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– Por mucho que me cueste -dijo el posadero, tras guardarse la moneda de oro en el bolsillo-, mantendré la boca cerrada. No veo bien, no distingo los colores ni las armas, y confundo a pobres diablos con caballeros, pero si me dan una moneda, yo sirvo, sea la moneda de cobre, de plata o de oro, que tampoco lo distingo a simple vista. Suba el caballero o lo que sea las escaleras y acomódese en el primer cuarto con el que se tope, porque no hay otro, y en seguida mandaré yo a una moza con abundancia de comida y bebida, que de todo eso tenemos esta noche.

Así, el caballero verde, ya en su cuarto, se despojó de la pesada armadura y se recostó en el camastro, a la espera de la moza. Al fin llegó la moza, muy arrebolada, con una cesta en la que se acomodaba una cazuela de cocido y una botella de vino. Mientras sacaba estos enseres de la cesta, la moza se puso a llorar a grandes gritos, de manera que el caballero verde le hizo callar y luego le preguntó por qué lloraba de ese modo.

– Soy la joven más desgraciada de los contornos -dijo la moza-. Para mí querría la suerte de ésas que son llamadas doncellas desdichadas, que ellas ya tienen caballeros que las rescaten, pero mi desgracia no le importa a nadie. Te he visto venir y sé que eres el caballero verde, el caballero encargado de liberar a la doncella que no puede verse por fuera, pero antes, te lo suplico, atiende mi súplica, que no te llevará mucho tiempo y para mí será la vida.

El caballero verde le dijo a la moza que haría lo posible por ayudarla, siempre que la empresa no comprometiera su honor y que no le entretuviera mucho rato, pues estaba anhelante de procurar la libertad a su dama.

– Nada de eso ocurrirá, te lo prometo -dijo la moza, enjugándose las lágrimas-. Mira, mi tío, el posadero, me tiene un gran apego, y desde que se enteró de que Felón, el hijo del panadero, andaba detrás de mí, no me deja pisar la calle. Aprovechando que el panadero está enfermo en cama, por lo que, si nota la ausencia de su hijo, no puede avisar a nadie, le tendió una trampa a Felón ayer por la noche cuando el desdichado vino a verme. El caso es que lo tiene encerrado en un cobertizo del bosque y sospecho que, si nadie lo remedia, lo dejará morir, pues allí, por mucho que grite, nadie puede oírle. Sólo tú, que, bien lo sé, eres el caballero de las cinco espadas, te atreverías a salvarle, porque te sobra valentía e ingenio para hacerlo. Estoy segura de que esta empresa es cosa de coser y cantar para ti, y para nosotros es la vida, ni más ni menos.

El caballero verde miró, pensativo, a la moza. La aventura no le parecía propia de caballeros, pero, a la vez, no quería desatender las quejas de la moza, tanto porque le abrumaba toda lágrima de mujer como porque temía que si rehusaba ayudarla, la moza iría con el cuento a los duendes y trasgos que alborotaban en la planta baja de la posada y éstos luego no dejarían de propagar su negativa, adornándola con toda suerte de injurias y calumnias. Mucho admiraban, decían los duendes, las hazañas de los caballeros, pero el caballero verde desconfiaba del entusiasmo de los admiradores y sabía cuan rápidamente el entusiasmo, por un simple gesto, por una minucia, se convierte en rencor, en odio, en deseo de venganza. De repente, tuvo una idea, miró a la moza, que se llamaba Loti, y dijo:

– De buena gana accederé a tus ruegos, Loti, y sacaré del cobertizo del bosque a tu novio, el hijo del panadero, ese que dices que se llama Felón, nombre poco noble, por cierto, si me juras por Dios y Todos los Santos que eres aún doncella, porque yo tomaré sobre mí la aventura no porque seas moza sino por doncella, a ver si me entiendes.

La cara enrojecida y húmeda de lágrimas de Loti se abrió en una sonrisa, y de inmediato se hincó de rodillas, tomó en la mano el borde de la camisa del caballero verde y dijo:

– Lo juro por Dios y Todos los Santos. Soy y seré doncella hasta tanto Felón, con su nombre innoble a cuestas, que eso a mí no me importa, no me despose. Y, de lo contrario, vuelvo a jurar que permaneceré doncella hasta el fin de mis días.

– Muy bien has jurado -dijo el caballero verde-. Y ahora ayúdame a vestirme y llévame cuanto antes a ese cobertizo porque no es bueno demorar la acción que se interpone al cumplimiento de nuestros propósitos.

Poco después, el caballero verde y la moza abandonaron subrepticiamente la posada y en medio de la noche cerrada, una noche sin luna y sin estrellas, se internaron en el bosque. Allí, emboscados, estaban los sicarios de Morgana, quien había ideado todo este asunto de la moza, y se abalanzaron sobre el caballero verde, cogiéndolo desprevenido, y lo llevaron luego al cobertizo, donde fue reducido y encerrado, para que luego Morgana decidiera qué hacer con él.

VII

EL RESCATE DE LA DONCELLA QUE NO SE VEÍA POR FUERA

Estos hechos, provocados por las malas artes del hada Morgana, llegaron a oídos de las doncellas desdichadas y suscitaron en ellas una gran preocupación y zozobra. Por descontado, fue Bellador, la doncella del gran sufrimiento, quien más gritos y lamentaciones profirió. Nada se sabía de la suerte que habían corrido, una vez fuera del castillo de Morgana, la doncella del sueño infinito y el caballero blanco, y los rumores apuntaban a tristes destinos. Bien conocía el hada Morgana el efecto que causa en el ánimo la fortuna de los otros, y se había esforzado por difundir noticias malévolas y alarmantes. Hasta se decía que la pobre Naromí, al ver derrotado al caballero blanco, había caído en un sueño tan profundo que era una forma de muerte, era la muerte, y ya estaban los dos enterrados y ni siquiera descansaban bajo la misma losa, decían unos, porque Morgana era así de vengativa y despiadada y no había querido concederles ese favor póstumo.

El apresamiento del caballero verde caía sobre la supuesta desaparición de Naromí y del caballero blanco, y las doncellas cautivas tuvieron que reconocer, con Bellador, que sus esperanzas no tenían mucho fundamento y que el poder del hada Morgana era superior a la buena voluntad del rey Arturo y a la valentía de todos los caballeros de la Tabla Redonda.

Alicantina, la doncella que no podía verse por fuera, pensó entonces en Merlín, a quien su madre había acudido cuando ella todavía no había visto la luz, y se preguntó de qué manera podría hacerle llegar el anhelo de que la ayudara ahora, porque no se le ocurría nadie más a quien poder recurrir.

– No pienses en Merlín -dijo Alisa, la doncella que hablaba con el viento-. El mago ya no se ocupa de otra cosa que de dar instrucción a su discípula Nimué con el objeto de retenerla a su lado todo el tiempo posible.

Entonces intervino la perfecta y orgullosa Delia, y dijo:

– Yo conozco a esa Nimué. Su madre fue dama de la mía y me parece que toda la familia está en deuda con nosotros. Si consiguiera hacerle llegar a Nimué mi mensaje, estoy segura de que ella o el mismo Merlín nos ayudarían. Creo que debemos valernos de Estragón, que nos mira con muy buenos ojos, sobre todo a Bellador. Le diremos al guardián que nos trae la comida, si es que puede llamarse comida a estos restos de pan duro y mohoso que nos arrojan como si fuésemos perros, que le pase un recado a Estragón. Algo habrá que prometerle a este guardián, aunque de momento no se me ocurre qué.

– De eso puedo ocuparme yo -dijo la cantarina y risueña Bess-. Al guardián le encantan los romances y, como conoce mi capacidad para componerlos, me ha pedido uno para presentarlo a un concurso que se va a celebrar entre todos los sirvientes del castillo y con el que luego obsequiarán a Morgana, porque pronto va a ser su cumpleaños y se preparan grandes fastos. Yo lo iba a componer de todos modos, porque no me cuesta ningún esfuerzo y me distrae muchísimo, pero ahora le pediré, a cambio, que nos traiga cuanto antes a Estragón.

Todas las doncellas celebraron la idea de Bess y se ofrecieron a ayudarla a componer el requerido romance. Y así estaban, muy entretenidas, hilvanando palabras, cuando el encargado de arrojarles los mendrugos de pan apareció tras los gruesos barrotes de la mirilla abierta en la pesada puerta de la mazmorra. Llamó a Bess y le preguntó cuándo estaría listo el romance, y Bess, entre risas, repuso que en cuanto pudiera hablar con Estragón, pues tenía que comprobar un detalle que sólo el enano le podía proporcionar. Se fue el guardián, conforme, y en seguida volvió, acompañado de Estragón, y Bess le pidió al guardián que le abriera la puerta al enano y que él se alejara un poco porque quería que el romance le sorprendiera y no convenía que escuchara la conversación. Estragón entró en la celda, el guardián se alejó, y la hermosa y afligida Bellador, tal y como habían acordado las doncellas desdichadas, pidió al enano que le hiciera saber a Nimué que Delia reclamaba su ayuda y que le recordara a Nimué, si hiciera falta, los favores que la madre de Delia había proporcionado a la familia de Nimué.