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—¡Oh, perdóneme! Había olvidado que usted también la ama y sin duda le he herido con mis palabras. Pero estoy dispuesta a ayudarle. Si alguna vez desea hablar conmigo, todas las mañanas voy a oír misa de nueve a la iglesia del Oratorio, cerca del Victoria and Albert Museum. No queda lejos de casa, mientras que la iglesia polaca está en un suburbio. Le gustará, ya lo verá, es una iglesia italiana, según creo. Nunca hay mucha gente y podremos hablar tranquilamente. Además, durante la misa uno está bajo la mirada de Dios —añadió Wanda con aire sentencioso, alzando un dedo hacia el techo del vehículo.

—Me parece perfecto. Y si usted desea comunicarme algo, puede dejarme un mensaje en el hotel Ritz. Le voy a anotar el número de teléfono —dijo Aldo mientras arrancaba una hoja de su agenda para escribir las cifras.

Cuando el taxi paró, Wanda se dispuso a apearse, pero Morosini la detuvo.

—Otra cosa más. No se extrañe si dentro de un cuarto de hora vengo a llamar a esta puerta. No será para verla a usted, sino a míster Sutton.

—¿Quiere hablar con él? —gimió la mujer con súbita inquietud—. ¿De qué?

—Eso es asunto mío. Deseo hacerle un par de preguntas.

—No querrá recibirle.

—Sería una verdadera torpeza. De todos modos, no pierdo nada con intentarlo. Entre usted en la casa, que yo volveré después de dar una vuelta.

Un cuarto de hora más tarde, un mayordomo de expresión gélida le hizo pasar a la residencia del finado Eric Ferrals y lo dejó de momento al pie de una escalinata artísticamente curvada, por la que subió diciendo que iba a cerciorarse de que míster Sutton estaba en disposición de recibir una visita. Morosini no tuvo más remedio que aguardar en compañía de una colección de bustos romanos de ojos ciegos, de un sarcófago bizantino y de un lavamanos de bronce que debía de proceder de algún lejano lugar próximo a Pekín. La vivienda londinense del comerciante de armas se parecía mucho a la del parque Monceau, pero todavía resultaba más siniestra, si es que ello era posible, debido en parte al pesado mobiliario de estilo georgiano. Las espesas pasamanerías y los cortinajes de terciopelo color chocolate contribuían a hacer la atmósfera sofocante.

El despachito al que Aldo fue conducido al cabo de unos instantes no era mucho más alegre, aunque le daban cierta vida los innumerables papeles que cubrían la mesa de trabajo y la potente lámpara que los iluminaba. Un batallón de archivadores verde oscuro ocultaba las paredes. Plantado en medio de la habitación como si fuera el guardián de un templo, y vestido de negro de la cabeza a los pies, John Sutton esperaba a su visitante.

El silencio que reinaba en la casa era impresionante. No se oía ningún ruido, ni siquiera un roce o un murmullo. Incluso el fuego de carbón que ardía en la chimenea lo hacía quedamente, como si un crujido o un chisporroteo hubieran constituido un sacrilegio.

El secretario saludó a Morosini con una inclinación, afirmó que estaba encantado de volver a verlo en plena forma —no había tenido ese placer desde la famosa noche en que Aldo había ido a la calle Alfred-de-Vigny para recoger el rescate de Anielka y el Rolls-Royce—, y señalándole una butaca añadió que consideraría un honor poder serle de alguna utilidad.

Morosini se sentó cuidando de no arrugar la raya de su pantalón y contempló un instante al joven, al tiempo que sacaba un cigarrillo con el que dio unos golpecitos sobre la brillante superficie de su pitillera de oro.

—He venido a hacerle una pregunta —dijo por fin.

—Ya me han hecho muchas durante los últimos días.

—Me sorprendería que le hubieran hecho ésta: ¿por qué tiene tanto empeño en que lady Ferrals sea condenada a la horca?

Antes de hablar, Aldo se había preparado para cualquier clase de reacción por parte del secretario menos la que siguió. John Sutton sostuvo su mirada sin mostrar la menor emoción y después respondió en tono suave:

—Pues porque ella no merece otra cosa. Es una asesina redomada que preparó su crimen con premeditación. —Acompañó estas palabras con una sonrisa, y Morosini tuvo que hacer un esfuerzo por dominar la reacción que en su temperamento latino había provocado tamaña insidia.

Para conseguirlo, prendió el cigarrillo y exhaló una bocanada de humo hacia el techo adornado con molduras.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —dijo con voz serena—. ¿Acaso posee pruebas?

—Pruebas materiales, no. La única que habría sido decisiva (el papelillo que había contenido el veneno) desapareció como por arte de magia; sin duda una mano diligente lo echó al fuego. Sin embargo, yo había visto y oído muchas cosas, y por esa razón no vacilé ni un instante en acusar a lady Ferrals. Es posible que usted lo sienta en el alma, pero créame, príncipe, no cabe la menor duda: ¡ella es culpable!

—No tendré motivos para invalidar sus convicciones en cuanto me haga usted el favor de contarme lo que había visto y oído. Imagino que sentía mucho afecto por sir Eric, ¿o me equivoco?

—No se equivoca, le respetaba mucho. En cuanto hube terminado mis estudios en Oxford, entré a su servicio, y desde entonces no me había separado de él.

—Es usted joven, de modo que no puede haber estado mucho tiempo con sir Eric.

—Tres años, pero, tratándose de un hombre de sus cualidades, unas pocas semanas habrían bastado para despertar mi admiración.

—Es posible. No tuve el privilegio de tratarlo mucho, dejando aparte que fuimos adversarios en un asunto del que usted está al corriente. Sin embargo, debo repetirle mi pregunta: ¿qué es lo que había visto y oído?

—¿Quiere saberlo? En tal caso, antes de nada debo informarle de que dos meses atrás habíamos contratado a un criado polaco...

—Pasemos por alto ese detalle. Cuando la duquesa de Danvers me relató aquella velada trágica, me habló de ese sirviente que se esfumó sin dejar rastro.

—Ese detalle, como usted dice, no carece de importancia. Lo comprenderá cuando le diga que sorprendí a lady Ferrals en sus brazos.

—¿En sus brazos? ¿No estará usted... dramatizando la situación?

—Juzgue usted mismo. Ocurrió hace unas tres semanas. Sir Eric cenaba aquella noche en casa del alcalde, y yo había ido a un espectáculo de ballet en Covent Garden. Dado que tengo mi propia llave, entré en la casa sin hacer ruido e incluso sin encender la luz. Siempre suelo hacerlo así porque conozco el lugar como la palma de mi mano, y además sir Eric detestaba que mis salidas nocturnas no fueran discretas.

»De modo que ya subía la escalera cuando oí una risa y unos susurros. Venían de las habitaciones de lady Ferrals y me di cuenta de que la puerta de su vestidor estaba entreabierta. El débil rayo de luz que salía de su interior me permitió distinguir al tal Stanislas que salía a hurtadillas. En el momento en que iba a cruzar el umbral, lady Ferrals se acercó a él y ambos se abrazaron... apasionadamente, antes de que él la apartara suavemente hacia el vestidor. —Sutton se interrumpió y, después de hacer dos o tres profundas inspiraciones, espetó en tono colérico—: Ella estaba casi desnuda, pues apenas puede llamarse vestimenta a aquel fino camisón de batista blanca... Eso fue lo que vi, pero confieso que a partir de entonces me dediqué a espiarlos.

—¿Y qué fue lo que oyó? —preguntó con esfuerzo Aldo, que tenía un nudo en la garganta.

—Oí muchas frases incomprensibles para mí, porque hablaban en su idioma y yo lo desconozco. Excepto una vez, una única vez, en que la oí decirle a éclass="underline" «Si quieres que te ayude, primero tengo que ser libre, así que antes has de ayudarme tú.» Eso fue cuatro días antes de que muriera sir Eric.

—¿Y todo eso se lo contó usted a la policía?

—Naturalmente. Aunque me había resultado difícil soportar que ella introdujera a su amante en la mansión, no había querido decir nada, pues confiaba en que sir Eric descubriera por sí mismo la verdad, cosa que no podía dejar de ocurrir. Pero cuando lo vi morir allí, casi a mis pies, fui incapaz de callarme. ¡Me habría gustado matarla con mis propias manos!