—Soy aficionado a la pesca y sé que, para atrapar ciertos peces, hace falta un cebo de calidad y que después, antes de sacarlos del agua, hay que trabajar mucho, cansarlos. Eso es lo que he hecho con usted, lady Mary, porque la conozco bien desde hace años y de buenas a primeras tal vez no habría aceptado el trato. Incluso habría sido peligroso para mí. Debía usted madurar, como el fruto que se resiste a la mano cuando todavía está verde, pero cae con toda naturalidad en la palma cuando está en su punto. Así que tendrá que facilitarnos el acceso a su morada... ¡Vaya!, la veo muy pensativa. ¿Acaso mi idea empieza a seducirla?
—¿Seducirme? Pero si lo que está pidiéndome es que desvalije al hombre al que...
—Al que nunca ha querido. ¿El único que logró meterse en su duro corazón no fue aquel joven oficial de marina que conoció en un baile en casa del gobernador en Hong Kong? Estaba loca por él, pero su padre no quería oír hablar de esa relación y en el último momento le impidió marcharse con él. Su carrera se habría visto truncada, pero quizás hubiera sido usted feliz. Sobre todo porque seguramente no lo habrían matado durante la guerra...
—¿Cómo se ha enterado de todo eso? —murmuró la joven, aterrada.
—No hace falta ser brujo. Hong Kong es una isla pequeña donde uno se entera de todo lo relacionado con las personas importantes con sólo poner algo de interés. Usted ya se había aficionado al juego y me interesaba. Más tarde aceptó a Saint Albans por su fortuna; gracias a ella, al menos podría saciar su pasión por las piedras. Ahora es usted paresa de Inglaterra y esposa de uno de los hombres más ricos del país. Puede conseguir todo lo que quiera.
—No lo crea. Ni siquiera estoy segura de que Desmond me quiera. Está orgulloso de mí porque soy guapa. En cuanto a mi pasión, como usted dice, le parece bastante divertida, pero gasta mucho más en su colección. Creo que sus jades son lo que más le interesa del mundo.
—¡Allá él! ¿Está decidida a ayudarme?
Esta vez no hubo ni un instante de reflexión y la voz de Mary había recobrado su firmeza cuando dijo:
—Sí. Siempre que pueda.
—Cuando uno quiere, es capaz de realizar proezas. ¿No dicen los cristianos que la fe mueve montañas si se la sabe utilizar? Haré la pregunta de otro modo: ¿sigue queriendo el diamante?
La respuesta fue inmediata, precisa, tajante:
—Sí. Lo quiero por encima de todo y usted lo sabe perfectamente. Pero deme un poco de tiempo para poner en orden mis ideas, pensar en todo esto y prepararme para satisfacer sus deseos. ¿Qué quiere exactamente?
—Un plano detallado de la casa, el número de criados y sus atribuciones. Sus costumbres y las de sus invitados cuando los tiene. Una descripción de los alrededores y todo lo concerniente a la vigilancia de la propiedad. Este tipo de empresa exige una precisión extrema. Cuento con usted para obtenerla.
—Sabe que haré cuanto pueda. Desgraciadamente, no podré decirle nada más, pues desconozco la combinación que abre la cámara acorazada.
—¿Una cámara acorazada?
—Es el término más adecuado. Mi esposo ha acondicionado para este fin una bodega cuyos muros, que datan del siglo XIII, tienen varios pies de grosor. Una auténtica puerta de caja de caudales fabricada por un especialista la cierra. Sin la combinación, no se puede abrir.
—Es un inconveniente, pero no insuperable. Si no puedo conseguirla, intentaré arreglármelas... de una u otra forma. El hombre más discreto puede volverse parlanchín cuando te diriges a él en el tono adecuado.
Lady Mary profirió una exclamación que dejaba traslucir una angustia real.
—No estará pensando en... agredirlo personalmente.
—Todos los medios son buenos para alcanzar el objetivo deseado, aunque... es cierto que preferiría no llegar a esos extremos.»Milady, una mujer tan inteligente como usted debería ser capaz de descubrir ese secreto. Ah, por cierto, no crea que puede tenderme una trampa avisando a la policía. Por ese lado, también tomaré mis precauciones, y usted no volvería a ver jamás la Rosa de York.
—Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos, ni siquiera para salvar a mi esposo. ¿Cómo debo hacerle llegar la información?
—¡No corra tanto! Dentro de algún tiempo irá a su casa una mujer para ofrecerle ropa interior parisina. Tranquilícese, es una occidental. No tendrá más que entregarle un sobre cerrado. Después le haré saber cuándo tengo previsto actuar, pues es preciso que usted esté en el castillo para introducirnos. Ahora márchese y no se le ocurra volver por aquí. No me gustan los riesgos inútiles.
—De acuerdo. Pero, antes de irme, ¿no me lo enseñaría otra vez?
—¿El diamante?
—Creo que eso estimularía mi valor.
—¿Por qué no? Nunca está lejos de mí.
En el pasillo, Aldo volvió la cabeza. Su mirada se encontró con la de su amigo. El mismo pensamiento acababa de atravesarles la mente: ¿por qué no aprovechar la ocasión? Irrumpir en la habitación y apoderarse de la piedra después de haber neutralizado al chino y a su visitante parecía increíblemente fácil. Y tendría la ventaja de poner a todo el mundo de acuerdo.
Aldo ya estaba sacando el arma y se disponía a cerrar la mano sobre la culata de cobre cuando Adalbert lo retuvo, dijo que no con la cabeza e indicó que debían marcharse. Se oían pasos acercándose, efectivamente. Se fueron discretamente, sin olvidar cerrar tras de sí la gran hoja de madera. Unos instantes más tarde se reunían con Bertram, tumbado en el fondo de la barca para evitar ser visto si por ventura un barco pasaba cerca de él. Los recibió con un enorme suspiro de alivio, pero se abstuvo de hacer comentario alguno. Embarcaron sin decir palabra y, tirando con fuerza de los remos para luchar contra la marea, que estaba bajando, se apresuraron a poner la mayor distancia posible entre la barca y el Crisantemo Rojo. El periodista, aunque continuaba en silencio, ardía de curiosidad.
—¡Cuánto han tardado! —dijo por fin, frotándose las manos para calentárselas—. Empezaba a preocuparme. Espero que por lo menos hayan descubierto algo.
—Digamos que la visita ha merecido la pena —contestó Morosini—. Hemos sorprendido una conversación entre Yuan Chang y un personaje desconocido que nos ha confirmado con toda seguridad que el diamante se encuentra en posesión del chino. Hasta se lo ha enseñado a su visitante...
—Y nos ha costado Dios y ayuda no irrumpir en el establecimiento del chino para llevarnos la piedra —añadió Vidal-Pellicorne.
—¡Señor! Han hecho bien en contenerse, porque no se habrían llevado nada de nada y a estas horas quizás estarían flotando en el Támesis. Si es verdad lo que se cuenta sobre los establecimientos del chino, están provistos de trampillas que les permiten desembarazarse de un modo fácil y cómodo de los visitantes indiscretos o indeseables.
—¡No exageremos! —repuso Morosini—. Seguro que hay una parte de leyenda en todo eso.
—Con los orientales, muchas veces las peores leyendas se quedan cortas en relación con la verdad —dijo Bertram con voz insegura—. Y yo he oído muchas sobre Yuan Chang. Quizá por eso me da tanto miedo él y lo que lo rodea. —Luego, cambiando súbitamente de tono, añadió—: ¿Qué tienen previsto hacer ahora? ¿Ir a contárselo al superintendente Warren?
—Vamos a pensarlo.
—Más vale ir, si no, se me va a echar encima como haga simplemente una alusión al asunto en el periódico.
—Usted no va a hacer ninguna alusión a nada, amigo mío, al menos por el momento —protestó Adalbert—. Creía que habíamos llegado a un acuerdo. Usted se está quieto y se limita a echarnos una mano, y a cambio tendrá la exclusiva de la historia. ¿Ya no le interesa?
—¡Sí, sí, por supuesto! Lo que ocurre es que la paciencia no es mi virtud predominante.
—Ése es un grave defecto en un periodista. La paciencia, querido amigo, es el arte de esperar. Eso no lo escribió Shakespeare sino un francés llamado Vauvenargues, lo que no le resta calidad, y le aconsejo que medite sobre ello.