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Merlín calló, y el rey, con el semblante ensombrecido, le dio de nuevo licencia para marcharse.

«Pobre amigo -se dijo-, lleno de poderes, dueño de tantas estratagemas y secretos, capaz de ir de aquí para allá sin que nadie lo reconozca, diestro en toda clase de disfraces, conocedor de augurios, desvelador de señales, ¿por qué sucumbe a esta debilidad de ser solicitado por esa joven que se ha convertido en su sombra y que sin embargo, según se dice, no le deja tocar la punta de uno solo de sus cabellos? Desdichado Merlín -dijo el rey en susurros-, es más digno de compasión que yo, porque, aun con la constante amenaza de la traición, siempre presente el fantasma de los celos entre nosotros, yo tengo el amor de Ginebra, ella, incluso, se afana por demostrarme su amor, por convencerme. En cambio, la joven discípula de Merlín a nadie oculta sus propósitos, y, delante de todo el mundo, trata con despego a Merlín y lo humilla cada vez que él trata de acercársele, porque el caso es que él no ceja, ésa es la verdad, cuando lo más digno, ya que necesita de la compañía de su discípula, sería mantenerse a una prudente distancia. Te compadezco de todo corazón, amigo mío, porque por el camino que vas no tardarás en convertirte en la irrisión general, y yo mismo tendré que hacer que llegues hasta esta sala del trono por un pasadizo secreto, porque estarás rodeado de descrédito y no es bueno que un rey tenga a la vista de todos un consejero así. Ojalá pudiera ayudarte y salvarte, pero si tú, que eres mucho más sabio que yo, renuncias a la lucha de antemano, es porque sabes que tu destino está en manos de fuerzas poderosísimas contra las que es perfectamente inútil rebelarse.»

Luego, el rey Arturo llamó al senescal y le dio las órdenes oportunas para la convocatoria del gran torneo que se celebraría después de la primera noche de luna nueva pasado Pentecostés, noticia que el senescal recibió lleno de contento, pues hacía tiempo que a causa de las guerras no se celebraban grandes justas.

Todo ocurrió como el sabio Merlín había previsto. Siete nuevos caballeros, jóvenes, fuertes y pletóricos de fe y entusiasmo, tomaron en sus manos la suerte de las siete desdichadas doncellas que el hada Morgana tenía cautivas en las mazmorras del castillo de La Beale Regard y se comprometieron a liberarlas y a poner sus vidas a disposición de las doncellas para que, una vez devueltas a sus castillos, ellas decidieran si querían mantener a los caballeros a su servicio o bien preferían despedirlos, después de darles las gracias de muchas maneras y de regalarles, era de imaginar, toda suerte de bienes y parabienes.

El gran torneo de las doncellas desdichadas convocó a todos los caballeros del reino y aun a caballeros de pueblos y reinos amigos, y durante mucho tiempo se habló del esplendor de las tiendas que se montaron con ocasión de las justas, de los ricos atavíos de las damas, de la opulencia y suntuosidad, y también suculencia, de los banquetes, y, sobre todo, del inigualable valor de los caballeros que en ellas se encontraron y midieron, de todo lo cual el rey Arturo y la reina Ginebra y todos los nobles caballeros de la Tabla Redonda disfrutaron cumplidamente.

Y la reina Ginebra más que nadie, porque en los torneos, justas y otros nobles divertimentos tenía ocasión de ver a Lanzarote del Lago, a quien amaba desde el mismo día en que puso los ojos en él, y él a ella, de modo y manera que en este gran torneo de las doncellas desdichadas las miradas que se cruzaron Lanzarote del Lago y la reina Ginebra abrasaron el aire.

II

EL CABALLERO BLANCO Y LA NINFA ALGANAR

El caballero blanco, que había salido vencedor del combate llevando el pabellón de la doncella del sueño infinito, estaba ahora en medio del campo, y, embargado aún por la emoción de la victoria, se sintió de repente solo, cansado y desorientado. Había puesto todo su empeño en ganar, en conquistar la atención del noble rey Arturo y de los otros grandes caballeros de la Tabla Redonda, en especial, las de Lanzarote del Lago, Galván de Orkney y Tristán de Lionís, a quienes tenía por los mejores caballeros del reino. Ciertamente, tanto el rey como los admirados caballeros le habían felicitado, y el caballero blanco había comido de sus platos y bebido de sus copas, había sido tratado de igual a igual, y eso aún le llenaba de orgullo. Pero sólo tenía dieciséis años, y con el agotamiento le vino el desánimo y el miedo. «Apenas he dormido -se dijo el caballero blanco-, porque la farra ha durado hasta el amanecer, y me parece que lo más sensato sería emprender esta aventura después de haber recuperado las fuerzas.»

De manera que se bajó del caballo, se despojó de la armadura y se cobijó a la sombra de un frondoso roble, quedándose inmediatamente dormido.

Pero quiso la casualidad que en este bosque en el que el caballero blanco se quedó dormido hubiera un lago de aguas milagrosas, cuyos secretos conocía muy bien la ninfa Alganar, que vivía en un gruta a las orillas del lago. Aunque Alganar se pasaba la mayor parte del día nadando en el lago, daba de vez en cuando paseos por el bosque, y así vio al bello caballero blanco dormido bajo el roble, casi desnudo, y su corazón se conmovió.

«Sin duda, este caballero es uno de los siete vencedores en el torneo de las doncellas desdichadas -se dijo Alganar-, y en cuanto despierte del sueño se irá en busca de su aventura. Hace tiempo que no veo un caballero tan apuesto y de gesto tan dulce, que incluso estando dormido ya me ha causado una profunda impresión, y sería lamentable que se fuese de estos parajes sin que yo le haya enseñado los milagrosos poderes de las aguas del lago, por lo que debo inventar algún ingenio para retenerle.»

De momento, Alganar se sentó junto al caballero blanco y lo miró detenidamente, sintiéndose cada vez más interesada por él. Lo miraba, pensaba, y sonreía.

Al fin, el caballero blanco abrió los ojos y cuando vio a Alganar inclinada sobre su rostro creyó que aún seguía dormido y que la ninfa era parte del sueño, actuó sin ninguna precaución.

– ¿Quién eres, mujer maravillosa? -preguntó con toda inocencia, olvidando que las ninfas jamás dicen la verdad.

– Soy Alganar -dijo la ninfa-, y estoy presa de un encantamiento, por lo que creo que Dios y Todos los Santos que habitan en el cielo te han puesto en mi camino, pues llevo muchos años a la espera de un caballero blanco, quien tiene en su mano el poder de romper mi encantamiento.

– Alganar -dijo el caballero blanco-, juro por Dios que te liberaré, si es que esta aventura me deja luego seguir mi camino, porque la doncella del sueño infinito, que está ahora prisionera en las mazmorras del castillo de Morgana, me está esperando y yo soy el caballero destinado a salvarla.

– No te preocupes, caballero blanco -dijo la ninfa-, mi aventura no te retendrá mucho tiempo y a cambio contarás con mi ayuda para liberar a la doncella que te aguarda, lo cual te será de más utilidad de lo que imaginas.

– Te ayudaré -dijo el caballero blanco- pero no es necesario que me ofrezcas nada a cambio, Alganar. Dime en qué consiste esta aventura y lo haré con la máxima rapidez y el mayor celo, porque me duelen como en carne propia los encantamientos y penalidades de las damas.

– Es preciso que antes de todo te des un baño en el lago -dijo Alganar, poniéndose en pie-. Dame tu mano y te conduciré hasta allí.

En cuanto el caballero blanco tuvo en la suya la mano de Alganar, se quedó vacío de pensamientos y recuerdos, tal era el poder de la ninfa, y se empezó a reír de pura felicidad y luego cantó y bailó hasta llegar a las orillas del lago.

– En toda mi vida he visto unas aguas tan azules y luminosas -dijo el caballero blanco, y, después de despojarse de la escasa ropa que aún le cubría el cuerpo, dio un brinco y se zambulló de cabeza en el lago.