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Se hizo un silencio. Morosini estaba intrigado: por una parte, aquella versión se parecía bastante a la de Wanda, cuya devoción por Anielka no la hacía sospechosa de mentir; por otra parte, ¡era tan distinta a la de la joven! Aldo sabía por experiencia que Anielka poseía cierto talento para urdir mentiras, pero le costaba mucho admitir que su habilidad llegara hasta tal punto. De modo que decidió acorralar a Sutton para obligarlo a defenderse.

—El hecho de que usted exprese tanta... rabia sin duda significa que quería mucho a sir Eric..., o bien que el odio que siente hacia su esposa..., porque usted la odia, ¿verdad?..., se debe a la circunstancia de que usted estaba enamorado de ella y ella lo rechazó.

El joven secretario soltó una risita mientras un relámpago iluminaba sus ojos, profundamente hundidos en sus órbitas.

—¿Que yo la amaba? No, no me inspiraba ninguna ternura, pero sí la deseaba —declaró con una brusquedad muy británica—. Confieso que la deseaba y todavía la deseo. Únicamente confío en que mi deseo muera al mismo tiempo que ella.

Nada había que añadir. Morosini acababa de enterarse de todo lo que le interesaba saber e incluso de algo más. Se levantó.

—Le agradezco que me haya hablado con tanta franqueza —dijo—. Aunque no estoy tan convencido como usted de la culpabilidad de lady Ferrals. En lo que se refiere a usted, creo comprender mejor sus motivaciones, si bien me parece que la principal han sido los celos.

—¿Los celos? Oh, no lo niego, pero no son del tipo que se imagina. No tenía celos de ella porque me negara su cuerpo y en cambio se lo ofreciera a un sirviente, sino por una razón muy diferente que no estoy dispuesto a revelarle. Le deseo que pase muy buenas tardes, príncipe Morosini.

—Lo mismo digo, pero además me gustaría desearle la paz del alma, a pesar de que no da la impresión de haber tomado un buen camino para lograrla.

Sin preocuparse de la llovizna, que no daba muestras de querer detenerse, Aldo decidió regresar a pie. Tenía necesidad de poner en orden sus ideas, y caminar siempre le había parecido estimulante para dicha actividad. Por añadidura, la distancia que debía recorrer no era muy grande. Con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos, se puso a andar a paso rápido a través de la luz incierta —el día declinaba—, en la que a veces surgía la silueta piramidal de un policía tocado con su casco y envuelto en su oscura capa. También se topó con algunos peatones, pese a que en ese barrio aristocrático la gente se desplazaba sobre todo en coche.

La entrevista con Sutton le había dejado un regusto amargo. Lo que le habían contado en el transcurso de aquel día lo había dejado indeciso, desanimado, con la impresión de que una red de mentiras se había precipitado sobre él impidiéndole cualquier movimiento. Las imágenes demasiado nítidas que había evocado el secretario lo trastornaban, sobre todo porque Sutton no negaba que había intentado seducir a Anielka. ¿Qué clase de mujer era ella en realidad? Y en la pareja formada por ella y Ladislas, ¿cuál de los dos manipulaba al otro? En cuanto a sí mismo, ¿debía creer en el amor que la joven afirmaba sentir por él? ¿Qué esperaba Anielka de su persona y hasta qué punto trataba de manipularlo? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente, y lo que más le irritaba era no encontrar para ellas una sola respuesta. ¡Y pensar que hacía unas horas, al salir de Brixton Jail, estaba feliz y deseoso de defender a su amada de ojos dorados, de hacer lo imposible por salvarla! Mientras que ahora no sabía qué curso de acción seguir.

Le vino a la memoria una frase de Châteaubriand que su preceptor, Guy Buteau, le había repetido cuando, siendo adolescente, no tenía claro lo que quería hacer: «Ve hacia delante, a no ser que tengas miedo y prefieras cerrar los ojos.»¿Cerrar los ojos? La idea era tanto más inconcebible cuanto que se sentía casi ciego. Entonces, ¿seguir hacia delante? Pero ¿en qué dirección?

De pronto lo invadió una oleada de dolor, el dolor que siente todo hombre que teme haber entregado su amor a una mujer que no lo merece, y se hizo tan intenso que a punto estuvo de gritar y se vio obligado a apoyarse en una farola. Nunca había experimentado ese sentimiento de desesperación e impotencia, ni siquiera cuando, años atrás, tuvo que decir adiós a Dianora.[6] Quitándose el sombrero con un ademán brusco, cerró los ojos y dejó que la fría lluvia le empapara la cabeza. Sus lágrimas, que fluían a su pesar, se mezclaron con las gotas de agua.

Una voz femenina le hizo abrir los ojos.

—¿Necesita ayuda, señor? Parece usted indispuesto.

La desconocida, que se guarecía bajo un gran paraguas, era joven, bastante bonita y llevaba un tocado de terciopelo que resaltaba su tez luminosa. Morosini consiguió sonreírle.

—Gracias, señora. Ya se me está pasando. Es una antigua herida de guerra que a veces vuelve a atormentarme.

Ninguno de los dos pudo decir nada más, porque de una limusina verde que se paró junto a ellos surgió un chófer vestido con uniforme negro, el cual, acercándose a Morosini, lo tomó del brazo con tal autoridad que éste, pillado por sorpresa y con la guardia baja, no fue capaz de protestar.

—Su excelencia no debería salir con un tiempo así. Ya se lo he dicho a su excelencia, pero se niega a hacerme caso. Menos mal que lo he visto —dijo el chófer, cuyo aspecto mongol de pronto le resultó familiar a Morosini.

Mientras el conductor lo arrastraba hacia el vehículo, Aldo apenas tuvo tiempo de dirigir una última palabra de agradecimiento a la caritativa londinense, pues una mano lo atrajo al interior del potente automóvil y lo obligó a sentarse sobre los cojines de terciopelo. Se encontró junto a un hombre con el rostro parcialmente oculto por el ala de un elegante sombrero, unas gafas de sol y el cuello subido de una pelliza forrada de astracán. Pero lo que primero llamó la atención de Aldo fue el bastón de ébano y empuñadura de oro con el que jugueteaba una mano enguantada. Su sorpresa fue tan grande que de momento se le olvidaron sus pesares.

—¿Usted aquí? —dijo sin aliento—. ¡Qué inesperado!

—En efecto. Debe saber que sólo he venido para verlo, y que le hemos estado siguiendo desde que salió del hotel.

—Pero... ¿por qué?

—Porque al enterarme de la muerte de Ferrals me temí que ocurriría lo que está ocurriendo: el amor que siente por la hija de Solmanski ya ha empezado a destruirlo y lo conseguirá si no ponemos remedio.

—¿No exagera usted un poco? —protestó Morosini—. ¿Quedar destruido yo?

—Todavía no, pero ya lo verá. Piense que en unas pocas horas ha pasado de la felicidad a la duda y al sufrimiento. Porque usted está sufriendo, lo lleva escrito en la cara.

Morosini se encogió de hombros y se dedicó a secarse lenta y ostentosamente los cabellos con el pañuelo.

—¡Son cosas que pasan! —dijo, suspirando—. De momento tengo lá impresión de haberme vuelto idiota, ya no sé qué creer ni qué pensar.

—¿Y si pensase en otra cosa?

La voz profunda y con sonoridades de violonchelo de Simon Aronov tenía una entonación amable, pero Aldo percibió un velado reproche que le hizo sonrojar.

—Usted insinúa que no he venido aquí para ocuparme de los asuntos de lady Ferrals y confieso que tiene toda la razón —declaró—, pero se han producido nuevos acontecimientos. Seguro que ya lo sabe... y debe admitir que la muerte de Harrison ha cambiado muchas cosas. En la situación en que estamos Vidal-Pellicorne y yo, he creído que mientras Adalbert hacía averiguaciones yo podría dedicarme a la que...

—La que lo ha embrujado y por la que ya arriesgó usted la vida. Está dispuesto a volver a hacerlo y no puedo reprochárselo, es una reacción humana, muy propia, además, de su manera de ser. Pero yo le pido que evite mezclarse en este asunto..., por lo menos durante un tiempo. ¡Es demasiado peligroso!

—¿Peligroso? ¡Qué va! Hasta ahora he actuado de acuerdo con el superintendente Warren, a quien debo informar de lo que haya podido descubrir. ¿Dónde está el peligro?