Se miró en el espejo y vio el tiempo reflejado en su rostro. «He sido muy hermosa -se dijo- pero ya no puedo competir con las jóvenes.» Se desnudó y se contempló. «Mi cuerpo es todavía bello y armonioso, y muchas jóvenes podrían envidiarlo», continuó diciéndose. Luego se probó vestidos, retocó su cara con polvos de muchas y delicadas tonalidades, se perfumó. Accalon volvía esa noche después de una larga ausencia y Morgana suspiraba por él.
Preparó el recibimiento con cuidado para que Accalon apreciara toda su entrega. Cuando Accalon llegó, lo dejó un rato solo, como sabía que a él le gustaba, y luego le envió a sus damas más cercanas, en quienes confiaba por entero, para que lo bañaran y perfumaran y lo condujeran después a la sala privada de Morgana. Cenaron y se amaron. Morgana le habló luego del caballero dorado y le pidió consejo a Accalon.
– Prométeme una cosa, Morgana -dijo Accalon-, haz que el caballero dorado se mida con aquel de tus caballeros que se ofrezca voluntariamente a sostener tu causa.
Morgana se lo prometió.
Después de la larga noche de amor, Morgana se sentía más alegre y despreocupada. Al mediodía se celebró la justa. Uno de los caballeros de Morgana, ya cubierto con la armadura, se ofreció al combate, y Morgana no tuvo más remedio que concederle el permiso, puesto que así se lo había prometido a Accalon. Pero en su corazón, de pronto, anidó el pájaro del miedo, pues sabía, como todos, que el caballero dorado saldría victorioso.
Así fue. El caballero de Morgana fue abatido y Morgana envió a su dama más íntima a que fuese corriendo a verle la cara al caballero derrotado. La dama se inclinó, despejó el rostro del caballero, miró a Morgana y negó con la cabeza. Morgana, a pesar de ser vencida de nuevo por Merlín, a pesar de la humillación de la derrota, sonrió con alivio, y una voz interior le dijo: «Esto era lo que buscaba tu amante, que acabaras por olvidar tu propia lucha, tu propia vanidad. Ahora sólo quieres que él viva y te ame, eso es lo único que te importa. De manera que todos te han vencido. Merlín, con sus artes, y Accalon, con el poder que tiene sobre ti».
Pero Morgana sonreía y buscaba con los ojos a Accalon por toda la sala. Cuando al fin lo vio, se estremeció, porque Accalon no sonreía. La miraba desde arriba, con arrogancia.
Llamó a Estragón y le pidió que hiciese lo de costumbre. Luego, Morgana se retiró y llamó a Accalon y ya no salieron de sus aposentos durante todo el día.
Por la noche, el caballero dorado, su escudero, y la orgullosa Delia, abandonaron el castillo de La Beale Regard por un pasadizo secreto, guiados por Estragón.
El caballero dorado se dijo que todo lo que se decía sobre el orgullo de Delia era en verdad muy poco, pues la doncella ni siquiera le había dado las gracias al caballero por el rescate. El caballero dorado, que aún no había recuperado la memoria, no sabía que Delia estaba enterada de que el camino hasta el castillo de La Beale Regard había sido muy largo y había estado todo jalonado de amores, y la humillación que eso le producía impedía a Delia pronunciar palabra alguna.
XV
Cuando el rey Arturo y Merlín llegaron al castillo de Tintagel, aún se respiraba el olor del fuego, aún flotaban en el aire, con los golpes del viento, las cenizas. Recorrieron las ruinas y se sentaron luego a la sombra de un roble.
– Estas ruinas de Tintagel -dijo Arturo- me parecen una premonición. En este castillo fui concebido, como bien sabes, Merlín, ya que tú lo planeaste todo. Pero esta desoladora visión no me causa demasiada tristeza, porque ya estoy muy cansado y quisiera retirarme. Mi reino me pesa, es ya como un castillo viejo, como era Tintagel hace sólo unos días. Nadie sabe lo que cuesta mantener en pie un castillo resquebrajado y sucio. Cuando príncipes y reyes de otros reinos vienen a visitarme, se admiran de la antigüedad y la tradición que palpan en los muros del viejo castillo de Camelot, y son casi unas ruinas como éstas de Tintagel -suspiró-. Dame a mí algo nuevo y reluciente, como el Santo Grial, ¿cómo no voy a entender a mis caballeros, desaparecidos todos en pos de esa demanda? Sin embargo, mi sino es quedarme entre las ruinas. Y, en cierto modo, mi hermana Morgana, mi enemiga, hace lo mismo que yo. Hace tiempo que su amistad se me escapó del corazón y no siento ninguna piedad hacia ella, pero la entiendo un poco, sólo trata de mantenerse, sólo lucha contra el paso del tiempo.
– Ya sólo quedan en las mazmorras de La Beale Regard tres doncellas -dijo Merlín-, las más desdichadas de todas, una pobre enajenada, una joven entregada al dolor y una mente desmemoriada. Los caballeros que tomaron sobre sí la suerte de estas doncellas, el caballero de plata, el caballero irisado y el caballero violeta, pronto llegarán a su destino. Me parece que Morgana ya ha sido derrotada y apenas habrá que ayudar a estos nuevos caballeros.
– No te fíes de Morgana -dijo Arturo-. Cuando más la temo es cuando parece vencida, cuando se siente acorralada. Así era de niña y así ha sido siempre. No descuides la suerte de esas tres doncellas que aún están en las mazmorras de su castillo. Y se me está ocurriendo una cosa, Merlín, una vez que nos hemos puesto en camino, ¿por qué no nos llegamos tú y yo hasta La Beale Regard y vemos con nuestros propios ojos esa derrota de Morgana que ya prevés? No tenemos nada que hacer, Merlín, prosigamos el viaje, ya sabemos lo que nos espera en nuestras casas, en mi castillo de Camelot y en tu guarida secreta; a mí, la soledad, a ti, esa joven que te está sacando las entrañas, no sé qué es peor…
Merlín accedió, y, después de descansar un rato, se pusieron en camino. Llevaban muchas horas andando, al fin silenciosos, cuando se encontraron, en el claro de un bosque, con la estatua de una mujer hermosísima, que parecía apresar un espíritu, tan llenos de expresión y vida estaban sus ojos y cada uno de sus rasgos.
– No sé a quién me recuerda esta mujer, Merlín, -dijo el rey Arturo, admirando la estatua-, pero sin duda éste es uno de los rostros más bellos que he visto nunca e imagino que su modelo en carne y hueso debe de ser una de las maravillas del universo y no me importaría nada contemplarlo.
Rodearon la estatua y vieron todos sus detalles, que habían sido cuidados al extremo. Entonces escucharon una voz.
– Soy Galinda, la pastora -dijo la voz-, y, por culpa de un maleficio, vivo dentro de esta bella estatua que tanto admiráis. Por aquí pasaron, antes que vosotros, tres caballeros, pero ninguno quiso ayudarme, porque todos tenían mucha prisa y corrían detrás de sus demandas. El primero se cubría con armadura de plata, el segundo, con una armadura muy brillante e irisada, el tercero iba todo conjugado en color violeta. Todos se pararon un momento y alabaron mi belleza, pero cuando les pedí que escucharan mi historia y trataran luego de remediar mi desgracia, me dijeron que no tenían tiempo para mí. Quizá vosotros, que parecéis caballeros más reposados, opinéis de otra manera.
– Cuéntanos tu historia, bella Galinda -dijo el rey Arturo-, que ya estoy deseando escucharla.
– Soy hija del pastor Galindo -empezó la estatua-, un hombre rico, dueño de trescientos rebaños, y desde niña fui educada para vivir en la corte del rey, de manera que me enseñaron todas las artes del entretenimiento, en las que soy sumamente hábil. Todos los que han escuchado mis canciones han quedado maravillados y más de un rico caballero ha pedido a mi padre mi mano, pero yo nunca he querido concedérsela a nadie y, cuando llegó la hora, tampoco quise ir a la corte del rey, porque lo que yo quiero es seguir con mi vida de pastora y disfrutar de todas mis habilidades de la forma que más me venga en gana. Y todo hubiera ido más o menos bien y yo creo que mi padre lo hubiera consentido, si no hubiese aparecido por aquí cierto caballero desengañado, cuyo nombre no diré, porque es muy famoso, que suele venir por estos bosques y prados a quejarse del amor de su dama, una señora muy principal. Me hice confidente de este caballero, escuché sus quejas y resolví dedicar mi vida a consolarle, porque me partía el corazón ver cómo un caballero tan apuesto y valeroso estaba destrozando la suya. Yo creo que el caballero, aunque no me llegó a amar, se encariñó conmigo y se acostumbró a mi presencia, de manera que cada vez pasaba más tiempo a mi lado y espaciaba las visitas a su dama, que empezó a reclamarlo con más frecuencia e intensidad que nunca. Y cuanto más veía el caballero a su dama, más trastornado se volvía, porque ese amor no convenía a nadie, y la misma dama pasaba muchos apuros y angustias para mantenerlo.