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Así se estuvieron un buen rato el rey Arturo y el mago Merlín, haciendo planes para vencer a Morgana y liberar a todos los que vivían bajo su malsana influencia. Y en esas estaban cuando se escuchó un gran alboroto, y unos mensajeros muy demudados irrumpieron abruptamente en la sala.

El castillo de Tintagel estaba en llamas, dijeron. El rey Marco de Cornualles lo tenía en terrible descuido y al parecer últimamente lo ocupaba una banda de facinerosos y se habían acumulado entre sus muros montones de basura y desperdicios. Fuera por su culpa o por la de una banda enemiga, el caso era que ardía sin remedio y pronto estaría reducido a ruinas.

El rey Arturo escuchó estas noticias y luego determinó acercarse a Tintagel, porque en ese castillo había sido concebido y su desaparición le estremecía.

IX

EL CABALLERO BERMEJO Y LA SIRENA SELMA

Entretanto, el caballero bermejo, que había salido vencedor en la justa de la doncella de la alegría perpetua, llevaba ya un tiempo confinado en un islote frente a las escarpadas costas de Cornualles, adonde las malas artes de Morgana, ayudada por una sirena, le habían llevado.

El caballero bermejo era muy alegre y emprendedor, y en esto se parecía al caballero verde, pero este caballero bermejo era, también, un poco simple. No pensaba demasiado las cosas. Se había apuntado a la justa de Bess como se podía haber apuntado a la de cualquier otra de las doncellas cautivas y cuando comprendió que le había caído en suerte liberar a la doncella de la alegría perpetua se echó a reír, lleno de contento.

Había llegado, sin dejar de cabalgar, hasta la costa, y decidió montar la tienda en una playa para pasar la noche escuchando los diferentes rugidos de las olas, que le maravillaron. Pero antes del amanecer, le despertó el canto de una sirena y el caballero fue a saludarla, porque nunca había visto a una sirena y le inspiraba mucha curiosidad. La sirena, bellísima, le dijo que era presa de un encantamiento y que desde hacía mucho tiempo estaba a la espera de un caballero bermejo, quien estaba destinado a romper el encantamiento.

– Pues ese debo de ser yo -dijo el caballero bermejo-, y te juro por Dios y Todos los Santos y por mi misma vida que haré lo que sea para romper tu encantamiento.

– Sólo tienes que desnudarte y nadar conmigo -dijo la sirena, que se llamaba Selma-. Pero tienes que prometerme que no te quejarás de cansancio ni te echarás para atrás, porque vamos a nadar un buen trecho. Piénsatelo antes de entrar en las aguas, porque de lo contrario es posible que te ocurra alguna calamidad.

– No soy de esos que se arredran ante las dificultades y amenazas -dijo el caballero bermejo-. Aunque te quiero aclarar que, en cuanto tu encantamiento sea roto, tendré que dejarte, porque me he comprometido con la suerte de la doncella de la alegría perpetua, que está presa en el castillo de Morgana.

– No te preocupes -repuso la sirena Selma-, que, una vez desencantada, no haré nada por retenerte, por mucho que lo sienta, pues eres un caballero de lo más apuesto y simpático y me parece que no me costaría ningún esfuerzo compartir el lecho contigo.

– Ya me habían dicho que las sirenas eran muy francas -dijo el caballero-, y te diré que eso me complace muchísimo, porque yo también soy amigo de la claridad y del mismo modo te digo que, si yo no tuviera el compromiso de la dama de la alegría perpetua, no dudaría ni un segundo en aceptar la invitación que más o menos me has hecho.

Dicho esto, el caballero se desnudó y se echó al agua y empezó a nadar junto a la sirena Selma, que lo llevó muy lejos, hasta los acantilados de Cornualles. Y es verdad que el caballero bermejo, aun cuando al final estaba muy fatigado, no se quejó en ningún momento, pero tenía tal necesidad de descanso que nada más pisar la tierra del islote ante el que Selma quiso detenerse, se quedó dormido, completamente exhausto.

Cuando se despertó, algunos días después, no había ni rastro de la sirena. El islote en el que se encontraba era minúsculo y sólo tenía vegetación por uno de sus lados. Las olas y el viento lo batían con furia y producían tantos ruidos y ecos que hubiera sido inútil alzar la voz con el objeto de que alguien le escuchara. No, no había ninguna probabilidad de ser rescatado. Los navios no se aventuraban por esas costas. Y, al cabo, a pesar de todo su optimismo y de su simpleza, el pobre caballero bermejo hubo de reconocer que la sirena le había engañado, y a punto estuvo de entregarse a la desesperación. Luego, sacando fuerzas de flaqueza, recorrió el islote, y se aplicó a la tarea de construirse una cabaña en la parte más resguardada.

De esta y parecidas maneras pasaron los días y al fin llegó la noticia de la desaparición del caballero bermejo a oídos de las doncellas cautivas, y la alegre Bess enmudeció por unos instantes, pero poco a poco se fue olvidando de la triste suerte que había corrido el caballero bermejo, a quien no conocía y a quien todavía no amaba, y siguió con sus canciones y su andar saltarín, si bien de vez en cuando se quedaba pensativa.

Las otras cuatro doncellas desdichadas ya no sabían qué hacer. Seguían atentas a la aparición del guardián y le pedían noticias, pero el guardián, que había ganado el concurso de romances en la fiesta de cumpleaños de Morgana, repentinamente dejó de venir y luego fue sustituido por otro, mucho menos comunicativo, que apenas miraba a las doncellas cuando arrojaba por la mirilla los resecos mendrugos de pan o cuando, por una pequeña rendija de la pesada puerta entreabierta, empujaba hacia ellas una jarra de agua bastante turbia.

Tampoco Estragón se dejaba ver últimamente, y Bellador se quejaba más amargamente que nunca y hasta culpaba a la orgullosa Delia de haberle hecho creer que el enano estaba enamorado de ella y de haber alimentado con eso una pequeña esperanza de salir de la prisión.

– No sé por qué te creí -decía, llorando, Bellador-, pero te creí. Quizá fuera que, acostumbrada como estoy al sufrimiento desde que nací, no me parecía inapropiado ser la receptora del amor de un desgraciado enano, un ser deforme, maltrecho, que sólo sirve de bufón o recadero secreto. Pero he sido una necia, y ni estos seres monstruosos pueden amarme ni fijarse en mí. Moriremos aquí, no volveremos a ver la luz del sol; Dios y Todos los Santos del cielo se han olvidado de nosotras, ¿qué mal hicimos? Si acaso, alguna de vosotras osó mirar a Accalon de Gaula, el amado de Morgana, pero, ¿es que el solo mirar merece este castigo?

Alisa, que raramente hablaba con sus compañeras, contestó en una ocasión a esta pregunta que con tanta frecuencia, entre gemidos y lamentaciones, se hacía Bellador.

– Amigas mías -dijo-, compañeras de infortunios, ahora que parece haber cesado el menor rayo de esperanza para nuestra liberación, os voy a contar una historia que he guardado dentro de mí y que me pesa un poco. Quizá sea yo, compañeras, la única verdaderamente culpable, la única que merece morir en la prisión de este castillo espantoso. Yo miré a Accalon de Gaula, no quiero negarlo ya por más tiempo, lo miré y sentí sus ojos clavados en los míos, traspasándome toda, conmoviéndome de una manera que no puedo describir. Como sabéis, yo tenía la costumbre de hablar con el viento, y por eso mis padres me miraban con extrañeza y no quisieron darme la educación ni los cuidados que otorgaron a mis hermanas, de manera que crecí de un modo un poco salvaje y he disfrutado, hasta aquella hora aciaga, de mucha libertad y hacía lo que me venía en gana. El caso es que Morgana quiso conocerme, intrigada por mis extrañas capacidades, y quiso la fatalidad que viniera al castillo de mis padres en compañía de Accalon de Gaula. Yo sólo sé que cuando me topé con Accalon me quedé paralizada. Nos quedamos enfrentados y embelesados los dos, Accalon y yo, como si fuésemos presos de un encantamiento. De todo lo que sucedió después, apenas me acuerdo. Creo que, como a vosotras, Morgana me mandó llamar y me tendió una trampa para encerrarme aquí. Ahora quiero deciros que esta muerte que se acerca a pasos de gigante y que en breve me llevará consigo, no es en vano para mí. Sé que mirar no merece un castigo, pero aquella mirada ha sido el premio de mi vida y no me importa pagar por ello. Quiero decíroslo ahora por si alguna de vosotras sobrevive, porque me gustaría que esta historia se conociera y llegara alguna vez a oídos de Accalon de Gaula. La esperanza de que eso suceda me produce un inmenso consuelo.