El toque de sirena de un paquebote que navegaba río abajo, iluminando las aguas con sus focos, obligó a interrumpir la conversación para dar prioridad al mantenimiento de la estabilidad del esquife, zarandeado por la potente estela. Aldo, por su parte, se había desinteresado de la charla de sus compañeros. Como buen italiano, fuertemente tentado de poner en un pedestal a toda mujer bonita, le costaba un poco recuperarse de los efectos de su reciente descubrimiento. A saber, que lady Mary se hallaba implicada en un crimen horrible, en el que sin duda había participado activamente. Le obsesionaba sobre todo una de las frases que acababa de oír: «Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos.» ¿Qué papel había desempeñado en el asesinato de Harrison esa encantadora criatura cuyo rostro de ángel ocultaba un alma tan negra?
De repente, lo vio con una claridad meridiana. ¿Por qué no el de la anciana lady Buckingham, que él sabía con toda certeza que no había podido ir a la joyería de Old Bond Street? Evidentemente, estaba el coche y la mujer que supuestamente la sostenía, tal vez la enfermera de la anciana, la que había impedido a Warren entrar en su habitación afirmando que estaba demasiado alterada para responder a ninguna pregunta. ¿Había que suponer que lady Mary había contado con su complicidad? Esa versión explicaría tantas cosas...
En cuanto Adalbert y él se libraran de los oídos curiosos del periodista, podrían debatir tranquilamente la cuestión que se les planteaba: poner o no poner al corriente a la policía. La primera solución sería la más sensata, además de la mejor manera de proteger a lord Desmond, cuya vida tenía ahora en mucho aprecio, pues, tal como estaban las cosas en esos momentos, únicamente su talento iba a alzarse entre Anielka y la horca. Aunque, por otra parte, si se encontraba atrapado en el torbellino de un terrible escándalo, quizás el abogado no pudiera seguir defendiendo a su joven cliente. En el fondo, lo mejor sería esperar un poco, puesto que el robo previsto de los jades de Exton Manor no iba a llevarse a cabo de inmediato.
Sin embargo, estaba escrito que esa noche Aldo iba a verse privado de la capacidad de decisión.
En el momento en que la barca ocupaba de nuevo su lugar en el muelle de Santa Catalina, una silueta perfectamente reconocible se alzó en lo alto de la escalera junto a la que estaban amarrándola.
—¿Qué tal el paseo, señores? ¿Bien? Hace una noche un poco fresca, pero hay tantas estrellas que seguramente han salido para contemplarlas.
La voz burlona del pterodáctilo estaba cargada de amenazas, pero éstas no lograron acabar con el indestructible buen humor de Vidal-Pellicorne.
—¡Fantástico! Es tan raro verlas aquí que no hemos podido resistir la tentación. Ustedes, los ingleses, sólo conocen el sol por los escritos de sus antepasados, ¡y las estrellas no digamos!
—¡Los franceses y su eterna mala fe! ¿Y, por curiosidad, adonde han ido?
—A ningún sitio en concreto. Nos hemos dejado guiar por nuestra fantasía.
—¿Hasta las irresistibles orillas de Limehouse? Lo comprendo: ¡es tan exaltante para el espíritu ese rincón infecto! En fin, señores, basta de bromas. Creo que ustedes y yo vamos a tener una conversación sin ambages de lo más apasionante. Si tienen la bondad de acompañarme...
—¿Nos detiene? —protestó Morosini—. No hay ninguna razón para hacer tal cosa.
—Ninguna, en efecto. Los invito a venir a tomar un café o un grog en mi despacho de Scotland Yard. Deben de necesitar cuanto antes algo caliente.
—Es posible, pero la idea de molestarlo nos parece detestable.
—¡No es ninguna molestia, no se preocupen! Tengo mucho interés en charlar con ustedes dos —dijo Warren, señalando con un dedo autoritario a Aldo y su amigo—. No me obliguen a pedir una escolta. Hagamos las cosas cordialmente.
—¿Yo no estoy invitado? —preguntó Bertram, dividido entre el alivio y la vejación.
—No. Puede irse, pero no demasiado lejos. Lo convocaré más tarde.
—Pero... no irá a arrestarlos, ¿verdad?
El ave prehistórica batía con tanta furia las alas de su macfarlane que Aldo creyó que iba a echar a volar.
—¿Y si se inmiscuyera en lo que le concierne? —ladró, realizando así una curiosa proeza zoológica—. ¡Desaparezca de mi vista o le pongo las esposas! ¡E intente venir cuando lo llamemos!
Tras esta andanada, Bertram Cootes desapareció en la noche con la celeridad de un genio de cuento oriental y dejó a sus compañeros conversando con el gran jefe. Estos tres se marcharon inmediatamente.
De día, las oficinas de Scotland Yard no eran acogedoras, pero de noche eran francamente siniestras, pues los grandes archivadores de un marrón casi negro y las lámparas con pantalla de opalina verde manzana no contribuían mucho a crear una atmósfera distendida. Los visitantes forzosos recibieron la acogida de sendas sillas, mientras que el superintendente se instaló en un sillón de piel después de haber hecho que el policía de guardia sirviera, tal como había prometido, unos grogs humeantes. Afortunadamente, el olor del ron y del limón invadió la estancia.
—¡Bien! —suspiró Warren, después de haberse bebido la mitad de su vaso—. ¿Cuál de los dos va a hablar? Pero, antes de nada, una pregunta: ¿ha participado Cootes en su discreta visita a las entrañas del Crisantemo Rojo?
—No —dijo Aldo, que acababa de decidir, tras haber intercambiado una mirada con Adalbert, ser lo más franco posible—. Los chinos le dan pánico, así que lo hemos dejado en la barca vigilando.
—¿Por qué lo han llevado con ustedes, entonces?
—Para que nos ayudara a orientarnos en el río. Antes de continuar, me gustaría saber cómo es que está tan al corriente de nuestros pasos. No hemos visto a nadie.
—La cosa no tiene ningún misterio. Como estaba casi seguro de que no haría ningún caso de mi advertencia del otro día, le he hecho seguir. Cuando los han visto tomar un barco en los muelles, su destino estaba claro. Y ahora, cuéntemelo todo. A juzgar por la cara de preocupación que tiene desde que me ha visto, ha debido de pasar algo que no estaba muy dispuesto a contarme.
Como no les había sido posible ponerse de acuerdo, a Vidal-Pellicorne le pareció conveniente intervenir.
—No crea. Todavía nos encontramos bajo el impacto de lo que hemos descubierto, lo confieso, e informar o no informar a la policía merecía reflexión, dadas las consecuencias de esa decisión para otras personas.
—Mmm..., no queda muy claro su discurso, señor... Vidal-Pellicorne. Es ése su nombre, ¿no?
La pronunciación era abominable, pero, de todas formas, fuera en francés o en inglés, el interesado ya estaba acostumbrado a eso.
—Más o menos. Que se acuerde de mi apellido ya es toda una hazaña.
—Le escucho, príncipe.
Alentado así a hablar, Aldo comenzó a reproducir la conversación entre Yuan Chang y una dama cuyo rostro les había sido imposible ver. En cuanto a su voz, joven y agradable, era la de una persona manifiestamente culta. Pero, al llegar a ese punto del relato, Warren lo interrumpió.
—No haga trampas conmigo. Estoy seguro de que la ha reconocido. ¿O bien me equivoco al sugerir que podría tratarse de lady Killrenan?
La sorpresa de Morosini, que aún no había conseguido dar ese nombre que tan querido era a su nueva propietaria, fue mayúscula. En cuanto a Adalbert, abrió los ojos sin tratar de ocultar su asombro.
—¿Lo sabía?
—¿Que va a veces a Narrow Street? Naturalmente. Verá, es bastante corriente que personas de la buena sociedad frecuenten el garito de Yuan Chang, pero suelen ser hombres. Cuando va una mujer sola, establecemos cierta vigilancia.
—No muy eficaz, porque hace unas noches la agredieron.
—En efecto —dijo Warren sin alterarse—, pero fue socorrida tan raudamente por dos caballeros que toda intervención era superflua. Ahora, reanude la narración sobre unas nuevas bases; ganará en claridad.