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Y Kay, sin decir palabra, asintió, e inmediatamente se preparó y salió en busca de Lanzarote del Lago.

La verdad era que Lanzarote del Lago ya estaba en camino.

La pastora Galinda y Marcolina habían recorrido todo el reino, preguntando aquí y allá, y al fin habían hallado a Lanzarote del Lago en un paraje inhóspito, entregado a una vida ascética, delgadísimo, envejecido, casi perdido el juicio.

– Ya ves el destino de estos pobres caballeros enamorados de damas principales y comprometidas -dijo Galinda a Marcolina-. Así como está ahora Lanzarote del Lago, cuentan que estuvo Tristán, que enloqueció por la bella Isolda. Tendremos que andarnos con mucho tiento y prodigarle los cuidados más exquisitos, porque tal como está no podemos llevarlo a la corte.

Pero si había alguien en todo el ancho mundo capaz de hacer ese milagro, ese alguien eran precisamente la sabia pastora Galinda y la inocente y alegre novicia Marcolina, y así, muy poco a poco, consiguieron, con infinita paciencia y dulzura, que Lanzarote del Lago recobrara el juicio y el deseo de vivir.

Le hablaron entonces de Ginebra y de la postración en que se encontraba y en seguida Lanzarote del Lago ya no quiso otra cosa que verla y ponerse a sus pies y, callado y dolorido, pero con expresión firme y determinada, iba el caballero entre las hermosísimas doncellas que lo habían cuidado con tanto esmero y que aún estaban pendientes de él, pues las dos se sentían enamoradas y eran felices sólo por ir a su lado.

Con este extraño grupo de a pie se encontró Kay, el senescal, que recorría a caballo los contornos en busca de noticias que lo llevaran a Lanzarote del Lago. Al principio, Kay no reconoció al caballero, y creyó que el grupo aquel eran artistas que iban a Camelot, sobre todo al ver el gorrión que descansaba sobre el hombro de Marcolina, que parecía un pájaro amaestrado.

– Ando en busca de uno de los mejores caballeros de la Tabla Redonda -dijo, después de saludarles-. Dadme, por favor, todas las noticias que tengáis sobre los caballeros y os recompensaré bien.

La pastora Galinda miró fijamente al senescal y luego respondió:

– Si es a Lanzarote del Lago a quien buscáis, quizá no ande muy lejos, pero os advierto que él ya tiene una misión que cumplir y que nada se interpondrá en su camino.

– No sé quién eres, bella dama -dijo el senescal-, ni por qué me hablas con tanto atrevimiento. Pero pongo a Dios por testigo que no hay asunto más sagrado y necesario que el que tengo que comunicar al caballero que busco.

Entonces Lanzarote del Lago, que no había prestado ninguna atención a aquel diálogo, miró al senescal y lo reconoció.

– Yo soy Lanzarote del Lago -dijo-, del mismo modo que tú eres Kay, el senescal del rey Arturo, y te pido por Dios que me digas cuanto antes el asunto que debes comunicarme.

Kay se quedó muy asombrado de que Lanzarote del Lago, a quien en aquel mismo momento reconoció, anduviera a pie y desarmado, pero no le hizo ninguna pregunta, sino que le puso al tanto del estado de la reina Ginebra, y de cómo el rey Arturo la había sacado de la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia y la había llevado a Camelot y cómo ahora había mandado a buscar a Lanzarote del Lago con las mejores intenciones, lo cual no era necesario jurar.

– No puede venir ningún engaño -dijo Lanzarote del Lago- de la mano derecha del rey, de manera que vayamos, buen Kay, al castillo de Camelot, donde quiero ponerme de inmediato a los pies de mi señora la reina.

Y la pastora Galinda y Marcolina dijeron que también ellas irían a Camelot, pues no querían dejar a Lanzarote del Lago. Así llegaron todos al castillo, y el senescal los condujo hasta la presencia del rey y luego el rey se quedó a solas con Lanzarote del Lago un buen rato, y finalmente, el rey llevó a Lanzarote del Lago a los aposentos de la reina, y, dejándolos solos, se fue.

XXIV

LA SOLEDAD DEL REY Y EL DOLOR DEL CABALLERO

Deambula el rey Arturo por los pasillos del palacio, tiene la cabeza llena de confusión, el corazón angustiado. Quisiera estar muy lejos de allí, y, a la vez, ni siquiera puede salir al jardín. Ya no se acuerda de los torneos gloriosos, de las batallas ganadas, de las fiestas de victoria. Se sienta en el suelo y se recuesta en la pared. El que pase por allí no reconocería al rey y creería que un sirviente está echando la siesta.

Al cabo, sale Lanzarote del Lago de los aposentos de la reina. Gruesas lágrimas se deslizan por su rostro. No mira a su alrededor, no sabe donde está. Va hablando solo.

– Me pides que no me aleje -murmura-, y no sabes que esa pequeña petición es la peor de las torturas para mí. Más me valdría morir que vivir a tu lado sin poder rozarte. Me quieres cerca, pero eso es muy lejos para mí. Pides que me convierta en un muerto. Mátame de una vez, amor. Llévame, muerte.

Eso va diciendo Lanzarote del Lago, ese murmullo llena la galería, y al rey llegan las palabras de dolor del caballero. No le dice nada, no sabría qué decirle, prefiere no darse a conocer, permanecer en el amparo de la penumbra, aunque quisiera no oír esas palabras de dolor, que se le clavan en el corazón como dardos envenenados. Así transcurre el día, rehuyéndose mutuamente el rey y el caballero, evitándose. Se encierran luego cada uno en su habitación, adonde piden que les lleven la comida, que apenas prueban.

Al atardecer, reciben los dos una extraña nueva. La reina se ha levantado y ha preparado una fiesta. Ella misma ha bajado a las cocinas para disponerlo todo y que no falte de nada en el banquete. Dentro de muy poco rato, el necesario para que se bañen y se vistan adecuadamente, los espera en la sala dorada, también llamada sala de los cisnes.

Y el rey y el caballero, cada uno en su habitación, salen de su letargo, reaccionan. En el fondo, sienten curiosidad. Desearían que pasara algo, lo que fuera.

Llega ya la hora de la cena. Lanzarote del Lago entra en la sala con toda puntualidad. Viene radiante, no en vano es el caballero más hermoso y apuesto de los de la Tabla Redonda. Entra luego el rey Arturo, serio y majestuoso, y toman todos asiento, dejando un hueco entre ellos para la reina. Aparece la reina Ginebra, sin vestigio alguno en su rostro de la pasada enfermedad, de sus espantosos sufrimientos. Sonríe, como si su mente sólo estuviera habitada por pensamientos alegres. Habla con voz muy clara y pide que todos coman y beban en abundancia, porque a los postres quiere decirles algo. Todos la obedecen, sobre todo, el rey y el caballero, a quienes ella atiende, solícita, misteriosa.

Al fin, concluye el fastuoso banquete, y la reina habla:

– Os he convocado aquí -dice con voz firme-, amado rey, amables caballeros y consejeros, porque tengo una proposición que haceros. Lo primero de todo, quiero daros las gracias por haberme cuidado durante mi larga enfermedad, que me parece ha concluido. Esta mañana, precisamente cuando cobré conciencia de que la salud había vuelto a mi cuerpo, curando, de paso, las dolencias del alma, supe que aún está presa una de aquellas desdichadas doncellas que la perversa Morgana, movida por los celos terribles de su amor hacia Accalon, confinó en las mazmorras del castillo de La Beale Regard, ese castillo que arrebató a la fuerza a una prima cercana. Dicen que el caballero violeta, que tomó sobre sí la demanda de esa pobre doncella, Alisa, está muy cerca del castillo, pero pasan los días y no llega, y corre el rumor de que Morgana ha enviado al mismo Accalon para matarle. Yo os propongo que vayamos todos a La Beale Regard y hablemos con Morgana para que libere a la doncella por las buenas y, si no lo consiente, que sea por las malas, lo cual dejo en vuestras manos.

Aún habló Ginebra un poco más, y lo explicó todo con tanta elocuencia y tan buenas razones que el rey y el senescal y los caballeros -y Lanzarote del Lago más que ninguno- se quedaron maravillados y acordaron que por la mañana harían los preparativos del viaje y alguno se lamentaba de no haber tenido esa idea por su cuenta.