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Echaba de menos a Merlín. Unos decían que Nimué lo tenía preso en una gruta secreta, más allá de las Marcas del Sur, y otros que vivía en una cárcel de aire. Muchas veces el rey Arturo hablaba a solas, en susurros, dirigiéndose a Merlín como si lo tuviera delante y sólo fuera visible para él. A Merlín le comunicó su decisión de fundar la orden de la Rosa de Plata. Y vio cómo Merlín asentía.

– No sé si sabes que Lanzarote -le dijo una vez el rey Arturo a Merlín- se ha hecho ermitaño, pero sus enamoradas, la pastora Galinda y la novicia Marcolina, no le han abandonado sino que se han instalado muy cerca de él y están al tanto de sus necesidades y hasta parece que de vez en cuando se entretienen los tres en amenos coloquios. Sospecho, Merlín, que Ginebra va también algunas veces a visitar a Lanzarote, porque se ausenta del castillo sin darme ninguna excusa, incapaz de mentir. Y yo tampoco le pregunto nada porque sé que ahora su amistad con Lanzarote es casi mística, ya que él se ha convertido en una especie de santo. ¿Qué mal puede haber en esas conversaciones? Todo lo contrario, porque Ginebra regresa más animosa y serena, más solícita con todos, como si se hubiera contagiado de la paz que dicen irradia Lanzarote.

– A lo mejor yo soy tu cárcel de aire, Merlín -se le ocurrió una vez al rey Arturo-, porque no es posible que te vea con tanta claridad.

Eso sucedía algunas veces; otras, el rey Arturo se pasaba largas temporadas sin ver a Merlín.

– Hemos vencido a Morgana -decía el rey-, todo ha concluido.

¿Todo ha concluido? ¿Cuándo concluye una historia? Uno puede cambiar el lugar y el tiempo de una historia, puede cambiar los personajes, puede dar a la historia un nombre nuevo que borre el anterior. Así, los laboriosos rescates de las siete doncellas desdichadas serían desde ahora recordados como las hazañas de los caballeros de la Rosa de Plata.

Un rey puede hacer eso, aunque algo le diga por dentro que, mientras él declara que todo ha concluido, nada ha concluido, que, aunque nos hagamos la ilusión de ordenarla, de encauzarla, de darle una y otra forma, recortando un pedazo aquí, añadiéndolo allá, manejándola, aparentemente, a nuestro antojo, la vida no se puede manejar ni ordenar ni encauzar, porque cuando unas cosas terminan, empiezan otras.

Soledad Puértolas

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