Una por una habían llegado a los oídos de Merlín, y a los suyos propios, los de Nimué, noticias de los caballeros encargados del rescate de las doncellas cautivas. Eran ahora dos las que aún eran retenidas en las mazmorras, Bellador y Alisa. Se sabía que el caballero violeta, quien había tomado sobre sí la demanda de Alisa, se había enredado en innumerables batallas, pero era un caballero valeroso y lleno de recursos y estaba ya muy cerca del castillo. Pero del caballero irisado, el responsable del rescate de Bellador, hacía mucho tiempo que no se sabía nada. Su pista se había perdido en seguida, nada más abandonar Camelot, por lo que parecía muy probable que hubiera sido víctima de una desgracia sin remedio. O se había extraviado para siempre, o Morgana lo había encantado, también para siempre, o había muerto, ya en una batalla contra un caballero enemigo o contra uno de los muchos monstruos que guardaban castillos y reinos, ya se hubiera resbalado y caído al fondo de un barranco o de un foso, donde habría sido pasto de los cuervos. Morir era más fácil que vivir, y ya era raro que, por lo que se sabía hasta el momento -puesto que las noticias sobre el caballero violeta eran bastante recientes-, seis de los siete caballeros que habían salido vencedores en el torneo que para la liberación de las doncellas había convocado el rey Arturo estuviesen vivos y que cinco de ellos hubieran cumplido su objetivo. Respecto al caballero irisado, Nimué ya no tenía ninguna duda, había muerto.
Había que liberar cuanto antes a Bellador, la doncella del gran sufrimiento, sin dar más plazos al caballero irisado, se dijo, en conclusión, Nimué, asombrándose de no haber llegado antes a esta evidencia. Y si era así, lo mejor era hablar con Estragón, el enano enamorado de Bellador.
Pobre Bellador. No en vano se la conocía bajo el sobrenombre de doncella del gran sufrimiento, se dijo Nimué; sin duda se había quedado sin caballero que la rescatara.
Tomada esta resolución, Nimué se adentró en la boca del pasadizo que llevaba hasta el mismo aposento de Estragón. Allí se encontró al enano, dormido, pero con un ojo abierto, porque estaba muy acostumbrado a vigilar y su sueño no podía ya ser profundo.
– No sé por qué, pero no me extraña nada volverte a ver, joven escudero del caballero dorado -dijo, nada más ver a Nimué-. Ahora ya te reconozco del todo, porque cuando te vi, hace un rato, a la salida del hoyo, aunque tu rostro me resultó muy familiar, no sabía bien quién eras. ¿Qué haces disfrazado de mendiga? Estas ropas no se ajustan nada bien a tu naturaleza, ya me dirás por qué un guapo mozo como tú va por el mundo con ese disfraz y, sobre todo, por qué has dejado al pobre caballero dorado, a quien le eras tan necesario, y has vuelto al castillo de Morgana, donde nada se te ha perdido, que yo sepa.
– No soy ningún escudero, Estragón -repuso Nimué, despojándose del manto raído que la cubría- ni joven alguno, sino que soy Nimué, discípula del sabio Merlín. Vine la otra vez acompañando al caballero dorado para ayudarlo en la liberación de su doncella y ahora quiero ayudarte a ti, Estragón, porque conozco tus buenas intenciones y tu gran inclinación por Bellador. No se han tenido noticias del caballero irisado, el encargado del rescate de esta doncella, y a estas alturas ya podemos darlo por muerto, de forma que, como Merlín me ha enseñado la manera de disimular mi apariencia, estoy dispuesta a hacerme pasar por el caballero irisado y pedir a Morgana el rescate de Bellador, pues me han dicho que ahora Morgana se contenta con que el caballero pida de palabra el rescate.
– Estás muy bien informada, Nimué -dijo, asombrado, Estragón-, aunque si se considera que eres discípula de Merlín el mago, no resulta raro que sepas tanto. Merlín ha tenido mucho que ver en estos rescates y siento una enorme gratitud hacia él, porque el sufrimiento de estas doncellas me ha conmovido mucho. Es verdad que amo a Bellador y me parece muy bien tu plan, por lo que, pídeme lo que quieras, Nimué, que desde ahora te prometo el cumplimiento más acabado de tu voluntad y un agradecimiento eterno.
»La verdad es que no se me había ocurrido que el caballero irisado podía haber muerto -siguió luego-. A veces pasa que la mente se embota. Tu presencia aquí, por no decir tu aparición, no puede ser más providencial, Nimué. Dime todo lo que necesitas para el disfraz, que te lo procuraré con la mayor rapidez.»
Entre los dos imaginaron cómo habría debido de ser la apariencia del caballero irisado, cuya armadura estaba hecha de un metal rarísimo que reflejaba muchas luces a la vez y reproducía muchos colores. Tras algunas pruebas y experimentos, Nimué dio con un metal de estas características y Estragón se encargó de que hicieran con él, con gran diligencia y destreza, una hermosa armadura. Cubierta con ella, Nimué no podía sino ser el caballero irisado, y los dos se sintieron muy satisfechos de su obra.
Dijo entonces Estragón:
– Voy a decirle a Morgana que el caballero irisado ha llegado al castillo.
– No -respondió Nimué-. Deja eso de mi mano. Indícame tan sólo el modo de llegar a sus aposentos, porque estoy muy interesada en su reacción y me gustaría ver a Morgana a solas.
Estragón condujo entonces con mucho sigilo a Nimué hasta la puerta del aposento principal de Morgana y allí se despidió de ella, quedándose, no obstante, muy cerca, para no perderse el desarrollo de la escena.
XXI
Estaba Morgana inclinada sobre el escritorio, poniendo orden en unos pergaminos y haciendo algunas anotaciones, porque era muy dada a fijar en frases sus pensamientos para luego rememorarlos y compararlos con los nuevos, cuando escuchó unos golpes en la puerta, que le parecieron demasiado suaves para ser los de Estragón.
– Pasa -dijo, de todos modos, sin darle más vueltas, porque ya estaba cansada de aquel difícil ejercicio.
Volvió la cabeza y cuál no sería su sorpresa al ver al caballero irisado en la puerta misma de su habitación, avanzando en seguida hasta ella y cayendo luego a sus pies, todo tan rápido, que no tuvo tiempo de decir palabra. El hecho era insólito, pero a Morgana le horrorizaba la monotonía, y la audacia del caballero que tenía a sus pies le dio muchos ánimos.
– ¡Ponte en pie, caballero irisado, y muéstrame el rostro! -dijo, enérgica, Morgana-. Tendrás que explicarme muy bien este atrevimiento.
El caballero irisado, entonces, se enderezó y se despojó del yelmo, dejando al descubierto un rostro bellísimo enmarcado por una abundante y brillantísima mata de pelo cuyas tonalidades también tenían, del mismo modo que toda la armadura, reflejos iridiscentes.
– Hermoso rostro tienes, caballero -dijo Morgana-. Algo me dice que no es la primera vez que lo veo, aunque, de haber sido así, me extrañaría que lo hubiera olvidado. Pero ahora aclárame cómo has llegado hasta mi habitación.
– He entrado al castillo por la puerta principal -repuso el caballero irisado-, he dejado mi caballo en el abrevadero del patío, he atravesado luego la puerta más grande que encontré después de recorrer la galería del patio, subí las escaleras, recorrí el pasillo y llamé a esta puerta, que también me pareció la más principal. Como verás, señora -terminó, inclinando graciosamente la cabeza, lo que conmovió a Morgana-, ha sido de lo más sencillo.
– Ya lo veo -dijo Morgana, pensativa-. Y, ¿no encontraste a tu paso a ningún guardián, a nadie que te preguntara adonde te dirigías?
– En absoluto -respondió muy serio el caballero irisado-. Tanto es así, que he llegado a pensar que el castillo estaba vacío, y me extrañaba, porque el olor indicaba que sí había gente. Un castillo abandonado no huele a comida y a terciopelo, sino a hierba húmeda y cenizas.