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Una vez perdonado, había demostrado una buena voluntad conmovedora encontrando un pequeño lanchón de fondo plano que fueron a buscar al muelle de Santa Catalina, justo al lado de la Torre de Londres, donde acostaban los grandes navíos cargados de té, de añil, de perfumes, de maderas preciosas, de lúpulo, de carey, de nácar y de mármol. Sin duda alguna era el muelle más atractivo del Támesis y en él era posible alquilar una barca sin exponerse a que lo desvalijaran a uno. Se remaba, además, sin demasiada dificultad: la marea, a la sazón estacionaria, no tardaría en bajar y los ayudaría.

—¿Qué vamos a buscar? —refunfuñó Adalbert, tirando de los remos—. ¿De lo que tienes ganas es de visitar un garito clandestino o de comprobar que allí hay un fumadero de opio?

—No lo sé, pero algo me dice que explorar la guarida subterránea de Yuan Chang no será una pérdida de tiempo. ¿Está muy lejos aún? —añadió, dirigiéndose a Bertram.

—No mucho. Ésa es la gran escalera de Wapping. ¡Un pequeño esfuerzo más!

Unos minutos más tarde, la barca era amarrada silenciosamente a una anilla colocada a este efecto junto a la entrada redonda del túnel que tanto intrigaba a Morosini. El agua llegaba casi a la altura del umbral. Aldo y Adalbert pusieron pie a tierra y, dejando a Bertram a cargo de su esquife, se adentraron bajo la casa. La oscuridad era profunda, pero, gracias a la linterna que de vez en cuando el arqueólogo encendía durante breves instantes, pudieron avanzar sin peligro de caer sobre el suelo viscoso. Debían de estar a la altura de la sala de fan-tan, pues se oía el parloteo excitado de los jugadores.

El túnel, en suave pendiente, no era largo. Desembocaba en unos escalones que conducían a una puerta de madera tosca, por debajo de la cual se filtraba una luz amarillenta y que estaba cerrada con llave. Sin decir nada, Adalbert sacó algo de un bolsillo, se agachó delante de la cerradura y se puso a hurgar dentro con toda la delicadeza deseable para evitar hacer ruido. Fue rápido. Al cabo de unos segundos, el batiente se abrió para dejar paso a un corredor débilmente iluminado por un farol chino colgado del techo.

Morosini emitió un ligero silbido de admiración.

——¡Qué habilidad! ¡Qué maestría! —susurró.

—Ha sido un juego de niños —repuso su compañero con desenvoltura—. Esta cerradura no tiene ningún misterio.

—¿Y una caja fuerte? ¿Sabrías abrirla?

—Depende... Pero, chisss... No estarlos aquí para charlar.

Al pasillo sólo daba una puerta, enfrente de la pared mugrienta, tras la que se encontraba la sala de juego. Alguien hablaba al otro lado, y, aunque sin entender muy bien lo que decía, Aldo creyó reconocer a Yuan Chang.

De pronto se oyó otra voz. Una voz de mujer, deformada y amplificada por la cólera.

—¡No se burle de mí, viejo! Yo he pagado por el trabajo y en estos momentos no tengo nada. Quiero lo que habíamos acordado.

—Fue demasiado impaciente, milady. Y ese impulso que la hizo venir sin esperar a que yo la llamara es muy peligroso.

—¿Acaso no comprende mi impaciencia?

—Siempre es mala consejera. Y ahora no se le ocurra quejarse de haber sido atacada al salir de aquí.

—¿Está totalmente seguro de que no tuvo usted nada que ver?

Se produjo un silencio que a Morosini le pareció más inquietante que los gritos. No había duda posible: la mujer era Mary Saint Albans. Aldo se sentía confundido por su audacia. El asunto del que trataba debía de ser muy importante para que se atreviera a plantarle cara a ese chino, más peligroso que una serpiente de cascabel. Maquinalmente, tocó dentro de su bolsillo el arma que había tenido la precaución de llevar y que no vacilaría en utilizar si era preciso acudir en auxilio de aquella loca.

De pronto se oyó arrastrar una silla y después crujir el entarimado. Seguramente Yuan Chang estaba acercándose a su visitante, pues su voz llegó más clara.

—¿Puedo preguntar qué insinúa? —dijo.

—Está muy claro, y debería haber sospechado que me jugaría una mala pasada. No pagué suficiente, ¿verdad?

—Fui yo quien estableció el precio que me pareció razonable.

—¡Vamos! Sólo era razonable porque usted pensaba ganar algo más. ¡Era tan fácil!, ¿verdad? Yo vine a traerle el dinero, usted me dio lo que yo venía a buscar y despues envió a sus hombres tras de mí para recuperar el diamante.

Los dos hombres que escuchaban tuvieron que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de estupor, pero no era ni el lugar ni el momento de cambiar impresiones. Yuan Chang se había echado a reír.

—Es muy inteligente para ser una mujer, sobre todo una mujer tan codiciosa —dijo con un desdén divertido—. Pero no presuma tanto de ello, porque en realidad ha hecho exactamente lo que yo esperaba que hiciera.

—¿Lo admite, entonces?

—¿Por qué iba a molestarme en negarlo? ¿Cómo no se dio cuenta antes de que la suma que pedí era a todas luces insuficiente para pagar la vida de un hombre?

—En ningún momento se habló de matar. Yo pensaba...

—Usted deja de pensar con claridad en cuanto hay joyas de por medio. Usted no tenía que preocuparse de los medios, pero ahora son tres hombres los que han caído, no sólo el joyero. He tenido que hacer ejecutar a los hermanos Wu, mis fieles servidores, porque, después de haberle quitado la piedra, olvidaron traérmela. Ya ve a lo que lleva el afán de lucro. Afortunadamente, mi gente los seguía y les echaron el guante en el momento en que iban a embarcar en un navío para ir al continente. Una idea estúpida que les ha costado la vida. La policía fluvial los ha encontrado en el Támesis.

—He leído los periódicos, y debería haber sospechado que era cosa suya, pero su organización no me interesa. Yo quiero el diamante.

—¿Tiene ganas de sufrir otra agresión nocturna? Mi intención es quedarme esa piedra algún tiempo más e incluso estoy dispuesto a devolverle su dinero.

—¿Significa eso que quiere otra cosa? ¿Qué?

—Ah, veo que está volviéndose comprensiva. En realidad, me conoce lo suficiente para saber que no tengo ningún interés en conservar indefinidamente ese diamante que usted tanto ansía. Esos... perendengues occidentales no representan gran cosa para mí.

—¡Demontre! —susurró Adalbert—. ¡Va a por todas!

—En cambio —proseguía el chino—, recuperar los tesoros de nuestros grandes antepasados imperiales es el objetivo de mi miserable vida. Una parte se encuentra en su país, y usted tendrá su bagatela cuando yo tenga la colección de jades de su venerado esposo.

El golpe debió de ser tan duro como inesperado. Un silencio lo acentuó. Luego, con una voz que por primera vez expresaba temor, lady Mary balbució:

—¿Quiere que le robe a mi marido? ¡Pero eso es imposible!

—Llevarse el diamante delante de las narices de Scotland Yard también lo era.

—Lo reconozco. Sin embargo, jamás lo habría conseguido sin mi ayuda.

—Nadie dice lo contrario. Representó muy bien su papel, de modo que no es mi intención pedirle que actúe por su cuenta. No tendrá más que facilitarnos la tarea diciéndome, para empezar, dónde está la colección.

—En nuestro castillo de Kent. En Exton Manor.

—Bien, pero eso no es suficiente. Debe darme todas las indicaciones, todos los planos que necesito para llevar a cabo el plan de... recuperación de tesoros robados en nuestro país. Cuando yo tenga los jades imperiales, usted tendrá su piedra.

—¿Por qué no lo dijo antes?