahogada, sucia, llena de vapores de miedo.

– Ha sido un estúpido. Desde hace muchos meses se está comportando como un estúpido y no ha sabido dejar de serlo cuando aún estaba a tiempo.

Dentro de unos años, cuando pueda recordar todo esto con la suficiente distancia, recuerde a su capitán y piense en todo lo que hizo y estuvo dispuesto a hacer por usted. ¿Me promete que lo pensará?

Dijo que sí Ginés con la cabeza, que sí a aquella puerta entreabierta, que sí a aquella voz vergonzante, que sí a aquella presencia que imaginaba acurrucada, a oscuras, como acogiéndose a un secreto de confesión.

– No volveremos a vernos, Ginés.

Éste es su último viaje. Pero también el mío. Recuérdeme.

Un breve silencio. Unos pasos sobre el suelo de revestimiento plástico, y cuando el cuerpo invisible del capitán ganó la suficiente distancia su voz se remontó hasta convertirse en una orden.

– ¡Germán, Basora, cumplan con su deber! ¡El oficial Larios queda bajo su responsabilidad!

Ginés salió de aquel ámbito acompañado de sus amigos, seguidos a distancia por los dos marinos que no se atrevían a violar el espíritu de la tribu.

– Nos ha dicho primero que te metiéramos en un camarote vacío y sin ventilación que hay junto a la sala de máquinas, donde echan una cabezada los maquinistas que esperan la guardia.

Pero Germán un poco más y me lo lisia. Finalmente hemos convenido y le hemos impuesto que te quedes en tu camarote, en teoría con la puerta cerrada por fuera, pero es idiota la cosa, porque no te vas a echar al agua a nadar… Júranos que vas a respetar este pacto y no te vas a tirar al agua a hacer una gilipollez. No me importa, no nos importa lo que has hecho, pero de ésta saldrás, en cambio del Atlántico no saldrás, júranos, Ginés, que no vas a hacer una chorrada y te dejamos el camarote abierto.

Ginés cogió un brazo de Basora y se lo agitó como si tratara de comunicarle una inútil sensación de solidaridad agradecida.

– No, no voy a hacer tonterías, pero cerradme por fuera. He de empezar a entrenarme.

– Vendremos a verte.

– Pero con cuidado, porque ese chalao nos expedienta. ¿Qué te ha dicho, así por lo bajín?

– Casi no le he oído.

Sólo Germán no intervenía en el diálogo, en aquel diálogo al pie del cadalso, diálogo de últimas voluntades, de despedida para un viaje sin retorno.

– De vez en cuando me gustaría pasear por cubierta.

– Te corresponden dos paseos diarios en compañía de vigilancia.

Martín se tomaba la situación al pie del reglamento, de qué reglamento no importaba. En el momento de dejarse encerrar en su camarote, Ginés leyó en la mirada de Germán la promesa de volver, de volver para escarbar en la razón de aquella tragedia que a él le afectaba en su condición de amigo del que se había desconfiado o en el que no se había confiado lo suficiente. Asumió Ginés la soledad de nuevo tipo, diferente a cuantas había experimentado en sus veinte años de marino activo, con más noches y días de aislamiento oceánico que de marinero en tierra, pero ahora la soledad era otra cosa, tal vez más parecida a una cuarentena de la que no saldría en muchos años. De momento tenía a su alcance un mundo de referencias entrañadas en su conciencia, voces amigas al otro lado de la puerta, pero pronto pasaría a un engranaje despersonalizador que empezará por la exigencia de que lo contara todo, como si lo que había hecho pudiera ser explicado, explicado a alguien que no fuera a sí mismo o a la pobre Encarna. Tal vez podía tomarse el interrogatorio de Germán como un entrenamiento para lo que le esperaba al llegar a Barcelona. Allí tenía a Germán, apenas una hora y media después del comienzo de su encierro, el impaciente Germán sentado en el camarote de su amigo prisionero, sin valor para mirarle a la cara, pero con la necesidad vivencial de pedirle explicaciones.

– Maté a Encarna.

– A Encarna. Tenía que ser a Encarna. Pero entonces ¿por qué me dijiste que era imprescindible que volvieras a Barcelona, que era imprescindible volver al encuentro de Encarna?

– Lo era. Y en cierto sentido lo sigue siendo.

– Pero tú sabías que la habías matado.

– Sí.

– Esperabas quizá que no supieran que habías sido tú.

– Sí. Ésa sería la explicación más racional, y es cierto, yo tenía esa idea, pero no siempre. Aunque no hubiera sido así yo habría vuelto igual.

No en los momentos de miedo, que han sido muchos. Por ejemplo cuando me fui por ahí y no quería volver al barco. Pero era como llevar la pena a acuestas y llevarla para toda la vida.

– Pero qué has hecho, desgraciado.

¿Por qué?

– Fue un mal momento -dijo al comienzo de la letanía de quejas y perplejidades del amigo-. Estaba escrito -llegó a decir, ya con el cansancio a cuestas de devolver aquella pelota que Germán le enviaba con la obstinación de un pelotari gagá-. Estaba escrito. He vuelto a recordar escenas de Águilas, de cuando éramos unos críos y, aunque parezca mentira, Encarna llevaba dentro de sí su propia muerte y yo mi perdición. Sé que te sonará a novela, a cuento chino, pero cuando repaso estos años, tantos años, y me veo, nos veo a los dos, pienso que no podía haber habido otro resultado. Yo le propuse muchas veces dejarlo todo, casarnos, irnos a un rincón del mundo a vivir juntos, pero hubiera sido imposible.

– ¿Qué te hizo para que la mataras?

– Nada lo suficientemente grave como para que la matara. Te lo digo ahora, Germán, con el corazón en la mano. Tal vez lo peor que me hizo fue al comienzo, cuando me dejó tirado por culpa de aquel tío, recuerda, el veraneante. Tal vez allí empezó esto.

Y abarcó con los ojos las cuatro paredes de su encierro.

– Has de buscarte un abogado. Necesitarás testigos. Yo hablaré por ti, diré que te ofuscaste, has de buscar una razón para eso, que no quiso irse contigo y te cegaste. Locura transitoria.

– Da tiempo al tiempo.

– ¿Pero te has dado cuenta de que vas a tirarte años y años de cárcel?

– Da tiempo al tiempo.

– Un marino no puede resistir la cárcel.

– De vez en cuando mándame noticias de este barco. Me gustará saber dónde está. Y en cuanto salga, sea cuando sea, volveré al mar, Germán.

Llegó un marinero y embarazadamente comunicó que el capitán le ordenaba cerrar el camarote y mantener vigilancia en la puerta. Germán salió airado, dando voces en contra de aquel hijo de puta, que qué coño se había creído la “Niña de la Venta”, gritaba Germán ante el extrañado marinero.

Pero cuando se sintió encerrado y solo, Ginés sonrió satisfecho.

Hubiera podido comprárselo en St.

Thomas más barato, aprovechando el trato de puerto franco, pero le apetecía precisamente aquel chándal que estaba en el escaparate de Beristain en la esquina de las Ramblas con la calle de Fernando. El chándal ya estaba en sus manos, dentro de una bolsa de plástico, y atravesó el vial para ganar el paseo central de las Ramblas e iniciar la subida hacia el centro de la ciudad y la habitación del hotel que había alquilado para desintoxicarse de tanto barco y estar en condiciones de hacer alguna excursión por Catalunya. Germán trataba de convencerle de alquilar un coche y plantarse en Águilas en un día, pero no estaba decidido y tampoco se sentía demasiado motivado por volver. Estaba explicándose mentalmente las razones que no tenía para emprender tan loco viaje, cuando una sombra familiar le desbordó por la derecha. El perfil de la mujer quedó en su retina cuando el cuerpo ya le había rebasado y el examen de su dorso avanzando Ramblas arriba, dentro de un vestido ceñido de entretiempo que remarcaba su figura mediana y tibia, ratificó el galope del corazón y los pasos que dio para ponerse a su altura y encararla.

– ¡Encarna!

También fue inmediato su reconocimiento y se encontraron besándose las mejillas como si fueran primos recuperados. cogiéndose las manos, los brazos, moviéndose los dos como una pareja de baile dentro de dos palmos cuadrados de las Ramblas, entre el ir y venir de los callejeantes de aquella dulce tarde de primavera. En unos metros de camino se habían contado lo más importante de sus vidas, aunque uno y otro tenían información a cargo de Paquita, un estático depósito de dos vidas que en ocasión de los viajes de Ginés o Encarna a Águilas ponía en comunicación. Y así llegó la noche en una cena en un restaurante elegido al paso y la sobremesa de confidencias en las que al comienzo mantuvieron ocultas las cartas de la frustración, pero al final salieron, una jugada completa de fracasos, un matrimonio fracasado, la relativa rutina del mar en el que ningún puerto es exactamente un puerto de llegada o de regreso.

Ella no disponía de su vida y él disponía excesivamente. La caricatura de la vida de Encarna en Albacete les hizo reír, y para compensarla, Ginés convirtió su historia en un resumen de anécdotas de cien puertos, historias que había vivido sin la esperanza de contarlas nunca a nadie capaz de escucharlas fascinado.

– Pero es maravilloso. Poder ver mundo. Yo me invento cien dolencias al año para poder dejar aquello y venirme aquí a respirar. Es una maravilla perderte en una ciudad donde nadie te conoce, donde nadie sabe que eres la señora Rodríguez Montiel. Donde puedes verte con cualquiera o con nadie, sin tener en cuenta nada, absolutamente nada, ni a nadie.

Ginés sentía ante ella la misma turbada necesidad de abrazarla, contrarrestada por la no menos turbada sensación de que no debía hacerlo que había sentido en el transcurso de sus rondas de adolescencia, cuando los parientes decían que Ginés y Encarna “…se hablaban” y con ello querían decir que merodeaban en torno de sus sentimientos mutuos, sin llegar a las palabras o los gestos decisivos. Y la misma sensación de merodeo tuvo aquella noche y al día siguiente, cuando quedaron citados a una hora que pudieron escoger, sin los impedimentos de hacía veinte años, estudio, trabajo, familia, Paqui o el qué dirán. Y fue ella la que dejó de hablar para mirarle con intención de saltar la barrera de lo que pudo haber sido y no fue, ella la que le besó primero como en un toque de advertencia, luego un beso largo y hondo que llegaba de un largo viaje, empujado por un irracional aplazamiento. Ella era la misma muchacha con los gestos más lentos y el pensamiento medido por un cálculo que controlaba. Estaba libre en una ciudad para ella libre, abierta y podía estarlo periódicamente, coincidiendo con cada uno de los retornos de “La Rosa de Alejandría”, y hablaba fascinada de esa posibilidad en aquella primera tarde en la habitación del hotel donde ella se hospedaba. Primero habían intentado subir a la habitación del hotel de Ginés, pero un radical envaramiento del hombre provocó un diálogo sórdido, cómico con el recepcionista, un diálogo inútil porque ella ya se había metido en el ascensor y fue él quien se creyó en la obligación de razonar el ascenso de aquella mujer a sus habitaciones, un diálogo que ella escuchaba molesta y que terminó cuando abandonó el ascensor y se fue hacia la calle, seguida por las explicaciones y el complejo de culpa de Ginés.