Todo estaba en silencio. Sólo se oía el leve chapoteo del agua y el apagado y lejano rumor de Londres. Cuando el explorador llegó al final del pasadizo, se dio cuenta de que éste estaba cerrado por una valla desvencijada. La sacudió y, al constatar que se abría, se encontró en un muelle de no más de un metro de anchura del que partía una escalera que bajaba hasta el Támesis. Como ya veía mejor, decidió descender por los resbaladizos peldaños.
Su intención era la de llegar lo más abajo posible a fin de obtener una visión de conjunto de la fachada de la casa que daba al río. Pero a medio camino se detuvo, se volvió y descubrió que los dos pisos estaban a oscuras, a excepción de una ventana cuadrada cuyo marco aún sostenía unos trozos de vidrio, y de dos tragaluces bastante grandes situados a la altura del sótano y cerrados por unas rejas, entre los que se abría una suerte de túnel pequeño y redondo por el que el agua debía de penetrar cuando la marea subía mucho. Sin embargo, la superficie del río quedaba a casi medio metro de distancia. Visto por la noche, el edificio producía una impresión lúgubre. El aspecto más bien anodino de la fachada principal daba paso, en la parte trasera, a algo vagamente parecido a una fortaleza bastante siniestra.
«¡Cómo me gustaría dar una vuelta por ahí dentro! —se dijo Aldo—. Estoy seguro de que resultaría una visita muy instructiva. Pero «¿cómo hacerlo?»
Se le ocurrió que el único modo de entrar en las entrañas del Crisantemo Rojo era a través del agujero redondo. No obstante, para eso necesitaba una embarcación.
Se disponía a volver a subir para estudiar la cuestión cuando, de repente, por el tragaluz más cercano le llegó un débil sonido de voces. Varias personas estaban hablando a la vez, como si, después de un momento de espera, se hubieran lanzado a comentar lo que acababa de suceder, unas con satisfacción y otras decepcionadas. Morosini tuvo de inmediato la certeza de que allí existía un garito de juego clandestino. Faltaba saber si estaba reservado a los orientales o si sería posible que lo admitieran a él.
Mientras volvía pensativo sobre sus pasos, el ronquido de un motor le causó una súbita inquietud. ¿Significaría eso que el taxista había decidido marcharse abandonándolos a su suerte? Con semejante miedoso uno podía esperar cualquier cosa. Sin embargo, Aldo se equivocaba, pues nada más salir del pasadizo se tropezó con Adalbert, que venía a buscarlo y que lo arrastró hacia el coche limitándose a decir: «¡Ven por aquí!» Sólo cuando estuvieron en la calleja empezaron las explicaciones.
—Ha ocurrido una cosa —susurró el arqueólogo—. ¿No has oído el motor de un coche?
—Sí, pero...
—Hay uno al final de la calle, aparcado en un rincón y con las luces apagadas. En él venía una mujer que ha entrado en la taberna.
—Bueno, ¿y qué? No será la primera.
—Una con tanto estilo, sí. Sólo he visto un abrigo de pieles negro, unas piernas esbeltas y una cabeza envuelta en un velo tupido, pero juraría que es joven y quizá muy guapa.
—¿Qué vendrá a hacer aquí esa clase de criatura?
—Eso es lo que me gustaría saber. Advierto un perfume de misterio que me enardece, así que te propongo que aguardemos a que salga.
—A condición de que no se quede mucho tiempo. He descubierto un modo de entrar en la casa, pero se necesita una barca. Los hermanos Wu deben de estar ahí. Apostaría algo a que hay una sala de juego.
—No nos dará tiempo a hacerlo todo esta noche, y además, si quieres mi opinión, preferiría un taxista que no fuera tan miedica. Un cobarde siempre resulta peligroso, y en nuestro caso tenemos dos.
—Sí, pero no podemos prescindir de tu amigo Bertram. Él sabe qué aspecto tienen los hermanos Wu, y nosotros no.
Los dos fueron a apoyarse contra el capó del taxi, que les prestaba un poco de calor, y dejaron que transcurrieran los minutos. Aldo, nervioso, encendía un cigarrillo con la colilla del otro sin conseguir calmar su impaciencia e incluso un amago de irritación. ¿Por qué estaban esperando a una desconocida en esa calleja sórdida cuando tenían otras cosas más importantes que hacer? Se consolaba pensando que, una vez terminada la partida, los jugadores saldrían del Crisantemo Rojo y quizás aquellos a quienes buscaban estarían entre ellos. En tal caso, sólo tendrían que seguirlos. Pero mientras tanto empezaba a sentir cierta rigidez en las piernas. En el interior del coche, Bertram y el taxista no rebullían. ¿Se habrían dormido?
—¡Ahí está! —susurró de pronto Vidal-Pellicorne.
En efecto, la puerta de la taberna acababa de entreabrirse para dejar paso a una silueta femenina, la que antes había descrito el arqueólogo con sorprendente exactitud, pues se trataba de una joven perteneciente a la alta sociedad. Eso se veía en su porte. Los dos amigos se dispusieron a seguirla lo más silenciosamente posible.
La desconocida caminaba despacio, alejándose de la tenue claridad que emitía el farolillo rojo y poniendo gran cuidado en no meter sus tacones altos en las rodadas ni en los intersticios entre los adoquines, a fin de no torcerse los tobillos. De súbito se desplomó en el suelo: dos sombras surgidas de la nada la habían atacado.
Con idéntico impulso, Aldo y Adalbert se precipitaron a socorrerla, y en cuestión de segundos se echaron juntos sobre los agresores, a los que apartaron de su víctima. Sorprendidos por este auxilio inesperado y nada deseosos de entablar un combate de boxeo con esos inesperados desfacedores de entuertos —el puño de Morosini había golpeado con fuerza una mandíbula que debía de resentirse—, los atacantes se les escurrieron entre las manos y salieron huyendo como alma que lleva el diablo. En un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido. De rodillas junto a la mujer que yacía inerte en el suelo, sin duda desmayada, Aldo trataba de quitarle el velo que le cubría la cabeza sin atreverse a tirar demasiado del tejido enrollado alrededor de un cuello que le parecía frágil.
—¡Demonios! —gruñó—. No se ve nada en este agujero. ¿No llevarás tu linterna, Adal?
Éste, que había empezado a perseguir a los malhechores, estaba ya de vuelta. Se acuclilló al lado de su amigo y dirigió el delgado haz de su inseparable linterna hacia la cabeza de la joven inanimada.
—El coche que la ha traído sigue ahí —dijo—. También es un taxi y su conductor debe de ser tan valiente como el nuestro. ¡Vaya, vaya! —añadió—. Resulta que no me había equivocado: es una mujer joven y muy bonita.
No obtuvo ningún comentario. Morosini había conseguido quitar el velo y estaba contemplando estupefacto el atractivo rostro de Mary Saint Albans, que continuaba con los ojos cerrados.
—¿Qué hace aquí? —dijo por fin.
—¿La conoces?
—¡Ya lo creo! Es la nueva condesa de Killrenan. Ayúdame a levantarla, la llevaremos a su coche.
—¿Por qué no al nuestro?
—Porque de este modo sabremos dónde lo tomó y si es la primera vez que viene aquí. Además, reconozco que no me atrae la idea de compartir con Bertram lo de la joven condesa. No olvidemos que es periodista y que el hecho de haber encontrado a una paresa del reino en Limehouse, en mitad de la noche, podría dar alas a su imaginación.
—Pues te confieso que la mía está en plena ebullición. ¡Vamos! ¡A la una, a las dos y a las tres!
Entre los dos alzaron a la joven inconsciente, que por fortuna no había caído en un charco lodoso, y después Aldo la llevó en brazos hasta el taxi.
—Por cierto —preguntó Vidal-Pellicorne—, ¿conoces su dirección?
—No, pero espero que ella me la indique en cuanto vuelva en sí. Me extrañaría que el taxista la supiese, pues en esta clase de aventuras la discreción es primordial.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Reúnete con Bertram y marchaos. Esta noche ya no podremos averiguar nada más, y si me quedo a solas con ella tal vez logre sacarle alguna información.