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De forma que antes del mediodía ya estaba todo preparado y emprendieron, reyes y caballeros y una bien aprovisionada comitiva, el camino hacia La Beale Regard, adonde llegaron al cabo de varias jornadas.

Entre tanto, Morgana es avisada de que su hermano el rey Arturo, la reina Ginebra, Lanzarote y otros caballeros se aproximan al castillo con la intención de procurar como sea la libertad de Alisa, y no sabe qué hacer, porque nunca antes había recibido una visita de tanta categoría y protocolo y se pregunta de qué manera deberá recibirles y tratarles para obtener alguna ventaja de la extraña situación. Renace por unos instantes su antiguo amor, jamás correspondido, por Lanzarote del Lago, pero se propone mantener la cabeza fría. Hay que mover muchos hilos a la vez.

De Accalon hace días que no sabe nada, pero eso en este momento no le importa a Morgana porque Accalon es muy mal consejero. Sube a la torre y manda a sus damas que le vayan trayendo las joyas y ropajes más suntuosos, para estar a la altura de los visitantes. Las damas la halagan. Pero ni un solo momento se detiene la mente de Morgana en sus cavilaciones y al fin decide que el enano Vania, el nuevo ayudante y hombre de confianza de Morgana, una vez que se dio por desaparecido a Estragón, vaya a las mazmorras en busca de Alisa y la lleve luego a una habitación del castillo, porque piensa en vestirla y adornarla antes de que llegue el séquito de Arturo.

Morgana no se molesta en bajar a ver a Alisa, que queda al cuidado de las damas. Entonces, sí, ya piensa en Accalon, y tiene un horrible presentimiento. Vestida y enjoyada como está, busca en sus libros. Revuelve páginas, devora capítulos, ella misma traza en un cuaderno misteriosos dibujos. Al fin, cae rendida, la cabeza sobre uno de los volúmenes polvorientos.

Aún no ha anochecido cuando llega a las puertas del castillo el séquito del rey Arturo. El enano Vania despierta a Morgana y le pide instrucciones. Hace una noche luminosa, tibia, y Morgana le ordena que lleve a sus visitantes al patio central y que les diga que en seguida irá a recibirles.

Vuelve Vania, después de dejar al rey Arturo, a Ginebra, a Lanzarote del Lago y a todos los otros caballeros bien acomodados en sillas que se han sacado al patio, bien cuidados por pajes y damas que les ofrecen de comer y de beber y agua para refrescarse y toallas para secarse. Morgana y Vania se encaminan a la habitación donde Alisa ha sido bañada, perfumada y vestida, y aguarda, ignorante, ausente, su destino.

Morgana prepara su entrada en el patio, se hace rodear de sus fieles guardianes que sostienen grandes antorchas, y aparece de forma tan espectacular que todos enmudecen. Detrás de ella, bella y pálida y ricamente ataviada, viene Alisa, que mira a su alrededor de forma tan extraña que no tardan todos en comprender que es ella, la doncella que habla con el viento, y se sienten conmovidos y asombrados de verla vestida con tanto lujo.

Morgana da la bienvenida a sus huéspedes, les dice que ya tiene listas sus habitaciones, les anuncia una copiosa cena que se servirá a continuación en la sala de los banquetes. Finalmente, les presenta a Alisa, a quien toma de la mano como si fuera su amiga más íntima y preciada.

Y así están, todos mirando y saludando a Alisa a la luz de las antorchas, cuando se produce un gran revuelo. Se oyen ruidos de voces, de girar de ruedas, de armaduras que chocan. Empujones, gritos. Unos hombres traen una camilla con un caballero herido. De todo su cuerpo mana sangre abundante. Tiene los ojos entreabiertos. Es Accalon.

Cae Morgana junto a él, le pide la última mirada, porque ya no puede hablar.

Los hombres que le han traído hablan a la vez. Dan noticias de un duelo, dicen que jamás se ha visto tanta crueldad y saña ni tanta resistencia. Creen que el otro caballero ha sido muerto, no lo pueden jurar, porque los suyos se lo llevaron en seguida, tal como ellos hicieron con Accalon.

La bella y ausente Alisa lo mira todo desde lejos, aunque es el origen de toda esa acción. Sus ojos se cruzan con los de Accalon y al fin lo reconoce. Se hinca de rodillas y sonríe con el rostro cubierto de lágrimas. Rompe a hablar, aunque nadie la entiende. «Está hablando con el viento», dice alguien. Alisa no se mueve, no intenta tocar a Accalon.

Todos se retiran. Accalon tiene toda la apariencia de un muerto, pero Morgana prepara ungüentos y pócimas y lo vela durante toda la noche. Nadie repara en Alisa, que duerme sobre las losas del patio, las losas sobre las que se posó la camilla de Accalon.

XXV

EL RESCATE DE LA DONCELLA QUE HABLABA CON EL VIENTO

Llegó por fin el caballero violeta a las puertas del castillo de Morgana. Muchas eran las heridas que se abrían en su cuerpo y abundante la sangre que manaba de ellas. Pero el caballero violeta, que era uno de los más valerosos de todos los tiempos, a pesar del dolor y la fatiga que asomaban a sus ojos, quiso reclamar en seguida la atención del guardián del castillo porque estaba ansioso de rescatar a su dama, más aún cuando sabía que era la última que quedaba en las mazmorras de La Beale Regard.

Sopló con todas sus fuerzas en el cuerno de los avisos, que había vuelto a su lugar, por orden de Morgana, y entre soplo y soplo daba grandes voces.

Acudieron a reunirse con él todos los que le habían estado aguardando, que ya eran muchos, porque el rumor se había extendido y multitud de curiosos de todas clases habían acampado junto a las tiendas de Bellador, Estragón y Nimué. Se quedaron casi mudos de horror al ver las heridas del caballero y la sangre que lo cubría de la cabeza a los pies. Le dijo Bellador:

– Bienvenido seas, valeroso caballero violeta. Alisa, tu dama, bien pronto te agradecerá tus esfuerzos, aunque los merece todos, caballero, porque está llena de virtudes; yo soy su mejor amiga y he estado presa con ella hasta hace muy poco y la conozco bien y la quiero más de lo que puedes suponer. Pero no sé si debes entrar en el castillo de Morgana con tanta temeridad y con todas estas heridas abiertas que proclaman tu lucha reciente con Accalon, que seguramente ha muerto ya, porque llegó aún más herido que tú. Quizá fuera más prudente que dejaras que te las curásemos, no se te vaya a ir la vida por ellas a ti también o que Morgana, al mirarlas, se llene de ira y te mande matar.

El caballero violeta miró a Bellador con gran atención y le dijo luego:

– Tú debes de ser Bellador, hermosa doncella. A mis oídos ha llegado la admirable amistad que te une con Alisa y no me extraña nada porque pareces muy discreta, pero el momento de la prudencia ha pasado y quiero entrar en el castillo ahora mismo y no demorar ni un segundo más el rescate de mi pobre Alisa, a quien escogí porque su locura me conmovió y estoy además convencido de poderla curar.

En aquel momento, se abrió la puerta del castillo y entró el caballero violeta, seguido de Nimué, pero no de Bellador ni de Estragón, que se quedaron fuera, porque Estragón temía ser reconocido por Morgana y le pidió a Bellador que lo acompañara en la espera. Nimué llevaba disfraz de aguadora.

Al atravesar el patio, vieron a Alisa, que estaba desvanecida en un rincón, medio oculta por unas carrozas. Se acercaron a ella y Nimué le desabrochó el corsé, para que el aire entrara en los pulmones de la doncella. Dijo el caballero:

– Voy a poner a salvo a Alisa lo primero de todo y luego volveré a vérmelas con Morgana, porque si quiere vengar la muerte de Accalon, está en su derecho.

Entonces llegó al patio el enano Vania, enviado por Morgana, y dijo al caballero:

– Deja a esta desdichada doncella al cuidado de la aguadora y ven cuanto antes a ver a Morgana, que te aguarda.

Quedó así Alisa al cuidado de Nimué, y el caballero violeta, todo ensangrentado como estaba, siguió al enano.

Mientras Accalon se debatía entre la vida y la muerte, Morgana pensaba. El rey Arturo, su hermano, estaba en su castillo, y no sólo él, sino Ginebra, la reina, y Lanzarote del Lago, a quien tanto y tan infructuosamente había amado, y otros famosos caballeros. No era el momento de la venganza sino el de mostrar magnanimidad. Morgana sabía muy bien el papel que debía representar.