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—No lo dudo ni por un momento —manifestó con una voz repentinamente llena de dulzura—. Los asesinos tampoco lo dudaban. En lo que a mí se refiere, tengo la esperanza de ponerles la mano encima en un plazo lo bastante corto para que la subasta pueda realizarse. Son orientales y conocemos a un gran número de ellos. Ya he dado instrucciones: ninguna persona de raza amarilla podrá salir del país hasta nueva orden.

—¡Es usted muy expeditivo!

—¿Por qué no, si dispongo de los medios necesarios para serlo? El propio soberano desea que el asunto se resuelva pronto, ya que se trata de una alhaja que en el siglo XV pertenecía a la Corona.

—Le deseo que tenga éxito, pero ¿no querrá usted decirme cómo ocurrió el crimen? ¿Esos hombres emplearon la violencia para entrar?

Gordon Warren se decidió por fin a abandonar el clasificador después de darle unos estimulantes golpecitos.

—Ha sido un desdichado cúmulo de circunstancias —dijo con un suspiro—. Harrison debía recibir la visita de la anciana lady Buckingham, que le había pedido ver a solas esa gema que antaño había pertenecido a su antepasado, el célebre y fastuoso duque de Buckingham cuyo amor por una reina de Francia nos habría costado una guerra adicional de no haber sido por la puñalada que le asestó Felton. Es una dama de edad provecta que vive recluida en su residencia, sin recibir jamás a nadie y cuidada por unos criados casi tan viejos como ella. A Harrison le resultaba imposible no acceder a su petición, de modo que le dijo que la recibiría con mucho gusto. Pero, mientras ella estaba admirando el diamante, han irrumpido en el despacho del joyero dos individuos armados y enmascarados que, después de echar fuera a la señora, han asesinado a Harrison y escapado con el botín.

—¿Cree de veras que eso ha sucedido debido a un cúmulo de circunstancias?

Esta vez los ojos del superintendente se abrieron como platos.

—¿No irá usted a sospechar que lady Buckingham es cómplice de esa gente? Naturalmente, he mandado a Pointer a su casa para que le tomara declaración, pero la dama había tenido que acostarse y se encontraba en tal estado que habría sido cruel arrancarle una sola palabra. En su lugar ha hablado su doncella, que además estaba con ella en la joyería de Harrison. Ahora, príncipe, me temo que no puedo dedicarle más tiempo. Ya se imaginará que la investigación de dos casos tan importantes me exige mucho trabajo. Pero me agradaría volver a verlo... siempre que tenga alguna información que darme.

—Lo espero de todo corazón. Muchas gracias por haberme recibido.

Al abandonar Scotland Yard, Morosini no tenía muy claro lo que iba a hacer a continuación. No le apetecía mucho volver al hotel, pues seguramente Adalbert todavía no habría regresado. De pronto, le entraron ganas de ir a curiosear el ambiente que se respiraba en las proximidades de la mansión del crimen. Paró un taxi y se hizo conducir a Grosvenor Square.

—¿A qué número? —inquirió el chófer.

—No lo sé, pero tal vez usted conozca la residencia de sir Eric Ferrals.

—Desde luego. En cuanto se comete un crimen, la casa más anónima se vuelve famosa.

Situada en el centro del muy distinguido barrio de Mayfair, Grosvenor Square estaba rodeada de varias embajadas y residencias aristocráticas construidas casi todas en estilo georgiano. Habían sido edificadas durante el siglo XIX en ese lugar cercano al palacio de Buckingham por los nobles que estaban al servicio del rey.

—Ahí está —dijo el chófer señalando uno de los caserones más imponentes, delante del cual otro taxi acababa de detenerse—. ¿Quiere usted apearse o prefiere esperar a que ése vaya?

—Prefiero esperar.

En efecto, un hombre con atuendo de viaje salió del vehículo con tanto ímpetu que fue a aterrizar casi sobre los pies de uno de los dos policías encargados de vigilar la mansión y que, con las manos a la espalda, recorría la acera con paso firme y lento. Aldo reconoció de inmediato al conde Solmanski, recién llegado de Estados Unidos. Lo vio parlamentar un momento con los agentes, mostrarles algo que debía de ser un pasaporte y subir por fin los escalones que llevaban al porche sostenido por columnas. Poco después le abrieron la puerta de la casa, pero, como su taxi permanecía junto al bordillo, Morosini dedujo que el padre de Anielka sólo había ido de visita y no pensaba quedarse. Dadas las circunstancias, hubiera sido poco delicado por parte de un pariente de la supuesta asesina instalarse en casa del asesinado.

Adelantándose a la pregunta del taxista, Morosini declaró que aguardaría pacientemente. Al cabo de unos buenos diez minutos, Solmanski salió de estampía. Su observador notó que estaba muy colorado y hacía grandes esfuerzos por recuperar la calma. Sin duda, allí dentro acababa de montar en cólera. Se quedó un momento plantado en lo alto de los escalones hasta que su respiración hubo recobrado el ritmo normal, y entonces se colocó el monóculo en la órbita del ojo, se afianzó el sombrero en la cabeza y se metió en el taxi. Este arrancó en seguida.

—¡Siga a ese coche! —ordenó Morosini.

La persecución fue muy corta. Justo el tiempo de rodear Grosvenor Square y de enfilar Brook Street, donde por fin el taxi de Solmanski se detuvo ante el hotel Claridge.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el chófer de Morosini.

Aldo vaciló. Tenía ganas de apearse, de seguir al conde para cerciorarse de que iba a alojarse en ese palacio, pero no fue necesario, pues unos mozos transportaban ya al hotel el equipaje del padre de Anielka. Era evidente que ese peligroso personaje no se movería hasta que su hija dejara de estar encausada o hubiera sido juzgada.

Era realmente peligroso ese ruso ataviado con los despojos de un noble polaco que él se había encargado de enviar al extremo de Siberia. Simon Aronov se lo había advertido muy francamente a Morosini cuando, en el cementerio de San Michele de Venecia, le había revelado la verdad sobre su mortal adversario. Enemigo declarado de los hijos de Israel, Fiodor Ortchakov, el sádico verdugo del pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882, trataba por todos los medios de recuperar las piedras del pectoral y el propio aderezo, movido tanto por su amor al dinero como por su odio hacia Simon Aronov, el hombre que osaba encabezar la lucha contra el ruso y sus inquietantes amigos, a los que el Cojo se refería con el nombre de la Orden negra.

Hasta el momento, el falso Solmanski ignoraba el papel que había desempeñado Morosini en la búsqueda de las joyas desaparecidas. Lo veía simplemente como el último propietario del zafiro, que corría en pos del tesoro familiar que había perdido. Un especialista en alhajas antiguas, desde luego, pero que no era de temer, sobre todo porque el amor que sentía por su preciosa hija lo tenía paralizado. Sin embargo, Aronov había hablado muy en serio: si Aldo siguiera interponiéndose entre Solmanski y las gemas que faltaban, éste no vacilaría en rodear su nombre con un círculo rojo en la lista de los que convenía eliminar.

Esta perspectiva no preocupaba en absoluto al príncipe anticuario. El peligro nunca le había hecho retroceder, y además tenía la certeza de que aquel aventurero había propiciado, o quizás ejecutado, el asesinato de su madre, la princesa Isabelle. Y como no le gustaban las maniobras bajo cuerda, opinaba que cuanto antes se rompieran las hostilidades mejor.

En el ínterin, la situación del conde Solmanski permitía a Morosini actuar como simple observador, y eso no estaba mal. Hubiera sido inútil ir a pavonearse ante un enemigo más o menos aturdido por el asesinato de su yerno.

Por consiguiente, mientras el conde procedía a instalarse en el Claridge, Aldo encendió un cigarrillo y se hizo llevar al Ritz.

3. La verdad de cada cual

Construida en 1820, la cárcel de Brixton no era en verdad una penitenciaría. Se utilizaba sobre todo para los presos preventivos que aguardaban a ser juzgados, pero no por eso resultaba un lugar agradable. Sus piedras seculares rezumaban tristeza y humedad. Cuando hubo llevado a cabo los trámites necesarios para entrar en el establecimiento, Morosini se encontró sumergido en una atmósfera opresiva hasta que le hicieron pasar a una especie de armario acristalado que era la sala de visitas, donde se limitó a esperar.