—Confieso que desconozco los detalles. Este crimen me ha cogido por sorpresa.
—Pues bien, los asesinos debieron de enterarse, por alguna indiscreción, de que una dama muy anciana y muy noble deseaba ver el diamante en privado antes de que fuera depositado en la sala Sotheby's. Entraron en la joyería casi pisándole los talones, pero ella tuvo tiempo de huir con ayuda de su doncella y de regresar a su casa, donde se acostó. Sin embargo, lo que resulta chocante, a tenor del relato que usted acaba de hacerme, es que la dama en cuestión es lady Buckingham.
Aronov profirió una exclamación.
—¿Lady Buckingham? ¿Está seguro?
—Sin duda alguna. Harrison no habría aceptado su visita si se hubiera tratado de una persona corriente.
—Me ha dejado estupefacto, querido amigo. Resulta que conozco a esa señora. Creo recordar que no sólo tiene muchos años sino que tiene paralizadas las piernas.
—Según lo que me han dicho, su doncella casi la llevaba en volandas, y además no es raro que bajo el influjo de una fuerte emoción el cuerpo sea capaz de un esfuerzo especial. Y desde luego ella anhelaba admirar esa piedra que había pertenecido a su antepasado.
—Mmm..., sí. A pesar de todo, me parece muy extraño. Ya sé que la marquesa lleva una vida muy retirada desde que se considera una ruina..., en otros tiempos fue una belleza..., que jamás recibe a nadie y que, por así decirlo, incluso la sociedad la ha olvidado, pero se me antoja que, dado su título, su posición y su estado de salud, habría conseguido fácilmente que Harrison se desplazara a su casa para satisfacer su deseo.
—Tal vez habría sido una imprudencia, sobre todo si ella reside muy lejos. Y además, Harrison habría necesitado una escolta de policía y todo ese jaleo hubiera podido atraer a la prensa a la puerta de lady Buckingham. Y como ella lo que quiere es recogimiento y silencio...
—Probablemente tiene usted razón —dijo el Cojo—, pero de todos modos debo tratar de averiguar más cosas.
—¿Está pensando en una impostora? Es imposible: la dama fue hasta allí en su propio coche, con sus propios criados.
—No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, quiero estar bien seguro. Bueno, hablemos de usted. ¿Puedo confiar en que ahora se dedicará a la búsqueda de la Rosa?
—Por supuesto, pero si por eso debo abandonar a lady Ferrals...
—Pues es justamente lo que va a hacer, príncipe Morosini.
La voz de terciopelo oscuro había adquirido de repente un tono imperioso.
—En la isla de San Michele y en el mausoleo de sus padres le ofrecí devolverle su palabra. Lo rechazó muy noblemente sin que eso me sorprendiera. Pero ahora es demasiado tarde para echarse atrás.
—¡Si no es eso lo que quiero! —exclamó Aldo, mortificado—. Quizá me sea posible dedicarme a las dos cosas a la vez.
—No, se lo acabo de decir, no conviene que entre en el campo de visión de Solmanski. De momento, y aunque a usted le parezca de mal gusto, debemos aprovecharnos de que tiene otras tareas más urgentes que la de correr tras el diamante con el peligro de toparse con la policía. ¿Me comprende?
—Sí, está muy claro y no se preocupe, no le fallaré. Sin embargo, si tengo la suerte de descubrir un hecho que pudiera ayudar a lady Ferrals, ni usted ni nadie me impedirá utilizarlo —afirmó Morosini con tozudez.
De nuevo, el rostro impasible del Cojo se iluminó con una sonrisa teñida de ironía.
—Nunca le he pedido que se arrancara el corazón. Pero, como siento por usted aprecio y amistad, temo que eso suceda muy pronto y trato de defenderlo contra usted mismo. Ahora debo marcharme. ¿Quiere que lo acompañe de vuelta al hotel?
El coche acababa de doblar la esquina de Hyde Park y avanzaba por Picadilly.
—No, déjeme aquí. Ya casi hemos llegado y no es prudente que este coche se detenga ante las luces del Ritz. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Londres?
—Nunca permanezco varios días en Londres. —De pronto, Simon Aronov se echó a reír—. ¡No puede ocultar su deseo de deshacerse de mí, querido príncipe! Pero va a quedar satisfecho. Hasta la vista.
Los dos hombres se dieron en silencio un apretón de manos. Un instante después, cuando su pasajero se hubo apeado, el Daimler efectuó una impecable media vuelta y se alejó sobre el asfalto mojado con un ruido de seda rasgada. Plantado sobre la arenosa acera que bordeaba Green Park, Morosini contempló cómo se perdía en la oscuridad de la noche.
En el vestíbulo del hotel reinaba una agitación desacostumbrada. La subasta en Sotheby's ya había tenido lugar, pero, aunque la sala había puesto a la venta algunas piezas de valor, en conjunto había resultado bastante decepcionante debido a la dramática desaparición de la joya principal. Un buen número de aficionados al arte y la orfebrería que se alojaban en el Ritz intercambiaban impresiones mientras se disponían a partir. La opinión general era la siguiente: como nadie sabía cuándo aparecería el diamante y ni siquiera si sería posible encontrarlo algún día, lo mejor era que cada uno regresara a su casa para esperar las eventuales noticias. Todo el mundo hablaba a la vez, de manera que la gran sala deslumbrante de luces y armoniosamente decorada con plantas verdes y flores parecía un jardín poblado de aves parlanchinas.
En medio de esa muchedumbre, Adalbert Vidal-Pellicorne daba la impresión de ejercer de director de orquesta. Trataba de persuadir a aquellos señores de que confiaran en la inigualable pericia de Scotland Yard, que, según los más recientes rumores, esperaba recuperar muy pronto la joya robada. Sus palabras iban dirigidas sobre todo a los que habían acudido desde muy lejos: desde la otra orilla del Atlántico, Sudáfrica o la India.
De pie en el centro de un grupo de cuatro personas, peroraba con un aplomo que hizo sonreír a Aldo, pero éste, considerando que su amigo estaba perdiendo el tiempo, se acercó a él y lo apartó a un lado, no sin antes haber distribuido con desenvoltura disculpas y saludos.
—¿A qué viene tanto empeño en que esta gente se quede en Londres? ¿Acaso defiendes ahora los intereses de la sala Sotheby's?
—En absoluto, defiendo los nuestros, pues mientras el propietario de la joya auténtica crea que hay un nutrido grupo dispuesto a apoderarse de la falsa no estará tranquilo. Imaginará que la prensa oculta información y entonces tal vez cometa una imprudencia. Has hecho mal al no dejarme continuar.
—¡No digas tonterías! Todas esas personas carecen de interés a pesar de que son muy ricas.
—¡Ah! ¿Es eso lo que piensas? Fíjate en ese que se dirige ahora hacia el ascensor, ese tipo alto vestido de gris que parecería un clérigo si no fuera tan elegante. ¿Sabes quiénes?
—¿Cómo voy a saberlo? No soy adivino.
Después de dirigirle una gran sonrisa, Adalbert pasó a explicarle con fruición:
—¡Es un banquero suizo, hombre! Uno de Zúrich a cuya esposa conozco muy bien, incluso podría decirse que demasiado bien.
—¡No me digas que se trata de Moritz Kledermann!
—El mismo. Ha venido hasta aquí impulsado por lo que considera un deber sagrado: devolver a su país la piedra del Temerario que fue ilegalmente arrebatada a los cantones por la codiciosa Basilea. Lo que significa que estaba dispuesto a pagar el precio más alto.
—Morosini no contestó, pues estaba examinando atentamente a aquel personaje que, a pocos pasos de él, aguardaba con calma el ascensor. Se dijo que no se lo había imaginado como un cincuentón de rasgos finos e inteligentes bajo una frente amplia, cuyos cabellos de un rubio entrecano formaban dos profundas entradas que dejaban al descubierto un cráneo de poderosas proporciones. Aunque jamás había pensado en el aspecto que podía tener el marido de su antigua amante, lo creía más grueso, más mazacote, más... suizo. En realidad, al casarse con él, Dianora no había demostrado tener mal gusto. Ese hombre tenía mejor presencia que la mayoría de los caballeros allí presentes.