—Eso es cierto —aprobó Aldo—. La Rosa de York no refleja tanto la luz como el aderezo que usted luce esta noche —añadió, dirigiéndose a lady Ribblesdale.
En efecto, engalanada con un collar de brillantes, unos pendientes, una diadema y algunos brazaletes, la americana emitía mil destellos, dignos de un árbol de Navidad. La mayoría de esas joyas eran realmente bonitas, pero al ser tan numerosas se desvalorizaban mutuamente. La dama rechazó la objeción con un nuevo gesto.
—¡Y eso qué más da! La habría hecho tallar, y punto —exclamó con despreocupación.
Por encima del oscuro espejo de caoba, el experto y el coleccionista intercambiaron una mirada de horror que Morosini se apresuró a traducir.
—Una joya histórica no se manda tallar, señora mía, especialmente si posee tanta importancia.
—¿Y por qué no, si he pagado por ella?
—Porque la Corona británica, a la que el diamante ha pertenecido durante mucho tiempo, le pediría cuentas. Cuando se trata de una pieza tan sobresaliente, las leyes del mercado son muy distintas. Sobre todo en este país y estando en juego un monumento histórico —dijo Aldo con severidad—. De cualquier modo, una vez tallado, el diamante del Temerario no sólo perdería su imagen en la memoria de los hombres sino buena parte de su valor de mercado. En realidad, no entiendo por qué tiene tanto empeño en adquirirlo.
El cutis perfecto de lady Ribblesdale enrojeció bruscamente mientras sus magníficos y negros ojos brillaban con una cólera que no se molestó en reprimir.
—¿No lo entiende? Pues voy a explicárselo —gritó, sin que le preocupara el hecho de interrumpir todas las conversaciones—. Ya no soporto ver, en la Corte o en las grandes recepciones, a mi prima lady Astor,[7] esa marisabidilla de Nancy que ha considerado oportuno hacerse elegir miembro de la Cámara de los Comunes, lucir una diadema en medio de la cual resplandece el Sancy, uno de los diamantes más bellos de la corona de Francia. Por eso quiero ser la dueña de la Rosa de York.
—Incluso si la llevara usted, señora, no produciría tanto efecto como el diamante Sancy, que es una de las mejores gemas que conozco —dijo Moritz Kledermann.
—Pues entonces quiero tener al menos su equivalente, pero más gordo, claro. Ésta es la razón de nuestro encuentro, querido príncipe —agregó con insolencia—. Ya que vende joyas históricas, busque una para mí.
Era tal disparate que, en lugar de enfadarse, Morosini soltó una carcajada.
—En ese caso, lady Ava, habrá que convencer a Su Majestad para que le venda una de las piedras preciosas guardadas en la Torre de Londres, uno de los Cullinan, por ejemplo, o bien persuadir al duque de Westminster para que se desprenda del diamante Nassak, cuyo peso es de ochenta quilates, mientras que el Sancy sólo pesa cincuenta y tres.
—¡Esos no me interesan! —exclamó la dama en tono impaciente—. Deseo una joya de renombre que haya sido lucida por una o varias reinas, como el Sancy. Mi prima Nancy no para de contarle su historia a todo el mundo. La célebre María Antonieta, por ejemplo, la lucía a menudo.
—Siendo así—terció de nuevo Kledermann medio en serio medio en broma—, habrá que pedir el diamante Régent al museo del Louvre. Sus ciento cuarenta quilates ya centelleaban en la corona de Francia cuando Luis XV fue coronado rey. Después lo llevó María Antonieta y también Napoleón.
—¡No sea ridículo! —soltó ella, pasando por alto toda cortesía—. Sin duda será posible encontrar lo que yo quiero. Y puesto que ése es su oficio, Morosini, arrégleselas para satisfacer mi deseo.
En esa fase del debate, la duquesa se decidió a intervenir. Aunque nunca había sido muy perspicaz, ni siquiera inteligente, notó que el ambiente se cargaba de electricidad y le preocupó el extraño resplandor verde que había aparecido en los ojos de un gris azulado de Morosini.
—¡Querida amiga, debería usted calmarse! Lo que pide no es fácil, pero estoy segura de que el príncipe hará lo imposible por satisfacerla. Sólo hace falta un poco de paciencia.
Se levantó mientras hablaba, lo que obligó a las otras damas a hacer lo mismo. Los caballeros se quedaron en la mesa para la ceremonia ritual del oporto.
—¡Qué costumbre tan interesante! —susurró Aldo con un suspiro de alivio al oído de su amigo Adalbert—. Nunca la había apreciado tanto.
—Sólo es una tregua. No te librarás de ella tan fácilmente. Es una mujer que sabe lo que quiere. Aunque es cierto que en este caso te está pidiendo la luna o algo parecido.
—¡No estés tan seguro! Se me ha ocurrido una idea que arreglaría las finanzas de una vieja amiga de mi madre. Posee un diamante, engarzado en una diadema, algo mayor que el Sancy. Siempre me he preguntado si no sería el Espejo de Portugal, desaparecido a raíz del robo de las joyas de la Corona francesa en el guardamuebles de la plaza de la Concordia en el año 1792. A partir de entonces la pista del diamante se perdió por completo.
Hablaba en voz baja para que no lo oyera Kledermann, aunque éste estaba charlando con su vecino de mesa, un coronel del ejército destinado en la India.
—Tu idea no vale nada. Esa señora no debe de tener ningunas ganas de venderlo.
—¡Ya lo creo que tiene ganas! Te lo explico en dos palabras. Unos días antes de mi viaje a Escocia, vino a verme para preguntarme si no habría un medio de deshacerse con discreción de un «objeto»..., eso es lo que dijo..., que nunca le había gustado porque lo creía responsable de todas las desgracias que la han afligido desde el día de su boda, cuando lo lució por primera vez en su tocado. Al salir de la iglesia se fracturó una rodilla y de resultas de ello se quedó coja. Pero eso no es todo:" después perdió sucesivamente a su muy amado marido y a dos hijos en unas circunstancias dramáticas que esta noche no te contaré por falta de tiempo. Le quedaba una hija, que se casó por amor con otro veneciano de la nobleza, muy apuesto pero sin fortuna, santurrón y avaro hasta la exageración. La hija no es guapa, pero estaba locamente enamorada de ese personaje muy dispuesto a sacar partido de su palmito. A fin de que pudiera celebrarse el matrimonio, mi vieja amiga se deshizo de todas sus joyas excepto del malhadado tocado, porque no quería que los maleficios en los que ella cree recayeran sobre la inocente cabeza de su hija. Sin embargo, actualmente su estado de salud es muy malo y desearía poder cuidarse y al mismo tiempo perder de vista el diamante.
—¡Estupendo! Pues no tiene más que venderlo.
—No resulta tan fácil. Su yerno no cesa de camelarla para que se lo regale a la hija. Y, como es lógico, vigila a su suegra. Si pusiera en venta la alhaja, estallaría un drama.
—¿Crees que sería capaz de...?
—¿Matarla? No, es demasiado buen cristiano, pero sería capaz de secuestrarla. De ahí la visita tan discreta que ella me hizo a primera hora de la mañana, mientras su yerno estaba en misa. Le prometí que haría lo posible por encontrar un comprador interesante, quizás aprovechando la cantidad de entendidos que se han reunido aquí para la venta de la Rosa. Pero me avergüenza un poco confesar que hasta esta noche no me había acordado del asunto.
—Bueno, pues aquí tienes la ocasión. Aprovéchala.
—Hay un pequeño problema. Estoy casi seguro que se trata del Espejo de Portugal, pero no tengo ninguna prueba..., dejando aparte, claro, el hecho de que es gafe.
—¡Ah, ése también!
—Es bastante corriente con esas piedras casi legendarias. El diamante Sancy, por ejemplo, no es una excepción, de modo que lady Ribblesdale no debería envidiar tanto a su prima. En cuanto al Espejo, pasó a manos de Felipe II de España a raíz de su enlace con María de Portugal, que murió dos años después de la boda. Seguidamente, formó parte del tesoro inglés hasta el reinado de Carlos I, que fue decapitado. Su esposa, hija de Enrique IV de Francia, después de huir a su patria con todas sus alhajas y verse reducida a la miseria, tuvo que ceder el diamante al cardenal Mazarino. Y por fin, María Antonieta lo incluyó entre sus muchos aderezos. Reconozco que esta trayectoria es como para que la americana dé brincos de alegría, aunque como es suspicaz, igual que todas las de su clase, no querrá tener el diamante si no puede proclamar toda su historia. Y ocurre que, a partir de 1792, esa historia es una incógnita incluso para mi vieja amiga. Su marido nunca quiso decirle de qué manera obtuvo la joya. La verdad es que preferiría que se dirigiera a un coleccionista acostumbrado a callar, como Kledermann. Además, él posee uno de los dieciocho Mazarinos, entre los que en una época figuraron el Espejo y el Sancy.