En eso pensaba Aldo mientras allá abajo, en la ribera, los cuatro marineros más fornidos del Robert-Bruce, ayudados por cuatro vigorosos lugareños cuyas nudosas rodillas asomaban por debajo del kilt verde, rojo y negro, izaban el pesado ataúd de cedro sobre sus hombros para transportarlo a la cripta de su antigua y señorial morada. En ese preciso momento, dos gaiteros ataviados con el traje tradicional se llevaron a la boca el tubo de su cornamusa y un sonido estridente sustituyó al de la sirena del barco. Los gaiteros encabezaron el cortejo, seguidos de los demás. El observador solitario se limitó a verlos acercarse y a observar cómo los miembros de la comitiva hacían rodar bajo sus pies las piedrecitas del camino. La cuesta que conducía al castillo era empinada pero estaba en consonancia con éclass="underline" también era de piedra y los bastos escalones que la jalonaban parecían la continuación de los muros adustos del castillo. Killrenan Castle era un alto e impresionante edificio cuadrado del siglo XII, un torreón que parecía lanzarse al asalto del cielo de las Tierras Altas y que tenía a sus pies, como una jauría de perros tendidos en el suelo, las dependencias formadas por las cuadras, las cocinas y otros servicios, junto con una capilla. Todo ese complejo seguía en parte encerrado dentro de la muralla que antaño lo protegía. En la actualidad, el castillo esperaba al último de sus descendientes por línea directa. Y en cuanto a los sobrinos, que a la sazón caminaban en pos del difunto, Morosini estaba convencido de que jamás llegarían a estar a la altura de sir Andrew.
El tiempo era benigno en ese mes de septiembre. Cohortes de nubes desfilaban hacia el este, dejando entre ellas grandes desgarrones azules atravesados por flechas de luz. En honor del último viaje terrestre de Andrew Killrenan, las Tierras Altas se habían adornado con sus mejores galas, que resultaban más valiosas por ser las más efímeras, pues pronto iban a quedar borradas por las brumas y las nieves del precoz invierno. Constituían una sorprendente sinfonía de tonos malva, índigo, violeta y grises tornasolados entre los que de vez en cuando estallaba, como una flor preciosa, el oro de un ramaje cuya gama de colores iba desde el amarillo pajizo hasta el bermejo oscuro.
Cuando el cortejo alcanzó el destartalado puente levadizo y el enorme portalón tachonado de clavos de acero, Aldo se dijo que tenía que unirse a él a fin de asistir a la última ceremonia. Se agachó para recoger del suelo el gran ramo de cardos azules ceñido por un lazo cuyos colores eran los del clan del anciano lord, pero en ese momento una mano arrugada se adelantó a él y una voz algo cascada comentó:
—¡Cardos, qué buena idea! El emblema del país, ¿verdad? Y además cuadran perfectamente con el viejo Andrew. Quizá le sirvan de consuelo por haber tenido que dejar su título y su mansión a esta gente.
Aldo volvió la cabeza y vio a su lado a un hombrecillo de tez apergaminada y morena, al que de entrada tomó por un duende de las landas debido a su baja estatura. Vestía una falda escocesa con escarcela, una banda a cuadros y un gorro cuyas plumas mostraban los colores del clan. Todo su atavío emanaba un fuerte olor de pimienta de Jamaica, cosa que atestiguaba que era el traje de ceremonia que sólo se sacaba del arcón para las ocasiones solemnes. Después de estornudar tres veces, el recién llegado se apartó procurando no ponerse de espaldas al viento.
—¿Cree usted que necesita consuelo? —le preguntó Aldo.
—¡No me cabe duda! Claro que también podría haberse fabricado él mismo sus herederos, en lugar de dedicarse a recorrer los mares durante tres cuartas partes de su vida. Si se hubiera casado con Flora Mac Neil, su situación sería otra muy distinta.
—¿Quién es Flora Mac Neil?
—La joven con quien su padre, el viejo Angus, quería casarlo. Me consta que la chica no era muy bonita, pero tenía buena salud y una dote respetable, y habría parido hijos fuertes. Pero, bueno, sir Andrew no la quiso. Aunque no me diga que durante sus periplos alrededor del mundo no podría haber encontrado una mujer de su gusto...
—De hecho, encontró una, pero no era soltera y, por desgracia, él nunca amó a otra más que a ella.
Con una expresión desolada, el duende se echó hacia atrás el gorro para rascarse los grises e hirsutos mechones que crecían debajo.
—¡Qué mala suerte! De todos modos, tendría que haber pensado en su descendencia. Desde donde está ahora, debe de ser un castigo muy cruel contemplar cómo los hijos de la difunta Margaret, su pobre hermana loca, van trotando detrás de su ataúd para apoderarse de todos sus bienes.
—¿Su hermana estaba loca? —preguntó Morosini, que ni siquiera sabía que sir Andrew tuviera un pariente tan cercano.
—No tanto como para encerrarla, pero poco le faltaba. Había que estar bastante chiflada para encapricharse de un inglés, que encima era magistrado, cuando hubiera podido elegir un marido entre media docena de muchachotes de nuestra tierra. Fíjese usted en el resultado. Ese Desmond Saint Albans, que será a partir de ahora el décimo conde de Killrenan, parece un bote de mantequilla. En su favor sólo puede decirse que tiene un buen sastre. Sus hermanos se le parecen... en una versión más blanda. Su mujer, bueno, es más bien guapa, sólo que no es de aquí y eso se nota. ¡Mire cómo se tuerce los tobillos al andar con esos tacones tan altos sobre las piedras del camino! Es una flor de ciudad. Nunca ha vivido en el campo. ¡Ah, todo esto es muy triste!
El veneciano contuvo una sonrisa: ¡el viejo tenía buena vista! Los bonitos tobillos de lady Mary, que las medias de seda negra afinaban aún más, corrían en efecto grandes peligros mientras su dueña se veía obligada a realizar milagros de equilibrio a cada paso que daba. Se aferraba al brazo del «bote de mantequilla», que no disimulaba su fastidio por tener que sostenerla, cuando él habría preferido caminar solo detrás del cadáver, como correspondía a su nuevo rango.
Para Aldo había sido una sorpresa descubrir que esta pareja eran los herederos. Desde luego, sabía por la propia lady Mary que estaba casada con uno de los sobrinos de sir Andrew, pero ella jamás le había insinuado siquiera que su marido era uno de los que más derecho tenía al legado. Entonces, ¿era a ellos dos a quienes tenía que dar el pésame? Resultaba una perspectiva muy poco agradable, pero no podía soslayarla.
—¡Tenga! —dijo el duende, suspirando, mientras le devolvía el ramo—. Ha llegado el momento de reunirse con ellos, ¿no? Están entrando en la capilla.
—Pero ¿acaso no piensa acompañarme?
—No. Sólo he venido para saludar a Andrew a su regreso a nuestra tierra natal, pero no tengo nada que hacer en el castillo de Killrenan. Si le digo que mi nombre es Malcom Mac Neil, sin duda lo comprenderá: soy hermano de la chica que él rechazó... Por cierto, ¿quién es usted?
—Un extranjero, un amigo leal... y el hijo de la que lo rechazó.
—¡Ah! En tal caso será mejor que de momento no se acerque y aguarde a que todos se hayan ido para poder rezar en paz. Estos extranjeros no se quedarán mucho rato. Seguro que no han previsto dar una draigie. No saben ni jota de nuestras costumbres.
—¿Una draigie? ¿Qué es eso? Nunca había oído esa palabra.
—La fiesta de los funerales. Es una costumbre gaélica. A los vivos les reconforta comer y sobre todo beber buen whisky brindando por el que se ha ido. Que pase un buen día, señor.
El hombrecillo se alejó a paso vivo por la landa, mientras que, haciendo caso omiso de su consejo, Aldo se dirigió al castillo.
La ceremonia que se celebró en la cripta de la capilla fue sencilla y breve: un corto sermón del pastor, unas cuantas oraciones y, al tiempo que las gaitas entonaban Amazing Grace, el féretro fue colocado en un nicho todavía vacío. Hecho lo cual, los asistentes salieron en silencio. Únicamente Aldo se demoró un momento para depositar los cardos azules sobre el ataúd murmurando un último adiós.