Выбрать главу

—¡Es increíble! —exclamó Morosini—. ¿De dónde demonios ha sacado eso?

Kledermann frunció los ojos.

—Del invernadero de la duquesa, amigo mío. Escondido detrás de unas gardenias, en un rincón al que me había retirado para fumar un puro, tuve el privilegio de escuchar su conversación con la temible Ava. Juro que no lo hice expresamente.

—¿Igual que su hija tampoco ha venido expresamente a espiarme a mi casa? ¿Es una manía de familia o qué?

—Digamos que ha sido un cúmulo de circunstancias. Vamos, Morosini, demuestre que es un buen jugador, enséñeme el Espejo.

—No lo llame así. No estoy seguro de que lo sea.

—Yo lo estaré. No olvide que poseo dos de sus hermanos Mazarinos. Por éste estoy dispuesto a hacer locuras, y sin saber el precio que va a pedir por él, lo doblo.

—¿Está loco?

—Cuando se trata de piedras, siempre lo estoy. Por otro lado, si me la vende a mí, se ahorrará pasar por una situación incómoda. Esas norteamericanas tienen la fea costumbre de regatear como usureros. Ésta le hará bajar el precio, délo por seguro. Piense en su vieja amiga.

—Usted no me conoce.

—Tal vez, pero sé que es un caballero. Y ella no. Además, le aseguro que guardaré el secreto, cosa bastante dudosa en el caso de esa mujer, y que el diamante encontrará en mi casa un marco digno de él. Entonces, ¿qué? ¿Me lo enseña?

—Aquí no, desde luego. Mina...

No pudo continuar. Súbitamente roja de ira, ésta, después de levantarse bruscamente, apartó la bandeja sin preocuparse de los desperfectos que causaba, puso el neceser sobre la mesa, lo abrió, sacó un paquete envuelto en papel corriente y cuidadosamente atado y lo arrojó sobre las rodillas de Morosini.

—¡Vuestras joyas! ¡Vuestras malditas joyas!... Es lo único que cuenta para los dos, ¿verdad? Pues os dejo en su compañía. ¡Y que lo paséis bien!

Antes de que los dos hombres hubieran podido reaccionar, había cerrado el neceser y se había alejado de la mesa a toda prisa, haciendo ondear tras de sí su amplio guardapolvo. Aldo se dispuso a ir tras ella, pero Kledermann lo retuvo.

—No vale la pena. Suponiendo que la alcanzara, cosa que me extrañaría porque corre más que Atalanta y ya debe de haberse metido en un taxi, no la haría cambiar de opinión. Sé de lo que hablo: es mi hija y es tan terca como yo.

—Pero bueno, ¿deja que se vaya así, sin saber adónde va y en una ciudad que no conoce?

—Lisa conoce Londres como la palma de su mano y tiene amigos aquí. En cuanto a saber adónde va, muy listo tendría que ser el que consiguiera averiguarlo. Lo único seguro es que usted y yo tardaremos en volver a verla —concluyó el banquero con una flema absolutamente helvética que a Morosini le pareció insoportable.

—¿Y se queda tan tranquilo? ¡Es monstruoso! Esa pobre criatura puede quedarse sin dinero y yo me siento responsable. Además, le debo algo..., me refiero al dinero, claro.

Kledermann dio unas palmaditas en la mano de su compañero para serenarlo.

—No se preocupe por eso. Mi hija posee una fortuna personal de la que dispone desde que es mayor de edad. La recibió de su madre, una condesa austríaca que era una mujer adorable pero de salud frágil.

—¿Una condesa austríaca rica? Cuesta creerlo teniendo en cuenta que el país está arruinado desde la guerra, al igual que Alemania.

—Tal vez el país esté arruinado, pero siguen existiendo particulares acaudalados y los Adlerstein son unos de ellos, así que no se angustie por Lisa.

—Es usted un padre muy raro. Hace aproximadamente un año y medio que su hija trabaja para mí y no creo que haya salido de Venecia en todo ese tiempo. ¿No la ve nunca?

Una o dos pequeñas arrugas que se formaron en la frente de Kledermann indicaron a su interlocutor que acaso se preocupaba más de lo que quería reconocer. Sin embargo, su voz sonó igual de firme que siempre cuando respondió:

—No. No ha vuelto a venir a casa desde que, después de su negativa..., que comprendo y que, en definitiva, le hace honor..., le presenté a otro candidato. Veneciano también, puesto que esa ciudad le chifla, y éste estaba conforme. Lisa se rió en sus narices y después hizo las maletas. Ese incidente coincidió, además, con una agarrada con mi segunda esposa. Nunca se han llevado bien y yo creo que se detestan.

Eso, Aldo lo creía a pie juntillas. Conocía lo suficiente a Dianora para imaginarla en su papel de madrastra; seguro que no había hecho ningún esfuerzo para granjearse la simpatía de una hija cuya presencia en el hogar paterno la envejecía.

—Por cierto —prosiguió Kledermann—, me gustaría que me contara cómo se las compuso Lisa para conseguir trabajar para usted.

Morosini contó entonces que se habían conocido en el Rio dei Mendicanti, adonde la joven había caído al retroceder para admirar mejor la estatua del Colleone en el momento en que él salía de la misa de boda de un amigo en San Giovanni e San Paolo.

—Fue un simple accidente —dijo para acabar.

—No lo crea —repuso el banquero riendo—. Cuando Lisa quiere algo, se las ingenia para conseguirlo. Y ya la ha oído, quería conocer al hombre que no había querido saber nada de ella, así que seguro que llevó a cabo una minuciosa investigación. No le quepa duda de que ese accidente no tuvo nada de fortuito. Estaba programado, como dicen los norteamericanos.

—¡Qué va, no exagere! No sabiendo nadar, se arriesgaba a ahogarse.

—¡Pero si nada mejor que una trucha! A los quince años ya atravesaba el lago de Zúrich de una orilla a otra. Le digo que lo tenía todo planeado. La identidad falsa y los documentos falsos también, por descontado. Y estoy convencido de que ha perdido usted a una valiosa ayudante. Pero a lo mejor ahora vuelve a su casa...

—Me extrañaría. Y de todas formas, en estas condiciones ya no quiero que continúe trabajando conmigo. Como todo buen veneciano, me gustan las mascaradas, pero no en mi casa. Necesito tener una confianza absoluta en mis colaboradores. Aunque eso no quiere decir que no la echaré de menos, claro. ¿Quiere que acabemos ahora con esto? —añadió, cogiendo el paquete que había dejado la joven.

—Con mucho gusto.

En los minutos que siguieron, Aldo olvidó un poco sus quebraderos de cabeza, como siempre que tenía la oportunidad de contemplar piedras perfectas. La diadema de la condesa Soranzo era una pieza deliciosa, compuesta de lazos de diamantes que sujetaban ramitas floridas armoniosamente dispuestas en torno de una soberbia piedra tabla que constituía el corazón de una margarita de perlas y diamantes. En cuanto a Kledermann, estaba al borde del delirio.

—¡Es magnífica! ¡Espléndida! ¡La alhaja de una reina! Quiero decir de una reina de verdad, y ha debido de brillar en frentes ilustres. ¡Me juego la cabeza a que es el Espejo de Portugal! Tiene que vendérmela.

—¿Y qué voy a decirle a lady Ribblesdale?

—Pues... que su amiga ya ha encontrado un comprador, o que se ha arrepentido y no quiere venderla..., qué sé yo. La americana nunca se enterará de que lo tengo yo. No se lo diré ni a mi esposa. Será la manera más segura de que reine la paz —añadió con una sonrisa—. De lo contrario, no pararía de acosarme para que la dejase llevarlo, y tengo la desgracia de ser demasiado débil con ella. ¿Qué le parece si me da un precio?

Desde que habían subido a sus habitaciones, Aldo no paraba de pensar. Su brutal separación de Mina —¿llegaría algún día a llamarla Lisa?— lo ponía en una situación difícil, ya que Guy Buteau se encontraba todavía en el hospital. Iba a tener que regresar a Venecia para velar él mismo por su tienda de antigüedades, hacerse cargo de los asuntos corrientes —gracias a Dios, su secretaria huida no era mujer de las que dejan desorden a su paso— y asistir a dos ventas anunciadas para final de mes, una en Milán y la otra en Florencia. Todo eso le dejaba poco tiempo para un tira y afloja con lady Ribblesdale. Además, la idea de que la diadema pasara a formar parte de una de las principales colecciones europeas le hacía bastante gracia. Sería más reconfortante que verla navegar por los salones sobre la cabellera ondulada de una beldad ya un poco pasada... En realidad, hacía rato que ya había tomado una decisión.