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Entre Aronov, que quería impedirle que se ocupara de Anielka, y este polizonte desabrido que le prohibía buscar el diamante, la vida se le iba a poner difícil. Tendría que actuar con mucho tino.

—De todos modos —dijo—, debería tener en cuenta mi posición. He venido a Londres con el encargo de comprar la Rosa de York para un cliente muy noble cuyo nombre no puedo revelar.

—Ni yo se lo pregunto.

—¡Pues es una suerte que respete mi secreto profesional! No obstante, comprenda que me resulte desagradable quedarme de brazos cruzados sin hacer nada por encontrar esa piedra cargada de historia.

—Si se empeña en buscarla, puede acabar en el Támesis con una cuerda alrededor del cuello, como los hermanos Wu, o con un cuchillo clavado en la espalda. Aunque si eso le divierte... Pero cambiemos de tema. Ayer noche esperaba su visita después de la que usted realizó en Brixton. ¿No tiene nada que contarme?

—Sí, y desde luego pensaba informarle de ello hoy mismo.

—¿Después de su paseo por Chinatown? —inquirió Warren con sorna—. Bueno, ¿qué dice nuestra preciosa viuda?

Morosini repitió a grandes rasgos el relato de Anielka, lo que le produjo la satisfacción de ver cómo los ojos del pterodáctilo se volvían, en la medida de lo posible, aún más redondos. El superintendente emitió un ligero silbido.

—¿De modo que ella considera la cárcel un refugio contra una especie de terroristas decididos a proteger a uno de los suyos contra viento y marea? Es un argumento nuevo y no del todo idiota. Siempre y cuando sea verdad, claro.

Respecto a lo último, el príncipe anticuario no estaba muy seguro. Incluso constituía su peor tormento, pero, como no quería bajo ningún concepto hablar de sus conversaciones con Wanda y con John Sutton, se abstuvo de mencionarlas y dejó que transcurrieran los segundos. Warren, que chupaba con furia su pipa, parecía inmerso en un cúmulo de reflexiones del que salió para refunfuñar:

—Si quiere saber mi opinión, es posible que esta historia rocambolesca esté destinada exclusivamente a usted. La verdad es quizá más simple y más femenina: lady Ferrals se encontró con su antiguo enamorado y el fuego oculto bajo las cenizas comenzó a arder otra vez. Ignoro lo que ocurrió entre ellos en Grosvenor Square, pero me inclino a pensar que tuvieron una aventura, y ahora la hermosa Anielka querría salvarse a sí misma y salvar a su amante.

—Sin embargo, no duda en incriminarlo y acusarlo del asesinato —dijo Aldo con sequedad.

—Entonces, ¿por qué no nos lo dice a nosotros? ¿Por temor a unos dudosos anarquistas polacos? Primero: no tengo conocimiento de ninguna célula polaca; si se tratara de rusos, la cosa sería distinta. Segundo: disponemos de todos los medios para proteger eficazmente a lady Ferrals hasta que ese Ladislas y su banda estén a buen recaudo. Y tercero: ella se equivoca al creer que su padre, el conde Solmanski, es capaz de sacarla, sin una ayuda solvente, del atolladero en el que se ha metido.

—Esa ayuda solvente no le va a faltar. Le he aconsejado que acuda a sir Desmond Saint Albans.

—Esperemos, por su bien, que lady Ferrals le haga caso. Aunque lo dudo mucho, porque si llega a enterarse de las cualidades de sir Desmond se dará cuenta de que no podrá ocultarle la verdad. El hecho de que este abogado sea tan hábil a la hora de apretar las clavijas a los testigos se debe, sobre todo, a que antes ha interrogado a fondo a su cliente poniéndole toda clase de trampas. Aunque ella no lo quiera, tendrá que confesar. ¡Bueno, ya he llegado! —añadió Warren cuando el taxi se detuvo ante el centinela de Scotland Yard—. Gracias por sus informaciones. ¿Va a quedarse algún tiempo en Londres? Si piensa esperar a que se celebre el juicio de lady Ferrals, sus negocios pueden resentirse.

—De momento, de mis negocios sólo me preocupa la desaparición de la Rosa de York. Por lo tanto, comprenderá mi deseo de quedarme aquí un poco más. Con la esperanza —agregó con una sonrisa impertinente— de verlo triunfar cuando haya recuperado el diamante, cosa de la que estoy absolutamente seguro.

—¡Yo también! —replicó el otro devolviéndole la estocada—. Así tendremos ocasión de volver a vernos.

La mueca con la que el superintendente acompañó este comentario podía pasar por una sonrisa, pero Aldo tenía sus dudas. Más bien parecía una amenaza.

En el hotel lo esperaba una carta, mejor dicho, una nota, pues contenía un mensaje muy breve que, no obstante, hizo aparecer en su mente una retahíla de interrogantes.

«Lady B. fue trasladada hace quince días a una casa de reposo de una forma muy discreta. La familia no quería dar publicidad a su estado mental, que es deplorable. S. A.»

En ese caso ¿quién era la anciana que el infortunado Harrison había aceptado recibir en su joyería para que pudiera contemplar una gema ancestral?

5. Los invitados de la duquesa

Cuando, después de ser anunciados por un criado, Aldo y Adalbert penetraron en el salón donde la duquesa de Danvers reunía a sus invitados antes de la cena, al primero le vinieron ganas de dar media vuelta y huir a toda prisa. Ya mientras se dirigían allí no sentía mucho entusiasmo, pues la perspectiva de conocer a una americana tan rica como insoportable no le apetecía nada. Pero cuando desde el umbral reconoció a la dama que conversaba con la anfitriona y lady Winfield en un canapé de estilo Regencia, casi le invadió el pánico. Se detuvo en seco e hizo ademán de volverse. Al darse cuenta de ello, Vidal-Pellicorne se inquietó.

—¿Te pasa algo? ¿Qué es lo que ocurre? —le susurró manteniéndose de perfil.

—No debería haber venido. Es muy probable que esta velada sea una de las más desagradables de mi vida de anticuario.

—Lo siento, pero es demasiado tarde para irse.

En efecto, sus nombres, pronunciados por la voz potente del criado, habían resonado en la estancia y la anciana duquesa les dirigía, a través de sus impertinentes y del vasto espacio del salón, una sonrisa extasiada. No quedaba más remedio que cumplir con las normas de la etiqueta. Al cabo de un momento que le pareció demasiado corto, Aldo se inclinó sobre la mano de su anfitriona, que ya estaba diciendo:

—He aquí al caballero del que le había hablado, querida Ava. En cuanto a usted, querido príncipe, sé por lady Ribblesdale que ustedes dos se conocieron en América antes de la guerra.

¿Lady Ribblesdale? —repitió Aldo con una mirada de interrogación mientras saludaba a la dama—. Creía recordar otro nombre, por otro lado inolvidable..., como la propia milady.

En efecto, unos diez años atrás, durante una estancia veraniega en Newport, la ciudad balneario de los millonarios neoyorquinos, Morosini había tenido el honor de ser presentado a la que era considerada la mujer más guapa de Estados Unidos, pese a haber cumplido los cuarenta: Ava Lowle Willing. Aunque dos años antes se había divorciado de John Astor IV, dicha señora seguía haciéndose llamar Mrs. Astor. A decir verdad, su ex marido ya no tenía modo de impedírselo, a despecho de que se había vuelto a casar enseguida, porque al regresar de su viaje de novios en Europa se le ocurrió la lamentable idea de embarcarse en el Titanic, donde murió como un gran señor después de haber obligado a su joven esposa a embarcarse en una chalupa de salvamento. Ava, que por cierto era madre de dos hijos, pasó por alto a la joven viuda y siguió siendo Mrs. Astor.

Esa beldad, dotada de un enorme poder de seducción, no dejaba de ser una arpía sin corazón que nunca había querido ni a su marido ni a sus hijos, y ni siquiera a sus amantes. Solamente le interesaba su propia persona. Por añadidura, y a pesar de que pertenecía a una de las mejores y más acaudaladas familias de Filadelfia (los Lowle Willing afirmaban ser descendientes de varios monarcas ingleses y de un soberano francés), de niña la habían mimado terriblemente sin enseñarle ni pizca de educación, y por desgracia conservaba algunos rasgos de su infancia. Aldo recordaba con horror una cena en casa de los Vanderbilt en la que Ava, sentada al lado de una noble dama inglesa —cosa que detestaba porque prefería la compañía masculina—, había exclamado al levantarse de la mesa: «¡Me pregunto dónde habré oído decir que lady X... es divertida y ocurrente!» Naturalmente, había provocado un silencio glacial. En lo que se refería al propio Aldo, Ava se obstinaba en creer que se pasaba el día haciendo equilibrios sobre una góndola, mientras cantaba O sole mio acompañándose con la guitarra. Y se lo repetía como si fuera una broma estupenda, lo que tenía el don de ponerlo fuera de sí.