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Cuando apareció lady Ferrals, escoltada por una mujer que sólo se diferenciaba de un gendarme porque vestía falda y no llevaba bigote, al príncipe le dio un vuelco el corazón. Anielka, rodeada de ese ambiente grisáceo y vestida de un luto riguroso que hacía resaltar aún más sus rubios cabellos, estaba más hermosa que nunca..., pero no era la Anielka de antes.

Eso era debido a que no parecía estar viva. La palidez de su cara y el tono dorado de sus ojos y su pelo la asemejaban a una de esas estatuillas de oro y marfil a las que el escultor Chiparus debía su fama. Se la veía tan hierática y fría como ellas.

Al reconocer a su visitante, su mirada no se iluminó.

Fue a sentarse al otro lado de la mesa, mientras que su guardiana se quedaba detrás de la cristalera. Aldo la saludó con una inclinación, pero ella permaneció impasible.

—¿Eres tú? —dijo solamente—. ¿Qué has venido a hacer aquí? —añadió en un tono que indicaba que Aldo no era bien recibido.

—He venido para saber si puedo serte útil.

—No me has entendido bien. Lo que quería decir es a qué se debe que estés en Londres.

—Aunque antes de salir de Venecia me enteré de la trágica muerte de tu esposo, no es ésta la razón de mi viaje. He ido a Escocia para asistir al funeral de un viejo amigo, y estando en Inverness leí en un periódico que...

—Que he matado a Eric. ¡No tengas miedo de las palabras! A mí me dejan indiferente.

Anielka le señaló la silla colocada frente a ella y Aldo se sentó.

—No les tengo miedo a las palabras, sino a su significado, que no puedo creer. ¿Tú, una asesina? Eso no hay quien se lo crea.

—¿Por qué no? —repuso ella con una sonrisita desdeñosa—. Ya sabes que no lo quería, que incluso lo detestaba. A su lado los días estaban llenos de lujos, pero las noches estaban formadas por repugnantes tinieblas.

—Pero no tanto como para llegar a matarlo. Sobre todo de ese modo tan estúpido y evidente. Con un papelillo de polvos antimigraña que le diste delante de testigos para que lo disolviera en un vaso de whisky, ¡y encima después de una pelea! Eres demasiado inteligente para hacer eso. Como te conozco, no me resulta difícil imaginarte disparando a Eric Ferrals con un revólver, pero nunca entregándole un medicamento que le provocara una muerte fulminante. Realmente, eso no cuadra contigo.

—¿Por qué no? En Italia, tu país, no es raro que un invitado sea asesinado mediante una bebida que alguien le ofrece con una sonrisa.

—Esa costumbre se perdió hace mucho tiempo, y tú no eres una Borgia. Desde que te detuvieron, no has cesado de proclamar tu inocencia.

—Inútilmente, querido príncipe. Hasta el punto de que empiezo a cansarme de repetirlo. Me replican, no sin razón, que la estricnina no llegó por arte de magia al vaso, ya que no estaba ni en el whisky ni en el agua. No obstante, aunque analizaron los demás papelillos que yo tenía en mi habitación...

—Solamente el de sir Eric contenía estricnina, ¿no es así? En tal caso, ¿por qué no analizaron también el papel que contenía los polvos?

—Eso me pregunté yo también. Pero como Eric arrugó el papel y lo dejó en la bandeja, alguien debió de tirarlo al fuego que ardía en la chimenea.

—¿Tienes alguna idea de quién pudo ser ese alguien?

Anielka emitió el sonido que menos esperaba su visitante: una carcajada brusca y llena de amargura.

—Es posible. John Sutton, el inteligente y abnegado secretario de Eric, que me acusó del crimen nada más ver cómo su amo se desplomaba. Sutton me odia.

—¿Por qué? ¿Qué le has hecho?

—Le di una bofetada. Me parece que es la reacción normal de una mujer honesta cuando un individuo la acorrala en un rincón y le toca los pechos mientras la besa en el cuello.

Hacía tiempo que Aldo sabía que la joven polaca no se mordía la lengua y tenía el don de describir los sucesos con gran realismo. No obstante, esta descripción le arrancó una mueca de asco. Recordaba al secretario como un hombre sumamente correcto, lo que no se correspondía con esa imagen de sátiro, aunque no ignoraba que bajo la impasibilidad británica se ocultaban en ocasiones extraños y ardientes impulsos eróticos.

—¿Está enamorado de ti?

—Si se puede llamar así... Llevo tiempo sabiendo que desea acostarse conmigo.

—¿Se lo dijiste a tu marido?

—Me respondió que estaba loca y se echó a reír. Su afecto por ese... empleado sobrepasaba los límites permitidos. Creo que antes que separarse de él hubiera preferido cortarse un brazo. Seguramente los unía tener un cadáver bien oculto en un armario.

—Querida, sir Eric, como buen vendedor de armas, tenía demasiados cadáveres sobre su conciencia para preocuparse de uno en particular. Y ahora, ¿querrás hablarme de ese criado polaco que quisiste tomar a tu servicio?

La joven, que hasta entonces había estado muy pálida, se puso roja como un tomate.

—¿Cómo lo sabes?

Aldo le dirigió una sonrisa muy afable.

—Ya veo que no has perdido esa sana costumbre de contestar a una pregunta con otra pregunta. Simplemente, lo sé.

En vista de que ella no decía nada, tal vez porque estaba buscando otra manera de atacarlo, el príncipe prosiguió:

—Cuéntame algo sobre ese Stanislas..., ¿o más bien debería decir Ladislas?

Los ojos de la joven se abrieron de par en par, expresando algo parecido al espanto.

—Eres un demonio —susurró.

—No del todo..., o bien un demonio bueno dedicado a serte útil. Vamos, Anielka, deja ya de desconfiar de mí y explícame por qué decidiste meter a tu antiguo enamorado en la mansión de tu esposo.

Ella volvió la cabeza, pero en la lúgubre penumbra del lugar Aldo vio que una lágrima quedaba prendida en sus pestañas.

—¿Enamorado? ¿Acaso lo estuvo alguna vez? Lo dudo mucho, como dudo asimismo de ese gran amor que pretendías sentir por mí.

—Dejemos esto aparte de momento, ¿quieres? —repuso con dulzura Morosini—. No fui yo quien se echó en brazos de sir Eric en la casa de Vésinet.

—Él acababa de salvarme y yo no podía hacer otra cosa. Como tampoco pude hacer otra cosa cuando encontré a Ladislas en Hyde Park, donde sin duda estaba esperándome.

—¿Cómo podía saber que estarías allí? Ahora todo el mundo sabe lo mucho que te gustan los parques, pero ¿por qué precisamente aquél? Londres está lleno de jardines públicos.

—Ya, pero yo solía cabalgar por allí un rato cada mañana.

—¿Sola?

—¡Claro, sola! Me desagrada que me acompañen, porque tengo la impresión de que me vigilan. Desde luego, siempre encontraba a algún conocido, pero me las arreglaba para desembarazarme de él.

—Por lo visto no lo conseguiste con Ladislas. Es evidente que el efecto sorpresa le favoreció.

—En efecto. Salió de detrás de un arbusto y casi fue a caer entre las patas de mi yegua, de modo que estuve a punto de salir despedida de la silla.

—¿Te alegraste de volver a verlo?

—En un primer momento, sí. Me traía la atmósfera de mi amado país y también el recuerdo de mi primer amor. Para una mujer eso es algo importante.

—Para un hombre también. Pero acabas de decir «en un primer momento». ¿Acaso no duró tu alegría?

—No. En seguida comprendí que me encontraba frente a un adversario, por no decir un enemigo. Oh, por supuesto al principio se mostró muy amable..., a su manera. Decía que había venido a Inglaterra solamente para estar a mi lado y que había sido una estupidez separarnos como lo hicimos.