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El caballero bermejo había perdido un poco el juicio, que por lo demás nunca había sido su fuerte, y no se le podía ocurrir que alguien estuviera preocupado por su desaparición. En todo caso, cuando vio que la balsa, aunque a duras penas y como por milagro, se dirigía hacia la única y reducidísima zona arenosa del islote, fue también él hacia allí, para seguir de cerca la operación. Se quedó muy asombrado cuando el hombre desarrapado de la balsa le miró y habló como si le conociera.

– Tú debes ser el caballero bermejo -dijo Seleno, a gritos-. Yo soy Seleno y vengo a llevarte al castillo de Morgana para que lleves a cabo tu empresa de liberar a la doncella de la alegría perpetua. Acércate y ayúdame a poner en seco la balsa.

Aunque muy torpemente, el caballero bermejo ayudó a Seleno que, al apoyarse sobre él para salir de la balsa, casi lo tumbó.

– ¿Y quién te envía a ti? -preguntó el caballero con un hilo de voz, pues hacía meses que no hablaba con nadie y el mecanismo de la voz, al no haberse utilizado, apenas le funcionaba.

– A mí no me envía nadie -dijo Seleno-, sino que vengo escapado del castillo de La Beale Regard, donde he sido guardián durante años, y lo hago por mi propia voluntad, porque me duele el cautiverio de la alegre Bess, y tú eres su única esperanza.

A trancas y barrancas, el caballero fue comprendiendo que aquel hombretón, en cuanto se recuperase, le haría subir a la balsa y le llevaría a la costa y luego, si todo salía bien, le conduciría al castillo de Morgana, para que luchara por la vida de la doncella de la alegría perpetua, y todo esto, como estaba tan debilitado y fuera del mundo, le pareció un sueño, un imposible, pero no dijo nada, porque no tenía fuerzas ni palabras para discutir, y como vio que el hombre aquel estaba muy cansado, lo invitó cortésmente a su cabaña, con el noble propósito de darle algo de comer y de beber y de ofrecerle un lecho donde dormir a resguardo, después de secarse las ropas.

Y Seleno, fatigado como estaba, y comprendiendo que el caballero bermejo no estaba muy en sus cabales, lo siguió silencioso hasta la cabaña. Y la verdad es que allí se maravilló, porque el caballero bermejo se las había arreglado bastante bien y vivía con cierta comodidad.

«Quizá -se dijo-, también este caballero bermejo ha descubierto el gusto que da hacer las cosas con las manos y ha tenido ocasión en este destierro de cultivar destrezas que en toda su vida de caballero andante no ha descubierto.»

Así que Seleno, mientras comía y bebía, olvidó a la doncella de la alegría perpetua y la olvidó luego mucho más cuando se quedó dormido.

Al despertarse, no sabía bien dónde se encontraba. Salió de la cabaña y vio al caballero bermejo, sentado sobre una roca, absorto en la contemplación del mar, y se llegó hasta él para recordarle su misión. El caballero le dijo a todo que sí, pero parecía más resignado que contento, y Seleno tuvo un momento de indecisión, como si dudara en arrancar de esa vida salvaje al caballero bermejo. Aquel día se desencadenó una fuerte tormenta, y Seleno casi se alegró, porque resultaba temerario intentar alcanzar la costa con aquellos vientos. Permanecieron en la cabaña, silenciosos, meditabundos, y, al amanecer, cuando se restableció la calma, botaron la balsa y embarcaron.

El regreso a la costa fue sorprendentemente fácil. El viento soplaba a favor y ni siquiera tuvieron que utilizar los remos. Subieron luego el acantilado, y subir, como se sabe, es más fácil que bajar, por lo que Seleno lo hizo de modo muy rápido y lo comparaba, encantado, a gritos, con el descenso que había realizado un par de días antes y que había sido tan costoso.

El pobre caballero bermejo lo seguía como podía, pero al fin estuvieron los dos en la cima y emprendieron el largo viaje hasta el castillo de La Beale Regard, que fue algo más dificultoso y lento que el de ida, porque el caballero bermejo estaba muy debilitado y cayó varias veces enfermo. Pero Seleno lo cuidó y al fin, una noche fría y cerrada, lo condujo por secretos laberintos hasta el corazón del castillo.

XI

EL RESCATE DE LA DONCELLA DE LA ALEGRÍA PERPETUA

Cuando Morgana vio al caballero bermejo, comprendió que no podía ponerle ninguna condición para la lucha, porque el caballero estaba muy demacrado y delgadísimo, y parecía que con un solo empujón se le podía abatir. El pobre caballero bermejo, más que bermejo o de cualquier otro color, era ahora un caballero transparente. A Morgana le gustaba el riesgo y no le complacían en absoluto las victorias fáciles. Encerrar a las doncellas, después de tenderles una serie de trampas, había sido bastante entretenido, pero mantenerlas en prisión era otra cosa. Morgana era impulsiva y, en medio del arrebato, podía ser cruel, pero, pasado el impulso, no se recreaba en la crueldad y le interesaba mucho más otra clase de experimentos, no en vano había sido alumna de Merlín, y alumna aventajada.

El gran torneo celebrado para obtener la liberación de las doncellas le había alegrado porque ella era la causa última de las justas y le gustaba que se recordara su poder, pero ahora que ya habían sido rescatadas dos doncellas y que, según parecía, la corriente de jóvenes caballeros no iba a cesar hasta conseguir la liberación de las siete -porque estaba claro que Merlín las estaba ayudando-, tenía que cambiar de estrategia. De momento, había conseguido que nadie supiera nada de la liberación de las dos doncellas por cuyo rescate habían luchado el caballero blanco y el caballero verde, pero el silencio no se puede asegurar para siempre y tarde o temprano las cosas se acaban por saber. ¿No era más prudente, tal como estaban las cosas, poner ella misma en libertad a las desdichadas doncellas?

Así que después de entrevistarse con el caballero transparente, Morgana dijo que lo mejor era que esa noche todos descansaran y que por la mañana le comunicaría su decisión.

Pensó mucho durante la noche, recordó los tiempos en que Merlín les instruía, a ella y a su hermano Arturo, ahora el rey más poderoso del mundo, y el corazón se le ablandó un poco. Merlín se asombraba de su inteligencia, de la rapidez con que ella aprendía, y Arturo no se había mostrado celoso jamás. Todo lo contrario. La apoyaba, la elogiaba, le hacía sentirse admirada. Había asuntos de los cuales Arturo se desinteresaba y dejaba a Morgana sola con Merlín, que, lleno de celo y de entusiasmo, sin un ápice de desconfianza, le desvelaba magias y fórmulas secretas.

Morgana retrocedió en el tiempo y se vio a sí misma, de niña, flanqueada por su hermano Arturo y por el sabio Merlín, caminando por el bosque, inclinada sobre un matojo de yerba recién arrancado de la tierra. Podía oler la humedad guardada bajo los frondosos árboles, sentirla en la piel, podía ver los haces de rayos de sol que se filtraban entre las hojas y salpicaban de motas pálidas la hojarasca que cubría la tierra. ¿En qué momento la curiosidad había devenido en aquella necesidad de venganza que la abrasaba por dentro? Pero ahora podía penetrar en aquel muro y palpar de nuevo la inocencia, como el sol llegaba hasta las hojas secas, caídas, a través del intrincado ramaje de los árboles. Tener nostalgia de la inocencia perdida no sirve para nada, sólo da tristeza, desánimo. Tener nostalgia de la inocencia perdida es peligroso, porque mina el espíritu, lo desarma.

«No puedo flaquear -se dijo Morgana-, lo que se ha comenzado se debe acabar. El caballero transparente debe luchar por la libertad de su dama, como lo mandan las reglas. Pero le voy a poner una prueba muy distinta a la que espera, le voy a hacer luchar contra un muchacho que pese y mida lo que pesa y mide ahora el caballero transparente, y así daré, por un lado, muestras de magnanimidad, y, por otro, pondré en un aprieto al caballero transparente, que no osará levantar la espada contra un infante.»