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Pero era Mina. Cuando Aldo llegó al vestíbulo, enseguida la vio con esa vestimenta a la que su jefe aún no había logrado hacer que renunciara: traje sastre grisáceo en forma de saco, apenas iluminado por una blusa blanca de piqué, zapatos planos y sombrero de fieltro encasquetado hasta las grandes gafas de cristales brillantes, bajo el que apenas sobresalía un severo moño destinado a disciplinar una cabellera roja que, mejor tratada, indudablemente no habría carecido de belleza. Un amplio guardapolvo cubría vagamente la larga figura informe.

El suspiro resignado de Morosini se transformó súbitamente en un resoplido de cólera ante la visión del espectáculo que estaba presenciando: plantado delante de Mina, pero medio doblado por la cintura, Moritz Kledermann se desternillaba de risa. Mina, consternada, se esforzaba en calmarlo sin lograr su propósito. ¡Aquello era intolerable! Aldo salió disparado hacia el banquero y lo agarró de un brazo.

—¿No le da vergüenza burlarse así de esta pobre chica? Lo tenía por un hombre de mundo, pero la verdad es que se comporta de un modo indigno. Y usted, Mina, ¿por qué se queda ahí? Venga conmigo y dígame qué es lo que ocurre. Esperaba al señor Buteau.

—Hubo que llevarlo al hospital de San Zanipolo porque sufrió un ataque de apendicitis. No se preocupe, todo ha ido bien, pero alguien tenía que venir.

Al borde de las lágrimas, Mina se dejaba conducir por su jefe hacia un sillón, pero Kledermann, a quien el breve diálogo entre ambos parecía haber calmado, los siguió de inmediato e incluso se interpuso entre ellos.

—¡Un momento! Quiero una explicación —dijo.

—¿Ya se ha reído bastante? —repuso Aldo con desprecio—. Si alguien tiene que pedir cuentas, soy más bien yo por haberlo encontrado burlándose de mi secretaria. Debería considerarse afortunado de que no le haya partido la cara, aunque voy a hacerlo de un momento a otro si no nos deja tranquilos. Mina acaba de llegar de un largo viaje y necesita descansar.

—¿Mina? ¿Mina qué, por favor? —preguntó el banquero en tono de guasa.

—No sé qué le puede importar, pero en fin... Mina van Zelden. La señorita es holandesa. ¿Ya está satisfecho?

Aquello era a todas luces surrealismo puro, pues de pronto Kledermann se mostró profundamente apenado.

—Que te hayas cambiado el nombre puedo comprenderlo, pero que te atrevas a renegar de tu país es imperdonable. ¿Te da vergüenza ser suiza? Y quítate ahora mismo esas ridículas gafas, quiero verte los ojos.

La joven obedeció, pero mantuvo la mirada gacha; ya no sabía qué hacer y se sentía terriblemente incómoda.

—Así está mejor, pero quiero que me mires para explicarme cómo es que estás con este hombre al que un día hicimos el honor de ofrecerle tu mano y que ni siquiera quiso verte.

De pronto, Mina se rebeló.

—Precisamente por eso he querido conocerlo y me las he arreglado para que no pueda establecer ninguna relación con lo que soy en realidad. Además, nunca te oculté que me encantaba Venecia y que quería vivir allí. Así que me las ingenié para conocer al príncipe, sobre todo cuando me enteré del apasionante oficio que ejercía.

—¿Y qué esperabas? ¿Seducirlo? ¿Disfrazada de esta guisa? ¡Es grotesco!

—Escogí este aspecto porque la seducción no entraba en mis planes, y menos aún cuando me di cuenta de que las mujeres iban tras él.

—Entonces, ¿por qué no te fuiste?

—No lo sé... Bueno, sí. Quise ver cómo era y fui castigada por mi curiosidad porque me enamoré. No de él, no, sino de su casa, de las personas que viven en ella y que son adorables... Padre, ¿por qué has tenido que estar hoy aquí?

—¿No creen que ahora me toca hablar a mí? —intervino Morosini, al que el éstupor había reducido al silencio hasta ese momento—. Están aquí los dos lanzándose a la cara no sé qué reproches incomprensibles y yo me quedo alelado escuchándolos. Tengo derecho a una explicación, así que, si no les importa, vayamos a sentarnos allí, junto a aquellas aspidistras, y hablemos. Tengo la impresión de estar en un manicomio. Y si no aclaramos esto, el que va a volverse loco soy yo.

Los otros dos lo siguieron y se instalaron alrededor de una mesa, a la que se acercó un camarero para preguntar si deseaban tomar algo.

—Buena idea —aprobó Morosini—. Tráigame un aguardiente..., pero sin agua. ¿Y usted, Mina? ¿Un chocolate?

—Me llamo Lisa.

—No quiero saberlo. Un chocolate, amigo. Aquí lo hacen excelente y a la señorita le encanta.

—Por lo menos en ese aspecto no ha dejado de ser suiza —suspiró Kledermann—. ¡Siempre es un consuelo! Yo tomaré lo mismo que el príncipe.

—Perfecto. Y ahora, a ver, ¿dónde nos habíamos quedado? Si he interpretado bien su intercambio de palabras, usted, querida Mina, es...

—Ya le he dicho que me llamo Lisa.

—Y yo no quiero conocerla con ese nombre. La señorita Kledermann es una completa extraña para mí. En cambio, sentía mucho aprecio y amistad por Mina van Zelden, y mis allegados también. De modo que aguante un poco más que sigamos siendo el uno para el otro lo que éramos hace sólo diez minutos. Es decir, un jefe y su... secretaria perfecta. Debería utilizarla, Kledermann. Supera cualquier elogio. A veces es un poco arisca, pero de una eficiencia impecable.

Los ojos de la joven se llenaron de nuevo de lágrimas y, aunque se esforzó en volver la cabeza, Morosini no pudo evitar admirarlos. ¡Señor! Tenían exactamente el mismo color que las violetas. Dos lagos oscuros y aterciopelados, bordeados de espesas pestañas. Desde el fondo de su memoria se elevó de pronto la voz de la señora de Sommières, su sensata y perspicaz tía abuela, diciéndole: «Por más que te empeñes en no verla como una mujer, lo es. ¡A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar!» Tía Amélie había sugerido que quizá Mina estuviese enamorada de él, pero en eso se equivocaba, porque acababan de dejarle claro lo que retenía en su casa a la hija del riquísimo banquero zuriqués: el encanto de su morada y de sus sirvientes unido a otro poderosísimo, el de Venecia.

—Vamos, no llore —dijo—. Adoptar una identidad falsa no es un crimen tan grave..., aunque yo me sienta ofendido.

—Acaba de decir que sentía aprecio y amistad por mí —susurró Mina—. ¿Significa eso que, ahora que sabe la verdad, ya no siente lo mismo?

—¿Qué verdad? Usted ha querido ver qué clase de hombre era y ha llegado a la satisfactoria conclusión de que se hallaba ante un mujeriego que no le inspiraba desconsuelo alguno, pero cuyo ajetreo le divertía observar. Una especie de insecto curioso. Mientras tanto, yo le otorgaba mi confianza. Lo que queda de eso, soy incapaz de decírselo. Necesito como mínimo una noche para saber exactamente cuál es mi situación. Pero, antes de separarnos, tenemos un asunto entre manos que debemos dejar resuelto. ¿Ha traído lo que le pedí al señor Buteau?

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se inclinó para coger el neceser de piel que había dejado a sus pies.

—No lo abra aquí. Le agradezco que haya realizado este viaje en tan peligrosa compañía. Como sin duda imagina, si se me hubiera puesto al corriente del contratiempo sufrido por mi amigo Guy, no le habría permitido ocupar su lugar. Este tipo de transporte es demasiado peligroso para una muchacha.

—¡No sé por qué no habría de hacerlo! —repuso Mina, recuperando de pronto su aplomo y sus reacciones habituales—. No hace mucho llevé de París a Venecia una joya igual de importante, si no más.

—¿Cuál? —no pudo evitar preguntar Kledermann, cada vez más interesado en esa parte de la conversación—. ¿Otra joya real?

—Uno, eso a usted no le importa —gruñó Morosini—, y dos, nadie ha hablado aquí de joyas reales.

—¡Vamos, hombre! ¿Cree que no sé lo que hay ahí dentro? —dijo el banquero señalando el bolso de su hija—. Se dispone a vender una pieza cargada de historia a una criatura medio loca en cuyas manos será imposible que se sienta bien. ¿Lo ha pensado detenidamente? ¿El Espejo de Portugal sobre la cabeza de una hija del corned-beef, de los cacahuetes o de yo qué sé qué delirante producto americano?