»Un día le hablé al caballero con toda seriedad, y le propuse que abandonáramos el reino y nos fuéramos a confines lejanísimos, donde él podría emprender muchas aventuras y dedicárselas a su dama, para que ella, entretanto, tuviera noticias suyas y le esperara, y quién sabe si al regreso los tiempos no fueran ya mejores para ellos. Yo me contentaba con acompañarle, porque me gusta la vida de los caballeros andantes y sentía una profunda compasión hacia él, quizá una forma de amor. El caso es que el caballero ya estaba convencido y preparado para el viaje y yo le estaba aguardando, cuando vino a mi cabaña una vieja mendiga y no sé con qué excusa me hizo tomar un bebedizo, tras lo cual me convertí en la estatua que ahora contempláis. Antes de marcharse, entre espasmos de risa malévola, dijo: «Ahí te quedas, pequeña entrometida. El loco y apasionado amor del caballero que proteges ha de seguir su curso, porque es parte de los grandes planes de destrucción del reino. ¿Quién eres tú, insignificante e indiscreta pastora, para osar cambiarlos?». Y se alejó, dejándome desconcertada. Y petrificada, que eso fue lo peor.
La voz calló y los caballeros se quedaron muy pensativos y preocupados.
– Te he escuchado con la mayor atención -dijo el rey Arturo- y tu historia conmueve mis entrañas, pero dime de qué manera puede acabarse tu encantamiento y si tu caballero no ha vuelto por aquí y no ha intentado romperlo él mismo, porque me asombra que no esté tan agradecido como para abandonarte a tu triste suerte.
– Ese es el punto -dijo Galinda-. Sólo un caballero que no haya estado enamorado jamás puede desencantarme, porque sólo puede devolverme a la vida libre un beso de amor intacto y nuevo, y eso es algo que escapa a la voluntad de mi pobre caballero, que suspira más que nunca por su dama.
– Esa dama parece muy desenvuelta y egoísta y, en mi opinión, lo mejor que podría hacer sería retirarse del mundo, ya que tantos problemas ha causado -dijo el rey Arturo.
– No sé mucho de ella -repuso Galinda-, porque el caballero es muy discreto y a mí no me gustaría que se arrepintiera de haberse ido de la lengua conmigo, porque no hay cosa que emborrone tanto una amistad como creer que con ella se traiciona a otra. Pero de todos modos, sí sé que la dama sufre y que no es nada egoísta, y hasta me parece que está ya retirada del mundo; eso es lo que deduzco de las últimas quejas de mi caballero.
Llegada la noche, el rey Arturo y Merlfn se adentraron un poco en el bosque en busca de un lugar donde descansar, y encontraron una cabaña.
– Mira, Merlín -dijo el rey Arturo al cabo de un rato-, todo lo que ha contado esta pastora encantada me ha impresionado mucho y creo que estamos obligados a ayudarla. Se me ha ocurrido que podrías disfrazarte de joven caballero o algo así y dar a Galinda ese primer beso de amor que es la clave de todo, porque es muy posible que en tu naturaleza disfrazada te enamores de ella y vuelvas luego a tu ser con toda tranquilidad y sin haber experimentado mudanza alguna.
Merlín se pasó la noche cavilando, y, al amanecer, mientras el rey Arturo dormía, se disfrazó de joven caballero y se acercó a la estatua de Galinda y la halló muy hermosa, de manera que el joven caballero sintió arder su corazón y besó a la estatua en los labios. Al momento, la estatua cobró vida y quiso abrazar a su salvador, pero el joven caballero, muy confuso, se fue corriendo, porque Merlín le había dado un plazo muy corto.
Vuelto Merlín a su ser, entró en la cabaña y despertó al rey Arturo y le dijo que Galinda era ya libre, lo que el rey Arturo en seguida pudo comprobar por sus propios ojos, pues nada más salir de la cabaña se encontraron los dos con Galinda, que daba grandes gritos.
– ¿Dónde estás, caballero, salvador mío? -decía-. ¿Por qué te has ido tan deprisa?
Entonces dijo Merlín:
– No busques más a ese caballero, Galinda. No sé si sabes quién soy pero te lo voy decir. Soy Merlín el mago, y el consejo que te doy es que disfrutes de tu libertad y no indagues más, porque el amor que has sentido en tus labios era un soplo.
Galinda se quedó un momento callada y luego dijo:
– Es verdad que pareces muy sabio y algo me dice que debo seguir tu consejo. Ahora, si no os importa, me gustaría que me dejarais ir un rato en vuestra compañía, porque me he pasado mucho tiempo sola y tu conversación y la de tu compañero es muy agradable.
– No nos importa -dijo el rey Arturo-. Ven, Galinda, con nosotros todo el tiempo que quieras, porque tu compañía también resulta muy grata para nosotros.
Y, así, los tres se pusieron en camino hacia La Beale Regard.
XVI
Desde que la reina Ginebra, sobrepasada por el dolor que el amor imposible a Lanzarote le provocaba, se quiso retirar a la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia, pasaba temporadas de gran misticismo, que se combinaban con temporadas de terribles dolores físicos.
Las monjas estaban muy conmovidas por su sufrimiento y se turnaban para estar a su lado y no dejarla nunca sola, porque sabían que la soledad agudiza los males del corazón, donde residía la causa de la enfermedad de Ginebra.
Las monjas más jóvenes sentían verdadera fascinación por la reina, y la tenían por modelo de belleza, y en el fondo sufrían más que ella por aquel amor contrariado que se había apoderado de Ginebra y pedían a Nuestra Señora de la Dulce Paciencia que resolviera el asunto y le diera a la joven y bellísima reina alguna satisfacción. Más de una de estas monjas jóvenes hacía sacrificios y penitencias especiales encaminados a conseguir la felicidad de Ginebra, y más de una se decía en su fuero interno que la reina no se merecía aquel amor atormentado, sino el gozo más pleno y sublime. Y rogaban también por Lanzarote del Lago, de quien sin saberlo estaban enamoradas, puesto que era dueño del corazón de Ginebra -que tanto y tan profundamente les conmovía- y que se había puesto a los pies de la reina, renunciando a verla, si fuera preciso, para aliviar su dolor. Y lloraban y se lamentaban por la desgracia del rey Arturo, a quien Ginebra no había dejado de amar, pero a quien ya no podía mirar directamente a los ojos, porque la sombra de Lanzarote del Lago se interponía siempre entre ellos, se proyectaba sobre todas las cosas que Ginebra miraba, hasta el punto de resultar obsesiva y dañina.
Algunas veces, sor Filomena, la cartuja mayor, que había sido dama de alta alcurnia y conocía bien la vida de la corte, se decía que no había sido buena idea acoger en sus claustros a la reina Ginebra, porque con ella habían entrado en la cartuja emociones del mundo exterior y esa corriente de aire perfumado y frivolo podía tener consecuencias funestas sobre la vida ascética y sencilla de las cartujas.