Выбрать главу

Eran algo más de las doce y media cuando, tras comprobar que no había nadie a la vista, empujó la verja y se dirigió a la pequeña escalera que conducía a la puerta de servicio. Aparentemente, Wanda había llevado a cabo muy concienzudamente su misión.

En el momento de entrar en la casa, Aldo respiró hondo. Todavía estaba en el lado de la legalidad, pero en cuánto traspasara esa puerta saltaría la barrera que separa a las personas honradas de los delincuentes. Podían detenerlo, encarcelarlo, destruir el universo tremendamente agradable y sobre todo apasionante que se había construido..., pero pensar en la cárcel le recordó a la que tal vez estaba muriendo allí.

«¡No es momento de echarse atrás, muchacho!», se dijo, y empujó la hoja esperando que chirriara. Tal como le habían dicho, se encontró en el pasillo al que daban, por un lado, las cocinas, y por el otro, los dormitorios de los sirvientes. Al fondo, la escalera de servicio que unía el sótano con la planta baja. Para estar totalmente seguro de no hacer ruido, se quitó los zapatos de charol, se los metió en los bolsillos, buscó los peldaños casi a tientas y esperó a haber pasado un recodo para encender la linterna que se había llevado por precaución. Al cabo de un momento estaba en el gran vestíbulo y guardó la linterna, pues los faroles de gas de la calle iluminaban lo suficiente para que pudiera orientarse. Encontró la noble y bella elipse que conducía al piso superior, luego los bustos de los emperadores romanos, el sarcófago y el resto de los objetos que recordaba.

Localizar el gabinete de trabajo de Ferrals fue fácil, pues estaba justo al lado de la pequeña estancia donde Sutton lo había recibido unos días antes. Una vez dentro, tuvo que encender de nuevo la linterna, ya que gruesas cortinas cuidadosamente corridas ocultaban las ventanas. En cierto sentido, era una ventaja, pues no corría el riesgo de ser visto desde el exterior. Faltaba ahora encontrar el famoso armario frigorífico, que la duquesa creía recordar que estaba cerca de la mesa de trabajo y «oculto por la biblioteca». Pero la estancia, donde los ruidos quedaban amortiguados por alfombras persas, era de considerables dimensiones y, con excepción de la chimenea, donde acababan de morir unas brasas, estaba tapizada de libros.

«Pensemos un poco. Las paredes no son tan gruesas... Debe de haber en algún sitio un trampantojo decorado con estantes llenos de libros.»

Después de quitarse la capa y el sombrero y de dejarlos sobre uno de los sillones, comenzó a inspeccionar la vasta biblioteca empezando por la parte más cercana a la mesa de trabajo. Sus largos dedos enguantados recorrían los lomos de los libros y de vez en cuando medio sacaban uno de ellos. Este ejercicio le llevó algún tiempo, hasta que por fin uno de los libros se negó a moverse porque estaba unido a los que tenía al lado. Tiró un poco más fuerte y un panel de falsos libros y falsos estantes se desprendió, girando sobre unas bisagras invisibles. Debajo había una puerta de acero pintada en color madera. Ninguna manivela para abrirla, tan sólo el agujero de una cerradura. Faltaba saber dónde estaba la llave.

Dejando las cosas tal cual, empezó a buscar en los cajones de la mesa cuando la habitación se iluminó al tiempo que una voz fría decía:

—¡Arriba las manos y no haga un solo movimiento!

Aldo dejó escapar un suspiro de contrariedad y pensó que ese tipo debía de tener un oído de perro guardián, pues él estaba seguro de no haber hecho ningún ruido. Fuera como fuese, John Sutton, con una bata de seda color vino y el cabello revuelto, lo amenazaba con un revólver.

—Puede bajar eso, no voy armado —dijo Morosini con calma.

—No tengo por qué creerle, así que seguiremos como estamos. Vaya, vaya, príncipe —añadió, pronunciando el título con un desdén insultante—, así que hemos llegado al extremo de registrar los armarios... ¿Qué esperaba encontrar ahí dentro? Si cree que es una caja fuerte...

—Sé que no es una caja fuerte, sino una nevera eléctrica. En Estados Unidos creo que lo llaman frigorífico por el nombre del inventor. Es la única razón de mi presencia aquí.

Mostraba una desenvoltura que distaba mucho de sentir por la razón más tonta del mundo: resulta difícil darse aires de grandeza cuando uno está en calcetines, aunque sean de seda, delante de un hombre cuyos ojos están clavados en ese detalle.

—¿En serio? ¿Y cree que me lo voy a tragar? —dijo Sutton.

—Debería hacerlo. Y añado que, si tuviera usted la llave para abrir este mueble, me iría estupendamente. También me gustaría comprender por qué a nadie, ni siquiera a usted, se le ha ocurrido mencionárselo a la policía.

—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? Era el juguete de sir Eric. Sólo él ponía agua y sólo él se la servía. No creerá que el veneno estaba ahí y que mi jefe se envenenó, ¿verdad? Invéntese otra cosa si quiere que le deje irse.

—¡Pero si yo no tengo ningunas ganas de irme! Incluso me alegraría mucho sí cogiera ese teléfono para rogarle al superintendente Warren que se sumara a nuestra animada reunión. Claro que habría que encontrar la llave...

—¿Qué cree? ¿Que voy a bajar la guardia para manejar el teléfono? Tenga la seguridad de que lo haré en cuanto me haya dicho la verdadera razón de su presencia aquí.

—¿Qué es usted, escocés o irlandés, para ser tan terco? Si le parece bien, puedo llamar yo. Estoy seguro de que el ptero... el superintendente va a encontrar apasionante este armario. Entre tanto, si me lo permite, voy a bajar los brazos y a ponerme los zapatos. Dispare si se le antoja, pero yo tengo frío en los pies.

Uniendo el gesto a la palabra, Morosini se calzó. El otro parecía perplejo y masculló, expresando su pensamiento en voz alta:

—Esta historia es demencial. Me siento más inclinado a pensar que continúa usted buscando su famoso zafiro.

—¿En una nevera? Porque reconoce que ese mueble es una nevera, ¿no?

—Lo reconozco, pero ¿quién demonios le ha hablado de ella?

—Va a sorprenderle: ha sido la duquesa de Danvers. Ella cree que el hielo que fabrica esa máquina puede ser nocivo. La idea de un veneno ni siquiera le pasa por la mente; ella piensa únicamente en el procedimiento de fabricación, pero yo he sacado otras conclusiones.

—¿Cuáles?

—Muy sencillo. Ese mueble no está protegido por una cerradura con secreto, supongo, sino que para abrirlo basta una simple llave... que hay que encontrar. A no ser que se consiga abrir con una herramienta. Una vez hecho, nada más fácil que vaciar la bandeja del hielo y volver a llenarla de agua mezclada con estricnina.

—¡Eso es ridículo! Sir Eric llevaba siempre la llave encima.

—¿Y se la ha llevado a la tumba? Supongo que, antes de proceder a la autopsia, le quitarían la ropa para entregársela a la familia, en este caso, usted, puesto que su mujer ya había sido arrestada.

—No. Confieso que no me preocupé de eso. Debieron de entregar esas cosas a su ayuda de cámara.

—Podemos preguntárselo. Mientras tanto...

Sin apartar los ojos de Sutton, que parecía desorientado, Aldo descolgó el teléfono y llamó a Scotland Yard. Tal como temía, Warren no estaba allí. En cambio, el inspector Pointer anunció que iría inmediatamente.

—Dentro de cinco minutos —dijo Morosini—, sabremos qué opina la policía de nuestra pequeña discrepancia. Aunque a lo mejor no tiene usted mucho interés en que venga...

—¿Qué quiere decir?

—Me parece que está claro. No lo tendrá, si fue usted quien puso el veneno.

Los ojos de Sutton se agrandaron, mientras que su rostro se puso rojo como consecuencia de un violento acceso de cólera.

—¿Yo?... ¿Matar yo a un hombre al que veneraba? ¡Voy a partirle la cara, príncipe!