La pregunta brutal lo alcanzó de improviso, aunque fue lanzada en un tono apacible.
—Y naturalmente, está enamorado de ella, ¿no?
Morosini la oyó sin pestañear, y se permitió el lujo de sonreír mientras sostenía la mirada del policía.
—Es muy posible —contestó—. Pero reconozca que es difícil no sucumbir ante tanta gracia y belleza. Sobre todo cuando uno es italiano y medio francés.
—También un británico puede sentir esas emociones, a menos que tenga que enfrentarse muy a menudo con los innumerables rostros del crimen... Me imagino que ha venido a verme para decirme que ella no es culpable, que corro el riesgo de ser responsable de un error judicial...
—Supongo que un hombre de su experiencia no mandaría a la cárcel a una mujer de su edad..., tiene veinte años..., y de su alcurnia por puro capricho.
—Gracias por tener tan buena opinión de mí —dijo Warren con un ademán irónico—. En tal caso, ¿qué puedo hacer por usted?
—Concederme el favor de poder visitarla en la cárcel.
Creo conocer bastante bien a su prisionera y es muy posible que acceda a aclararme lo que ocurrió cuando murió su esposo.
—Oh, eso ya lo sabemos. Ella le entregó a sir Eric un papelillo contra la migraña, él echó su contenido en el vaso de whisky, lo bebió y se murió. Si a eso añadimos que un momento antes habían tenido una violenta disputa, y que hacía ya varias semanas que el matrimonio no se llevaba bien...
—Lo que me habría extrañado sería lo contrario, dada la manera en que el matrimonio había empezado. Pero ¿no le parece una insensatez envenenar a alguien delante de tantos testigos? Y le aseguro que lady Ferrals no es ni estúpida ni insensata. Creo que, antes de detenerla, habría sido prudente encontrar a ese criado polaco que, si no me han informado mal, sirvió el whisky con soda antes de desaparecer de un modo tan oportuno.
—Tengo intención de atraparlo, se lo aseguro, aunque no hemos encontrado restos de estricnina ni en la botella ni en el agua.
—Si el muchacho es un poco hábil, pudo habérselas arreglado para echar el veneno en el vaso mientras escanciaba el whisky. No es posible que sea inocente. Además, habría que saber de qué modo presionó a lady Ferrals para introducirse en su casa. No olvide que Ladislas es un nihilista.
Bajo las tupidas cejas, los ojos amarillos del pterodáctilo se hicieron todavía más redondos.
—¿Ladislas? Pero ¿no se llama Stanislas Rasocki?
—Ignoro su apellido, pero su nombre de pila es Ladislas.
—Está empezando a interesarme, príncipe. Cuénteme algo más y quizá le conceda la entrevista.
Morosini le relató lo que sabía de las pasadas relaciones entre Anielka y su antiguo pretendiente. Warren, que había vuelto a sentarse a su mesa de despacho, lo escuchó dando golpecitos con la pluma estilográfica sobre un expediente.
—Eso explica por qué ella lloraba tanto y se negaba a inculparle —comentó—. En tal caso, se la podría acusar de ser cómplice o incluso instigadora, lo que seguiría siendo muy grave. Y de todas formas ha sido detenida por «haber envenenado o hecho envenenar» a su marido.
—Espero que sus siguientes investigaciones le demuestren que lady Ferrals es inocente. Pero ¿por qué motivo su abogado, durante la vista preliminar, no obtuvo para ella la libertad condicional?
—En eso confieso que no tuvo suerte. La defendió un novato presumido que sólo se preocupaba de su peluca y de los pliegues de su toga. El mismo cerró tras ella las puertas de Brixton.
—Sin embargo, un hombre de la importancia de sir Eric sin duda dispondría de los servicios de un primer espada del Derecho, ¿no?
—En efecto, pero sir Geoffrey Harden, que es el primer espada en cuestión, está cazando tigres con el marajá de Patiala, de modo que echaron mano de su pasante, que en mi opinión tiene más relaciones influyentes que talento. Cuando vea a lady Ferrals, aconséjele que tome a otro abogado defensor. Con el que tiene, a la pobre la aguarda la horca.
—¿Cuando vea a lady Ferrals? ¿Eso significa que me permite...?
—Sí, mañana mismo podrá ir a visitarla a la cárcel. Esta nota es un salvoconducto —añadió Warren al tiempo que le tendía un papel en el que había escrito unas palabras—. Espero que si averigua algo importante, o incluso aunque sea de poca monta, tenga la amabilidad de venir a decírmelo
—Se lo prometo. Lo único que deseo es sacarla de ahí porque estoy convencido de su inocencia. Y hablando de eso, ¿puedo pedirle un consejo?
—Adelante.
—En ausencia de sir Geoffrey Harden, ¿a quién confiaría usted la defensa de un ser... querido?
Por primera vez, Morosini oyó reír al pterodáctilo. Fue una risa franca y sonora que lo hacía casi simpático.
—No estoy seguro —dijo éste— de que se ajuste a mi papel facilitarle un adversario duro de pelar frente al fiscal de la Corona, pero creo que me dirigiría a sir Desmond Saint Albans. Es astuto como un zorro y avieso como una víbora, pero conoce al dedillo las leyes y la jurisprudencia, y sus aceradas diatribas suelen hacer más mella en el jurado que las más hermosas parrafadas de lirismo. Nadie como él para aterrorizar a los jurados. Le advierto que es muy caro, sin duda porque es muy rico, pero supongo que la viuda de sir Eric tiene medios más que suficientes para satisfacer sus honorarios. Justamente el novato presumido consiguió la hazaña de enviarla a prisión al declarar en su alegato que su clienta estaba dispuesta a abonar cualquier fianza, por alto que fuera su importe. De ese modo el juez quedó convencido de que huiría en el primer barco.
—Conozco un poco a sir Desmond —suspiró Morosini, que al oír ese nombre había sentido un pequeño y desagradable sobresalto—. Hace poco asistí al entierro de su tío, el conde de Killrenan. Sir Desmond heredará el título...
—Y la fortuna, cosa que debe colmarle de alegría.
Como todos los coleccionistas, necesita mucho dinero... Por cierto, hablando de colecciones, a usted yo lo había visto antes. ¿No estaba hace un rato delante de la joyería de ese desdichado Harrison?
Aldo se dijo que desde luego ese hombre poseía una vista de lince, pero que en el fondo no sería peligroso contestar a su pregunta, pues, aunque en ella se traslucía un deje de sospecha, sin duda era debido a la deformación profesional.
—Jamás hubiera creído que fuera tan conspicuo —le comentó con una sonrisa—. Efectivamente, me dirigía al establecimiento de míster Harrison junto con un amigo, un arqueólogo francés que se interesa casi tanto como yo por las piedras antiguas. Y como da la casualidad de que soy un experto en este tema, queríamos examinar el famoso diamante antes de que fuera expuesto en la sala de subastas. Por desgracia, cuando llegamos allí el crimen ya había tenido lugar, y no se nos ocurrió nada mejor que unirnos a los mirones para tratar de enterarnos de más detalles. No le negaré que ardo en deseos de hacerle, a mi vez, una o dos preguntas.
—¿Tiene intención de asistir a la subasta?
—Por descontado..., y quizá me decida a pujar.
—¡Demonios! —exclamó el otro con una risa algo sarcástica—. Debe de ser usted muy rico.
—Digamos que lo soy en un grado razonable. Pero tengo varios clientes adinerados que pagarían sumas considerables a cambio de una pieza de tanta importancia.
—Puesto que está usted en el ajo, no ignorará que algunos sostienen que se trata de una copia. La avalancha de cartas que han recibido los periódicos...
—Precisamente por eso quería examinarla con mis propios ojos —dijo Morosini—. Por pura curiosidad, claro, porque ya tenía formada mi opinión basándome en la reputación de míster Harrison. Un joyero de su talla no se dejaría engañar por una burda falsificación —añadió con aire virtuoso.
Le producía un placer perverso proclamar la autenticidad de una piedra preciosa cuando sabía perfectamente que era falsa. Por su parte, el superintendente pareció descubrir los encantos de un gran clasificador verde oscuro, que empezó a acariciar mientras le dirigía a Aldo una sonrisa afectuosa.