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De manera que el caballero dorado se encaminó hacia Camelot, llegó, luchó y venció. Y, después de celebrar muy festivamente el triunfo, dejó la ciudad real y tomó la dirección de La Beale Regard. Cayó la noche y pensó en buscar refugio en algún castillo. Vio a lo lejos unas luces y se dejó guiar por ellas, persuadido de que eran las luces de un castillo importante. Y así era.

Este castillo pertenecía a una dama solitaria, de nombre Venissa, y todo el que entraba en él cambiaba su destino, pero el caballero dorado no lo sabía, y si lo hubiera sabido no habría hecho ningún caso, porque su conciencia de superioridad le hacía acometer las aventuras más arriesgadas y temerarias.

Venissa, fiel a su costumbre, recibió al caballero dorado con mucho boato y alegría, pues en su condición de dama solitaria se llenaba de contento cuando algún caballero andante pasaba por allí, y procuraba retenerlo un rato. Venissa, ésa era la verdad, trataba a los caballeros andantes a cuerpo de rey, a sabiendas de que era muy raro que volviera a verlos, pero sin renunciar jamás a la esperanza de que alguno de los caballeros se enamorara de ella, que era la única condición para que se rompiera el encantamiento de que estaba presa. Un hada maligna, de nombre Gror, que había sido ofendida -se decía que rechazada- por el padre de Venissa, la había condenado a la soledad aunque había dejado una puerta abierta, porque a Gror, como a muchas hadas malignas, le gustaba jugar con el destino. Sí, cabía esa posibilidad, aunque muy rara: la de que un caballero se enamorara de ella. Y Venissa vivía con esa esperanza.

Venissa agasajó al caballero dorado, le dio de comer y de beber, y, antes de nada, envió a unas doncellas para que lo bañaran y perfumaran, lo cual le pareció al caballero perfectamente natural, tan convencido estaba de sus méritos y buenos atributos.

Acabada la cena, Venissa invitó al caballero dorado a compartir el lecho con ella, y el caballero pensó que eso era sin duda lo establecido y que no había por qué negarse, puesto que aquélla era una dama solitaria, extremadamente bella y dueña de aquel magnífico castillo y de las tierras circundantes, que eran muy hermosas, ricas y apacibles.

Así, el caballero dorado compartió el lecho aquella noche con Venissa y lo cierto fue que en ningún momento de la larga noche se le pasó por la cabeza la menor sombra de arrepentimiento y aquélla fue una de las mejores noches de su vida, si no la mejor. Algo sucedió entre Venissa y el caballero dorado y, aunque el caballero dorado no se enamoró de la dama solitaria y el hechizo, por tanto, no fue roto, la unión dio sus frutos, como luego se supo, y la dama concibió en su seno una criatura.

El caballero dorado abandonó el castillo de Venissa con el ánimo más bien ligero y desenfadado, más seguro que nunca de sus encantos y méritos, que habían causado tanto efecto en la dama solitaria. Y así anduvo cabalgando hasta que volvió a caer la noche y se dejó guiar por otras luces lejanas, con la esperanza de que se tratara de otro castillo en el que encontrar acomodo.

Y, en efecto, las luces lejanas eran las de un castillo, y este castillo pertenecía a un rey, llamado Agrestes, que en aquel momento se encontraba, precisamente, en Camelot, pues era muy aficionado a los torneos y no había querido perderse el de las doncellas desdichadas. Este rey tenía una mujer muy joven y bella, que se llamaba Camelia, a quien el rey, su esposo, no había querido llevar consigo a la corte del rey Arturo, pues era muy celoso, y no quería mostrarla a nadie. Camelia, además de ser joven y bella, tenía un carácter díscolo y caprichoso. Verse privada de una de las diversiones favoritas del reino y de todas las fiestas y boatos de las grandes justas le pareció la mayor injusticia que se podía sufrir, y en cuanto tuvo noticias de que había llegado al castillo un apuesto caballero, cubierto de oro de la cabeza a los pies, determinó recibirle con toda pompa y pasar con él una velada feliz. Envió a sus mejores doncellas para servir al caballero, para que lo bañaran y vistieran y perfumaran, y ella misma se bañó y se cubrió con sus más delicadas galas y perfumes. Mientras lo hacía, iba recibiendo noticias del caballero, pues las doncellas que lo servían estaban muy impresionadas de su hermosura y encanto, y mandaron emisarias para que su señora la reina lo supiera, y Camelia se fue diciendo a sí misma que, después de todo, aquella noche podía acabar siendo una noche estupenda, mejor quizá que una noche en Camelot en una fiesta esplendorosa, sí, pero junto al rey, su marido, que era mucho mayor que ella y que le aburría soberanamente.

Cuando Camelia hizo su aparición en la sala en la que le esperaba el caballero dorado, éste enmudeció, pues jamás había visto a una dama tan hermosa y tan ricamente vestida y enjoyada y, aún con el recuerdo de los placeres de la noche anterior, se dijo que no había vida comparable a la de los caballeros andantes, y que bien merecía la pena pasar penalidades en los largos trayectos recorridos mientras hubiera damas tan hermosas, generosas y hospitalarias en los castillos iluminados de las noches.

Y si el caballero dorado había quedado impresionado con la belleza de Camelia, no puede decirse que el asombro y complacencia de la reina fueran menores cuando sus ojos se posaron sobre el caballero dorado. Y no volvió a pensar en los torneos y las fiestas de Camelot, y no pensó en realidad en nada de nada, sino que se dedicó en cuerpo y alma a atender y seducir al caballero. Tarea fácil, por lo demás, si no facilísima, ya que el caballero dorado no deseaba otra cosa que ser seducido por la hermosa reina.

La noche, en fin, fue pródiga en placeres, de manera que el caballero descansó por la mañana y abandonó el castillo al mediodía, cada vez más convencido de su buena estrella. Y no le extrañó nada que, al caer la noche, surgiera ante él una torre toda iluminada, a una de cuyas ventanas estaba asomada una doncella que cantaba maravillosamente bien.

El caballero se detuvo para escuchar la canción, aunque no podía verle el rostro a la dama, pues la luna estaba por detrás de la torre y tampoco las luces de la torre caían sobre el rostro de la dama. Cuando la doncella se calló, dijo el caballero:

– ¡Qué hermosa canción y qué hermosa voz! No sé qué dama ni qué reina eres, ni si eres bella o espantosa, pero puedo asegurar que jamás escuché una voz tan hermosa.

– Muchas gracias, caballero -dijo la joven dama-, te agradezco lo que has dicho de mi voz y de la canción, pero quiero decirte que no soy en absoluto espantosa sino bastante bien parecida, y quizá por eso estoy confinada en esta torre, porque mi padre, que estaba viudo, se volvió a casar, y mi madrastra tiene unos celos terribles de mí, ya que desde que mi madre murió he sido la niña de los ojos de mi padre.

– He oído hablar de casos parecidos al tuyo -dijo el caballero, pensativo-. Las madrastras no soportan a los hijos habidos de la unión del esposo con la primera mujer, sobre todo si se trata de hijas, porque los padres viudos se apegan mucho a las niñas, que le recuerdan a la madre, y llegan a amarlas casi en exceso.

– Eso me ocurrió a mí, buen caballero, y así he pasado de disfrutar de todo tipo de comodidades, lujos y placeres, a esta vida espartana en la que cantar es la única de mis distracciones. Pero no me quejo, porque aún vivo, y recibo de vez en cuando la visita de algunos caballeros andantes que pasan por aquí y se quedan durante la noche, lo que me causa un gran consuelo, y si tú eres, como creo, uno de ésos, ten por seguro que ya tienes, por lo menos, un techo donde pasar la noche.

Dicho lo cual, la dama dejó caer una escala de cuerda e invitó al caballero dorado a trepar por ella. El caballero dorado, para escalar con más facilidad, se quitó la armadura y subió hasta la ventana donde estaba asomada la joven. Allí, los dos se miraron y se maravillaron mutuamente de su hermosura. Y la noche fue larga y feliz.