»Sin embargo -dijo después de una pausa-, conmigo no se ha equivocado del todo el mundo, porque es verdad que mientras fui libre, fui como dicen y, efectivamente, hablaba con el viento, tenía larguísimas conversaciones con él, si bien ahora me veo obligada a recitar monólogos, porque ya no oigo su voz, por mucho que me esfuerce. En seguida descubrí esta capacidad, y me ha servido de mucho, porque el viento tiene muchas cosas que decir, ya que ha visto y escuchado mucho. El viento es sabio, pero desordenado y alocado y, para poder hablar con él y entenderlo cabalmente, hay que ser un poco como él, de manera que yo no me escandalizo de que fuera de estas prisiones, en el mundo libre, se me haya tenido por loca y enajenada. Yo he preferido la compañía del viento a la de las personas. Nada más despertar, subía a la torre más alta del castillo de mis padres y me pasaba allí todo el día, si es que no me iban a buscar y me obligaban a bajar al comedor a la hora del almuerzo o de la cena, pero algunas veces se olvidaban de mí, o deliberadamente me dejaban en lo mío, porque mi presencia les resultaba fastidiosa.
«Hablaba lo mínimo con ellos -siguió relatando-, monosílabos, lo justo para hacerme entender, nunca discutí sus órdenes y costumbres, nunca me opuse a ellas. Era silenciosa y dócil, siempre a la espera de volver a la torre y seguir mi conversación con el viento. No les molestaba en absoluto, no me interponía en sus planes, podían prescindir de mí, y, sin embargo, les irritaba, yo me daba cuenta perfectamente de que les sacaba de quicio, como si con mi recurrente huida hacia la torre y mi capacidad de hablar con el viento, que inocentemente les confesé, les ofendiera y agraviara de manera insoportable. Se vengaban de mí con pequeños detalles. Mis padres, por ejemplo, aprovechaban para hacer valiosísimos regalos a mis hermanas en aquellas ocasiones en que no me llamaban a la hora de las comidas. Luego yo las veía cubiertas de joyas de hermosísimos colores y formas y mis hermanas me decían con alevosía que mis padres ya estaban hartos de mí y hasta llegaban a sugerirme que me recluyera de una vez por todas en la torre y los dejara a todos en paz.
»Fue precisamente la curiosidad de Morgana lo que trajo mi perdición, pues de lo contrario creo que ahora estaría instalada en la torre del castillo de mis padres, entregada a mis conversaciones con el viento y siendo razonablemente feliz. Pero ya os he dicho otras veces que esa perdición fue, al mismo tiempo, mi salvación, porque si Morgana, que visitó a mis padres en compañía de Accalon, no hubiera pedido que yo le fuera presentada, movida por la curiosidad que mi capacidad de hablar con el viento le inspiraba, yo no habría cruzado mi mirada con la de Accalon y no habría conocido en toda mi vida otra cosa que los susurros cambiantes del viento. No habría conocido el amor.
»El caso fue que Morgana, siempre interesada por lo raro e inaudito, quiso conocerme, y, así, bajé de la torre -siguió Alisa, como en trance- y me uní a mis hermanas, un poco avergonzada de que mis ropajes no fueran lujosos y brillantes, pero entonces sentí esos ojos clavados en mí, y mi corazón latió de una forma tan acelerada y fuerte que no podía entender lo que decían ni todo lo que luego me preguntó Morgana. El resto ya lo conocéis -suspiró-. Como vosotras, fui engañada con bajas y serviles tretas, y conducida luego hasta esta prisión donde nos encontramos y donde ya no puedo escuchar la voz del viento, porque estos muros horribles nos mantienen alejadas de todos los fenómenos del mundo. Arrancadas, diría yo. Y es verdad que lamento no poder escuchar aquellas palabras susurrantes, sibilantes, que el viento me dirigía, pero eso no es nada al lado de mi amor por Accalon, que está intacto y que me hace vivir y desear la vida, porque tengo la esperanza inaudita de volverle a ver. Durante mucho tiempo, fui la doncella que hablaba con el viento, y era justo que se me llamara así, pero ahora soy la doncella que guarda una mirada, que vibra por ella, y la retiene, la cultiva y no deja de esperarla.»
Y así estaban las doncellas, hablando, opinando y contándose sus vidas, cuando llegó Estragón a visitarlas, cosa que hacía con mucha frecuencia, porque no podía pasarse mucho tiempo sin ver a Bellador, de quien estaba profundamente enamorado. Estragón les dijo que se tenían noticias de que el caballero de plata, que había tomado sobre sí la demanda de Findia, la doncella desmemoriada, estaba ya cerca del castillo y que, por tanto, se podían tener razonables esperanzas sobre el rescate de Findia, ya que hasta el momento todos los caballeros que habían llegado a Avalon para liberar a las doncellas habían logrado sus objetivos, y las doncellas se abrazaron unas a otras y abrazaron también a Estragón, que se demoró un poco al lado de Bellador.
XIX
El caballero de plata, acompañado de sus fieles Ninfo, Bato y Perla, llegó al fin al castillo de Morgana. El camino, desde que salieran de la aldea de los niños salvajes, no fue fácil, y el grupo dio todo tipo de vueltas y rodeos, evitando a los merodeadores sospechosos y a los incontables bandoleros que eran el azote de los caminantes. Superaron muchas peripecias, pero el sentido común, cada vez más arraigado en el caballero de plata, y una suerte providencial los guiaron, aunque lentamente, hasta el castillo. Ninfo, Bato y Perla, que siempre habían admirado al caballero de plata, eran, cuando llegaron al pie del castillo de Morgana, verdaderos devotos del caballero, y cada uno se había dicho para sí, que si había que dar la vida por el caballero, la entregaría sin dudar un segundo.
Perla era una niña de inusitada belleza. Sus ojos derramaban dulzura y entrega y sus gestos eran de una delicadeza tal que hacían pensar en una altísima cuna. Sin embargo, como contraste, su hablar era desparpajado, populachero, ingenioso y muy dispuesto a la gracia y a la burla. Todo indicaba que la inteligencia de Perla, aún en bruto, iba a ser deslumbrante. El caballero de plata tenía con ella conversaciones profundísimas, que suscitaban los celos de Ninfo y de Bato, aunque finalmente ellos también quedaran rendidos ante el encanto y sabiduría innata de Perla.
Cuando llegaron ante el castillo, miraron bien a su alrededor para encontrar la forma de entrar, pero no había ningún signo de vida, y es que el cuerno de los avisos había sido retirado hacía unos días, por orden expresa de Morgana.
«Que se las arreglen ellos, no tengo por qué dar tantas facilidades», se había dicho Morgana momentos antes de mandar retirar el cuerno de los avisos. «No tengo por qué estar pendiente de las visitas.»
Y dio instrucciones a los soldados que ocupaban las torres vigías de no hacer ninguna señal, a no ser que, por la vía y el modo que fueren, las visitas lograran introducirse en el recinto del castillo.
El grupo del caballero de plata dio, por tanto, muchas vueltas alrededor del castillo, por ver si se distinguía a algún ser humano en su interior al que preguntar la manera de entrar, pero al fin todos se dieron por vencidos. Llegaron, entonces, a dudar si aquel sería verdaderamente el castillo de La Beale Regard, por mucho que habían seguido todas las indicaciones pertinentes y no había en los contornos, de eso estaban seguros, otro castillo de tal magnificencia. Pero el castillo cerrado a cal y canto que tenían ante los ojos, se dijeron al fin, correspondía una por una a las características que, según se hablan informado, eran propias de La Beale Regard. A no ser, dijo Bato, que les hubieran engañado, pero en seguida desecharon esta posibilidad, porque no podía ser que gente tan diversa y desconocida entre sí como la que se habían ido encontrando por el camino se hubiera puesto de acuerdo para urdir el engaño.
No tenían más remedio que admitir que, aunque ya habían llegado al castillo de La Beale Regard, parecía imposible entrar en él. Por lo demás, aunque no se divisaba en las fachadas externas ni en el cerco de las murallas signo alguno de vida, sentían con toda claridad que el castillo estaba habitado. El castillo latía, y el humo blanquecino que se elevaba hacia el cielo por tres supuestas chimeneas, tres columnas de humo cuyo punto de partida no podían ver, pero que debía de estar en uno de los patios del castillo, era el testimonio fehaciente de esa alma. Muy habitado, concluyeron, porque tres columnas de humo no eran ninguna tontería.