Al llegar al taxi Aldo estaba acalorado, pues Mary Saint Albans pesaba más de lo que aparentaba. El chófer se apresuró a bajar del vehículo para ayudar a Morosini a tender a la joven en el asiento posterior.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó con inquietud—. No he oído nada.
—Ha sufrido un accidente muy tonto. Por culpa de ese pavimento desastroso se habrá torcido un tobillo y le ha dado un patatús, como suelen decir por aquí. ¿Es la primera vez que la trae a este barrio?
—Pues sí. La verdad es que no me gustaba mucho conducir a una dama a este lugar, pero me ha pagado muy bien, de modo que...
—¿Dónde la ha recogido?
—En Picadilly Circus. Aunque ya he traído a gente de categoría a Chinatown, siempre se trataba de hombres en busca de placeres exóticos, y fíjese que...
Aldo, que estaba dando cachetitos en las mejillas a Mary, prefirió cortar en seco el torrente verbal que se anunciaba.
—¿No tendrá algo un poco fuerte para darle de beber? —preguntó.
—... un día me encontré... ¡Ah, sí! Una ginebra muy buena. Siempre la tengo a mano para las noches desapacibles.
—Gracias. Y ahora alejémonos de aquí. De este modo podré encender la luz del techo sin que nadie venga a fisgonear.
En efecto, dos siluetas se acercaban furtivamente. Serían unos curiosos atraídos por ese coche estacionado, o quizás algo peor. Sentándose de un salto tras el volante, el taxista puso en marcha el motor y encendió los faros; éstos iluminaron a dos hombres de mala pinta, uno de los cuales empuñaba un cuchillo. El vehículo arrancó a toda velocidad, efectuó un viraje impecable derrapando sin descontrolarse y se dirigió como una bala hacia Limehouse Causeway. En su interior, Morosini trataba de recuperar el equilibrio perdido durante la audaz maniobra. Muy admirado ante los reflejos de aquel maestro del volante, resolvió pedirle sus datos para las siguientes expediciones que planeaba.
Un poco inquieto por aquel desfallecimiento tan prolongado, encendió la luz interior y trató de hacer beber a Mary, cuyas mejillas continuaban muy pálidas. Si la joven no se restablecía, quizá tendría que llevarla a un hospital, una eventualidad que no le gustaba mucho. Pero, a Dios gracias, el remedio tuvo un efecto milagroso: Mary se sobresaltó, se atragantó y se puso a toser mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Cuando Aldo la incorporó para darle unos golpes en la espalda, su rostro quedó casi al mismo nivel que el de la condesa. Ésta había vuelto en sí y lo contemplaba con un asombro mezclado con una cólera que tardó unos instantes en expresar.
—¿Cómo... cómo es que está aquí y qué hace a mi lado?
—Si es su forma de dar las gracias, es bastante extraña. He evitado que cayera en manos de dos malhechores y por un momento he creído que estaba gravemente herida. Me alegra saber que no es así.
—En efecto, solamente me duele mucho la cabeza. ¡Ay, Dios mío, esos bestias me han dado un porrazo que me ha dejado atontada! Deme otro sorbo de ginebra.
Mientras ella bebía con precaución, Aldo se arriesgó a preguntarle qué estaba haciendo en un lugar tan peligroso.
—Podría haberle sucedido algo peor. ¿Qué puede buscar una dama de su alcurnia en este miserable barrio chino?
—Eso a usted no le importa —declaró Mary sin molestarse en guardar una cortesía superflua. Sin embargo, Morosini no tuvo tiempo de reprochárselo, porque la joven, después de rebuscar febrilmente a su alrededor, profirió un grito—: ¡Mi bolso!... ¿Dónde está mi bolso?
—Pues yo no lo sé, pero lo más probable es que se lo hayan robado.
Sin hacerle caso, ella se apresuró a descorrer el vidrio que los separaba del chófer para ordenarle que regresara al punto de partida. Esta vez, Aldo se interpuso.
—¡Es una idiotez! ¿Qué espera encontrar allí? A menos que tenga enemigos personales, no hay duda de que la han asaltado únicamente para robarle el bolso.
—¡Quiero estar del todo segura! Pero no se sienta obligado a acompañarme. Puede bajar del taxi si lo prefiere.
—¡Ni hablar! —rezongó su compañero—. Me he impuesto el deber de salvarla y lo haré hasta el final. Vuelva a Limehouse —añadió dirigiéndose al taxista—, ya que la señora tiene tanto interés.
Como era de esperar, el intento de lady Mary fracasó y, después de una búsqueda interminable, la condesa se desplomó en el asiento del coche sollozando con tal desesperación que el buen corazón de Aldo se conmovió.
—No se desespere de ese modo —se esforzó en consolarla—. ¿Qué es eso tan valioso que llevaba en el bolso? ¿Quiere que vayamos a la policía? Aunque me temo que no servirá de mucho—Tuvo la impresión de que acababa de administrarle un revulsivo. De inmediato, Mary cesó de llorar y se incorporó al tiempo que soltaba una risita nerviosa.
—¿La policía? ¿Qué quiere que haga la policía? He sido desvalijada por unos ladrones, eso es todo. Esta noche había... había ganado al fan-tan.
—¿Viene aquí para jugar? —preguntó Aldo en voz baja, sin disimular su estupefacción—. ¡Pero es una locura!
La joven condesa clavó en él sus ojos grises, en los que asomaban relámpagos de ira.
—Tal vez esté loca, en efecto, pero me gusta jugar y sobre todo me encanta el fan-tan. Por si no lo sabe, pasé la mayor parte de mi adolescencia en Hong Kong, donde mi padre estaba destinado. Allí aprendí ese juego.
—Creía que su única pasión eran las joyas. El coleccionismo y el juego no parecen compatibles, porque pueden constituir un peligro mutuo.
—¡Pero si no es una pasión! Es solamente un... placer. Además, no vengo todas las noches. De hecho, hoy ha sido la tercera vez.
—Si quiere oír mi opinión, tres veces ya son demasiadas. ¿Su marido está al corriente?
—No, claro que no. No se interesa mucho por mi manera de vivir, pero no quiero que lo sepa. Le parecería un baldón para su respetabilidad, y no lo podría soportar. Sobre todo ahora.
—Ya lo supongo. Pero ¿cómo ha descubierto este tugurio? Por casualidad no creo, ¿verdad?
—No, fue en compañía de un grupo de amigos al final de una velada muy alegre. Uno de ellos conocía El Crisantemo Rojo y nos condujo hasta allí. Los clientes de calidad son menos escasos de lo que cree, porque circula mucho dinero, pero hoy era yo la única.
—¿Y ha ganado... quizás una suma...?
Aldo se interrumpió, porque el taxista acababa de descorrer la mampara para preguntar adónde iban por fin. Antes de que Morosini pudiera responder, Mary indicó Picadilly Circus.
—¿Es ahí donde vive? —inquirió Morosini medio en broma.
—¡No sea tonto! —dijo ella alzando los hombros—. No deseo que se sepa mi dirección.
Aldo no insistió y el resto del trayecto transcurrió en silencio.
Cuando llegaron a Picadilly, Aldo le pidió al taxista que le esperara, ayudó a apearse a su compañera y, después de meterla en otro taxi al que detuvo, le besó la mano, cerró la portezuela y se dirigió a su propio vehículo.
—¿Otro paseo por los bajos fondos, señor? —preguntó el conductor con una pizca de malicia.
—Por ahora, no. Regreso al Ritz, pero me gustaría saber cómo ponerme en contacto con usted en el caso de que haga otras expediciones análogas. El taxista que antes me ha llevado a Limehouse no me ha parecido muy valiente.
—Eso será fácil —dijo el taxista, halagado y también estimulado por un billete de banco que su pasajero agitaba con las puntas de los dedos—. Telefonee al White Horse, en el Strand, y pregunte por Harry Finch. Paso por allí tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por la noche. Tenga, éste es el número. Verá usted, después de haber pasado diez años en la Armada, parte de ellos los de la guerra, hay pocas cosas que me den miedo. Dígame solamente su nombre... o el que le parezca.
Cuando Harry Finch dejó a su pasajero, eran poco más de las dos de la madrugada. Vidal-Pellicorne todavía no había vuelto, y Morosini se dijo que tal vez estaba en una taberna intentando levantarle el ánimo a Bertram, de modo que decidió no esperarle e irse a dormir. El día había sido largo y duro, y notaba que necesitaba descansar. La aventura que acababa de vivir le tenía más preocupado de lo que hubiese querido, tal vez porque en la historia que le había contado Mary había algo raro. Ciertamente, esa hermosa mujer le inspiraba más desconfianza que simpatía. También sentía hacia ella un vago rencor que no habría existido si continuara llamándose Mary Saint Albans, pero ahora llevaba el apellido de un hombre al que él siempre había querido y respetado. Le resultaba desagradable que ese apellido se encontrara a merced de una redada de la policía en un tugurio sospechoso. El anciano lord Killrenan, aquel enamorado del mar y de los viajes, siempre se había sentido atraído por la magia de las tierras orientales, pero su atracción no tenía nada que ver con la afición de su heredera por un pintoresquismo que rozaba la depravación.