El trato quedó cerrado en un santiamén. No sólo Kledermann no discutió el precio pedido, sino que, tal como había anunciado, lo aumentó. En honor a la verdad, había que reconocer que Dianora no exageraba al afirmar que Moritz era un señor. Éste acababa de demostrarlo y Morosini, imaginando la alegría que muy pronto invadiría a María Soranzo, se sentía un poco menos triste de verse obligado a partir.
Porque, por primera vez en su vida, Aldo no estaba encantado de tener que volver a Venecia. Hasta entonces, cada regreso a casa le causaba una profunda alegría. Le encantaba su ciudad, su palacio y los que lo habitaban, la atmósfera de Venecia, su población animada, vistosa y, al mismo tiempo, muy digna. Nada que ver con Londres, que a él no le gustaba mucho. Y sin embargo...
Kledermann también iba a marcharse, pero con una disposición de ánimo distinta; él tenía lo que quería y la brevedad de su entrevista con una hija a la que llevaba dos años sin ver no parecía traumatizarlo en exceso. Resumía el suceso en dos escuetas frases: «Lisa es así. Es inútil interponerse en el camino que ella ha escogido.» Para ese suizo tranquilo y ponderado, lo importante debía de ser que gozara de buena salud y estuviera satisfecha de su suerte.
Los dos hombres se despidieron amigablemente. Aldo fue invitado con una apacible cordialidad a visitar la gran morada de los Kledermann en Zúrich.
—Mi mujer, a la que debió de conocer cuando vivía en Venecia, estará encantada de recibirlo y de hablar de otros tiempos con usted —aseguró el banquero con la santa inocencia de un marido que no conoce a fondo a su esposa.
Aldo, por supuesto, prometió ir, pero jurándose no hacerlo por nada del mundo. No dudaba ni por un instante de la buena disposición de Dianora hacia él, pero lo que quería por encima de todo era estar lo más lejos posible de ella.
Una vez liberado de su visitante y de la diadema Soranzo, Aldo escribió a lady Ribblesdale una de esas mentiras que constituyen la base de toda sociedad llamada civilizada: la informaba de unas dificultades inesperadas que habían surgido con el propietario de la diadema y que lo obligaban a volver a Venecia de inmediato para tratar de resolver el conflicto. Tras añadir a esto algunos cumplidos tan discretos como bien escogidos, el escritor consideró, no sin satisfacción, que acababa de poner fin a un asunto bastante mal iniciado y que, con un poco de habilidad, no volvería a oír hablar de la ex Mrs. Astor.
Acababa de terminar esta pequeña obra maestra cuando Adalbert, con las mejillas sonrosadas y los ojos animados, hizo su entrada trayendo consigo los húmedos olores de la calle. El arqueólogo estaba de un humor excelente; acababa de encontrar en Chelsea, en Cheyne Walk, una encantadora casa antigua con un estudio que había albergado hasta su muerte al pintor Dante Gabriel Rossetti.
—He pensado que te encontrarías a gusto entre las paredes de un artista de origen italiano, y ya verás, estaremos como reyes en cuanto Théobald haya tomado posesión del lugar.
—No lo dudo ni por un momento, pero desgraciadamente lo disfrutarás solo porque yo tengo que volver a casa.
Acto seguido, le contó el suceso que había cambiado sus planes de arriba abajo para imponerle la prosaica tarea de ocuparse de su negocio.
—Sin contar con que vas a tener que buscar otra secretaria —suspiró Vidal-Pellicorne—. ¿Es fácil allí?
—¡Qué va! Y en cuanto a encontrar otra Mina, es pedir un imposible. Piensa que hablaba cuatro idiomas, conocía la historia del arte tan bien como yo y distinguía una turmalina de una amatista. Además de ser ordenada, alegre y tener sentido del humor bajo su apariencia arisca. Oírla reír era un auténtico placer, quizá porque era bastante raro. ¿Dónde quieres que encuentre una joya así?
Mientras Aldo hablaba, Adalbert lo observaba con una vaga sonrisa y los ojos muy abiertos.
—Parece difícil, pero ¿por qué no intentas recuperarla? A lo mejor vuelve a Venecia, puesto que,' al parecer, fue su amor por la Serenísima lo que la llevó a tu casa. Supongo que tendrá allí cosas por las que siente apego y que querrá recuperar. Ya que tienes que ir, prueba fortuna.
—No creo que funcionara. Ahora que me he enterado de quién es, nuestras relaciones ya no serían las mismas. En fin, más vale que me resigne. Lo que me fastidia es que no tengo ni idea de cuándo podré volver.
—Pues cuando Buteau se haya recuperado. Con o sin secretaria, conseguirá salir adelante; al fin y al cabo, no diriges una fábrica. Dentro de unas semanas como máximo estarás aquí. De momento puedo proseguir solo nuestras indagaciones.
—Ya sé que puedo contar contigo, pero me molesta faltar a mi palabra con Simon Aronov.
—Mientras no hayamos descubierto la verdadera Rosa de York, no tienes nada que reprocharte. A decir verdad, yo creo más bien que lo que te fastidia es alejarte de Brixtonjail.
—Sí. He acabado por comprender que no puedo esperar gran cosa de Anielka, puesto que nunca llegaré a saber a quién ama de verdad, pero me habría gustado tanto ayudarla a salir de este mal paso...
—En eso también trataré de reemplazarte. Me las arreglaré para entablar buenas relaciones con su abogado y te mantendré al corriente.
—Te lo agradezco, pero si ese condenado Ladislas se cruzara en tu camino no lo reconocerías, ya que no lo has visto nunca. A mí no se me escaparía. Además, está también el caso Yuan Chang-lady Mary, que me habría gustado seguir de cerca...
—¡Sí, hombre!, ¿y por qué no todo el trabajo de Scotland Yard? Esa historia ya no es cosa nuestra, así que olvídate. Y en lo que se refiere a Anielka, no será juzgada ni mañana ni pasado. Vamos, ve a hacer las maletas. Mientras tanto, yo llamaré a recepción para que te hagan las reservas de trenes y barco. ¡Cuanto antes estés en casa, mejor!
Adalbert impartía órdenes con tanto brío que Morosini, ofendido, no pudo evitar comentar:
—¡Caramba, voy a acabar por creer que te alegras de librarte de mí!
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, me alegraré de no seguir oyéndote lamentarte sin una razón de peso. Además..., no he perdido la esperanza de que la suerte, si te das un poco de prisa, te dé un empujoncito haciendo que te encuentres con Mina en el tren o en el barco. Porque, si quieres saber mi opinión, lo que más te fastidia es haberla perdido.
—¡Tú estás loco!
—De eso nada. Lo quieras o no, y aunque sólo sea por comodidad, le tienes apego. De modo que, si llegas a encontrártela, trágate el orgullo e intenta entenderte con ella. Porque yo creo que es la mejor manera que tienes de volver pronto.
Al día siguiente, Aldo tomaba asiento en el boat-train que le permitiría ir, vía Dover, a Calais y París, donde sólo haría una breve escala antes de montar en el Simplon-Orient-Express. Ni siquiera tendría el consuelo de ir a comer a casa de tía Amélie. En esa época del año, debía de estar viajando por alguna parte de Europa.
Se había negado a que Adalbert lo acompañara. Detestaba las despedidas en un andén, donde los minutos se hacen, según los casos, demasiado cortos o interminables. Además, entre hombres era bastante ridículo, y la visión de Vidal-Pellicorne agitando un pañuelo mientras el convoy se ponía en marcha no tendría efecto alguno en su humor taciturno, que la perspectiva de un viaje empeoraba. Por si fuera poco, hacía un tiempo espantoso; la combinación de lluvia y viento iba a hacer que el canal de la Mancha estuviera en su mejor forma para zarandear los estómagos de los pasajeros.