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Si Aldo confiaba en que la decena de años transcurridos la habrían calmado, se equivocaba por completo. Ava lo acogió proclamando en voz muy alta:

—¡Pero si es mi pequeño príncipe gondolero! ¡Estoy encantada de volver a verlo, querido!

—Yo también, lady... Ribblesdale. ¿Lo he dicho bien? —contestó, decidido a hacerle frente y a responder a una insolencia con otra, aunque eso desluciera su reputación de caballero galante.

—¡Sí, señor! —admitió ella con una sonrisa radiante—. Es un marido muy decorativo y muy rico, pero que no tendré el placer de presentarle. Antes de que nos casáramos, era un compañero la mar de alegre y daba unas fiestas impresionantes, pero ahora no hay manera de sacarlo de esa horrorosa mansión solariega de estilo Tudor que posee en el condado de Sussex y donde ha sustituido la música de los violines del baile por la lectura en voz alta de los clásicos. Lo que resulta una lata, incluso con una voz tan bonita como la suya. Así pues, de cuando en cuando vengo a distraerme a Londres. Me gustaría hacerlo mucho más a menudo, pero él no puede vivir sin mí.

—¡Cómo le comprendo! Ni siquiera debería permitir que se alejara de él un instante. ¿Me permite presentarle a mi amigo Adalbert Vidal-Pellicorne? Es un egiptólogo francés muy reputado.

—¿Qué tal, caballero? Un egiptólogo resulta siempre divertido, aunque los ingleses aventajan bastante a los franceses en ese arte.

—Digamos que disponen de más medios, lady Ribblesdale —repuso Adalbert—. Por lo demás, creo recordar que Champollion, el hombre que descifró los jeroglíficos, era francés.

—Sí, ¡pero hace ya tanto tiempo de eso! Además, la piedra Rosetta está aquí, en el Museo Británico. Pero, si es ésa su profesión, ¿qué hace usted aquí, en este salón? Mi hija Alice se encuentra en Egipto con nuestro queridísimo amigo lord Carnavon, y sigue con interés sus excavaciones en el Valle de los Reyes.

—¿Su hija es arqueóloga?

—¡Dios santo, no, qué horror! ¿Se la imagina cavando en la arena? Lo que ocurre es que siente pasión por ese país porqué está convencida de haber vivido en él durante una vida anterior, en la que a pesar de ser hija de un sumo sacerdote de Amón seguía la doctrina solar de Akenatón. Hasta tiene sobre esa cuestión unas pesadillas muy divertidas.

Aquella verborrea habría podido proseguir durante mucho tiempo si la duquesa no llega a intervenir, con una dulzura llena de firmeza, levantándose y expresando su deseo de presentar a los recién llegados a los demás invitados.

—Serán vecinos de mesa —dijo a lady Ribblesdale a guisa de consuelo—, de modo que tendrán tiempo de conversar.

Antes de recorrer el salón, tomó el brazo de Aldo, que se sentía abrumado al pensar en el calvario que iba a ser para él la cena. Esa idea le hizo saludar sin darse cuenta a una docena de personas, y no recobró plena conciencia de sus actos hasta que se encontró estrechando la mano de Moritz Kledermann.

—Encantado de conocerlo —declaró el banquero suizo sin el menor entusiasmo—. Es una sorpresa inesperada que aprecio en lo que vale. Al parecer tenemos amigos comunes.

—Así es —contestó Morosini, recordando a tiempo que en la boda de Anielka con Eric Ferrals la duquesa de Danvers y Dianora Kledermann ocupaban posiciones privilegiadas—. Supongo que, al igual que yo, lamenta usted el trágico destino de sir Eric... y de su joven esposa.

Un brillo de curiosidad teñida de asombro apareció en los grises ojos del zuriqués.

—¿Acaso la cree usted inocente?

—Estoy convencido de ello —dijo Aldo con firmeza—. Piense que aún no tiene veinte años, y creo que en este asunto es sobre todo una víctima.

El brillo persistió en la mirada del banquero, y fue acompañado de una lenta sonrisa que puso un toque de buen humor en aquel rostro algo severo.

—¡Vaya!, en eso no está usted de acuerdo con mi esposa. Ella no se cansa de repetir que la mujer de su viejo amigo merece la horca. Pero tengo entendido que usted la conoce, ¿no?

—Tengo ese honor, que es también un placer. ¿Puedo preguntarle por su salud, puesto que al parecer no lo ha acompañado? —preguntó Aldo con una serena suavidad.

—Se encuentra muy bien, al menos eso creo. Deseaba venir conmigo, pero cuando tengo entre manos un asunto importante prefiero estar solo. Y en este caso he tenido razón. Se sentiría desplazada en esta atmósfera de crimen canallesco que rodea la muerte del pobre Harrison.

—¿Ha venido por el diamante del Temerario?

—Naturalmente, como muchos otros y como usted mismo, supongo. Tengo intención de quedarme unos días con la esperanza de que aparezca.

—Lo mismo voy a hacer yo. Confío enormemente en la eficiencia de Scotland Yard.

El anuncio de que iban a servir la cena puso fin a la conversación. De todos modos, la duquesa y Morosini habían acabado de dar la vuelta al salón, y éste, resignado, fue a ofrecer el brazo a la temible lady Ribblesdale para acompañarla a la mesa.

La cosa fue peor de lo que Aldo había imaginado. Apenas se hubo sentado ante el largo tablero de caoba cuya superficie esmeradamente reluciente sostenía una multitud de exquisitas porcelanas inglesas y de centelleantes cristales, además de un enorme centro de mesa de esmalte del que surgían unas flores, su compañera, con una notable desenvoltura, lo abrumó con un sinfín de preguntas relativas a su «pequeño comercio» e incluso a su vida íntima. Por si fuera poco, encajonado como estaba entre ella y su anfitriona, se vio obligado a hacer honor a los platos que le sirvieron: una sopa clara y poco abundante en la que flotaban unos trozos de algo indefinible, un asado de cordero demasiado hecho flanqueado de patatas poco hechas y de la horrible salsa de menta que él odiaba, un excelente y minúsculo pedazo de queso Stilton, del que se habría comido una porción enorme, y, después de un surtido de temblorosas gelatinas adornadas con flores de azúcar, las elegantes savouries, un refinamiento destinado a eliminar el dulzor del postre y que esa noche consistía en tostadas con tuétano aderezadas con tanta pimienta que, con el paladar ardiendo, a punto estuvo de echarse a llorar. Pero, antes de llegar a ese extremo, la ex lady Astor le había explicado el motivo de que se hubiera requerido su presencia y que estaba relacionado con la Rosa de York. Lady Ribblesdale quería comprarla y se había tomado como una ofensa personal la falta de consideración demostrada por el pobre Harrison al permitir que lo asesinaran y se la robaran.

—No es nada seguro que hubiera podido adquirirla, lady Ava —hizo constar Morosini—. Tenía fuertes competidores. Entre ellos los Rothschild, ingleses o franceses, y frente a usted se halla sentado uno de los mayores coleccionistas europeos, o en todo caso el mayor de Suiza.

—¡Bah! ¿Qué importancia tienen? —dijo la dama, barriendo con un gesto de su manita cargada de sortijas a esos seres despreciables—. El diamante habría sido mío porque siempre obtengo lo que deseo, y esta noche lo vería brillar sobre mi persona.

La voz lenta pero precisa de Moritz Kledermann se hizo oír desde el otro lado de la mesa.

—No es una joya que pueda llevarse. Sin duda es muy hermosa, pero menos brillante de lo que se imagina. ¿No ha logrado verla?

—No, pero eso no importa.

—¿Usted cree? Quizá la hubiera decepcionado. En primer lugar se trata de un cabujón, lo que significa que su superficie es redondeada, que está desprovista de aristas y simplemente pulida, porque es un diamante muy antiguo y por entonces no se conocía el arte de tallar las piedras preciosas.