Ese optimismo no duró mucho; justo el tiempo de sentarse a la mesa con Adriana. Nada más empezar a hablar, ésta lo interrumpió.
—Lo siento, Aldo, pero me voy a Roma pasado mañana.
—¿A Roma? No me dirás que vas a unirte a la tropa de aduladores de Mussolini...
En los últimos días de octubre de 1922, Italia vivía una profunda transformación que el estado de anarquía reinante en el país desde la guerra, un estado ante el que el rey Víctor Manuel III se mostraba impotente, había hecho necesaria. Unos ex combatientes reducidos a la miseria y al paro, una pequeña burguesía arruinada por la caída de la moneda y una creciente agitación obrera hacían alzarse en el horizonte el espectro del bolchevismo. Entonces había aparecido un hombre, un maestro hijo de campesinos romañeses que se había hecho periodista, un ex combatiente en el que había arraigado la idea de que una nación armada y movilizada representaría el mejor ejemplo para una comunidad democrática. Así, el 23 de marzo de 1919 Benito Mussolini había fundado en Milán los primeros «fascios» de combate, compuestos de antiguos soldados con aspiraciones más bien antinómicas en las que trataban de concurrir el nacionalismo puro y duro y un vago socialismo republicano. El uniforme de estos «fascistas» era una camisa y un gorro negros, su arma preferida la violencia, y sin embargo, ante ellos las multitudes se alzaban en masa, ávidas de un orden olvidado hacía tiempo y animadas por un ardiente deseo de ver a la debilitada Italia levantarse de nuevo para recuperar el esplendor perdido y el poder de la Roma antigua.
En el congreso de Nápoles, el que se hacía llamar el Duce se sintió suficientemente fuerte para exigir la disolución de la Cámara y su propia participación en el poder. A continuación, organizó la marcha sobre Roma (27-29 de octubre de 1922). Tal vez el rey habría podido detener el avance de aquellos locos demasiado populares, pero hubiera sido necesario hacer intervenir al ejército, proclamar el estado de sitio, y Víctor Manuel no quiso. El 30 de octubre, pidió a Mussolini que formara el nuevo gobierno y el romanes cambió la camisa negra por el chaqué, el pantalón de rayas y el sombrero de copa.
Naturalmente, los intelectuales, de izquierdas y no tan de izquierdas, los librepensadores, la Iglesia y las clases elevadas de la sociedad no veían sin cierta inquietud que el poder hubiera caído en manos de gente de la que no resultaba difícil imaginar que planeaba instaurar una dictadura tan rígida quizá como la de los soviets. Sin embargo, eran bastantes los que, por patriotismo y por añoranza de la grandeza pasada, concedían el beneficio de la duda a ese Mussolini que se creía una encarnación de una leyenda cesariana. Con todo, Mussolini respetaba el juego de la legalidad. Se pudo ver a sus milicias desfilar hasta el Quirinal para rendir homenaje al rey, depositar una corona en el monumento al soldado desconocido y por último asistir en la iglesia de Santa María degli Angeli, con el nuevo gobierno, a una misa de réquiem presidida por los reyes. Sí, todo eso era bello, noble, pomposo, grandilocuente incluso, y al príncipe Morosini no le gustaba la grandilocuencia. Tan poco como el aspecto brutal, vulgar y arrogante del nuevo dirigente. Ya se hablaba de disturbios sofocados de forma sangrienta, de estudiantes encarcelados, maltratados, de intervenciones de una policía paralela que, demasiado segura de un poder que deseaba que fuera total, elaboraba listas y hacía fichas para vigilar mejor a los que parecieran respirar a otro ritmo.
Además, a Aldo le parecía oír aún, en el fondo de su memoria, la voz grave de Simon Aronov en los sótanos de Varsovia: «Sepa que una orden negra va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo...» ¿Cómo era posible no ver una similitud, una extraña premonición por parte del custodio del pectoral? Así pues, sin siquiera conocerlo, detestaba a Mussolini porque instintivamente desconfiaba de él.
El sarcasmo contenido en su última frase hizo abrir los ojos con asombro a la condesa Orseolo.
—No me dirás tú, Aldo, que ya le eres hostil cuando lo que está haciendo es poner orden en el país. Que no tengáis ninguna afinidad, no lo pongo en duda, pero lo que hay que mirar es el objetivo perseguido. Ese hombre sólo desea la grandeza de Italia. Es un patriota, como tú. Ha combatido, como tú.
—Yo combatí contra el aburrimiento en el nido de águilas austríaco donde estaba prisionero. Mira, reconozco que Italia está disgregándose, derrumbándose bajo el peso de la corrupción y de las ansias comunistas, que ya era hora de que un hombre se decidiese a intentar poner un poco de orden en este caos. Pero no tengo la impresión de que éste sea el apropiado. Lo que sé acerca de sus métodos no me inspira confianza.
—Llegarás a confiar en él, créeme. Tengo amigos que lo conocen y aseguran que es un genio. De todas formas, no voy a Roma para verlo o para intentar conocerlo. Voy por Spiridion.
—¿Tu lacayo?
—Yo lo llamaría más bien mi mayordomo. Posee, no sé si te lo había dicho, una voz admirable, pero necesita trabajarla, amplificarla, perfeccionarla. Tiene un gran futuro ante sí y quiero ayudarlo a triunfar. Le he conseguido una audición con el maestro Scarpini y, naturalmente, voy a llevarlo. Si Scarpini muestra interés por él, Spiridion puede confiar en que llegará a cantar en los mejores escenarios líricos y yo tendré la satisfacción de haber descubierto a una nueva estrella.
El entusiasmo un poco delirante que manifestaba desagradó a Morosini, que no pudo renunciar al malévolo placer de arrojar un jarro de agua fría sobre esa hoguera demasiado ardiente para su gusto:
—¿Y quién va a pagar las clases? No creo que Scarpini las regale.
—Claro que no. Me encargaré yo de eso.
—¿Puedes permitírtelo?
—No te preocupes. Gracias a ti y a... ciertas inversiones prudentes, ya no tengo problemas de dinero. Puedo preparar el porvenir de Spiridion sin pasar apuros económicos. Además, él me resarcirá con creces.
—Siempre y cuando las cosas salgan bien. Las voces excepcionales escasean, incluso aquí. Te expones a que tu presupuesto mengüe considerablemente, y quizá por eso harías bien en reconsiderar mi propuesta. Tu viaje a Roma no me parece que sea un obstáculo infranqueable: llevas a tu griego, lo presentas; si se interesan por él, lo dejas, si fracasa, vuelves con él en espera de otra oportunidad y santas pascuas. Te pagaré, ¿sabes?
Adriana se arregló el velo que envolvía su minúsculo sombrero, se estiró los guantes, cruzó y descruzó las piernas, que seguían siendo muy bonitas, y finalmente sonrió con cierta incomodidad.
—Te conozco demasiado para ponerlo en duda y me gustaría poder ayudarte, pero por el momento es imposible. No puedo dejar a Spiridion solo en Roma. No conoce a nadie, estaría perdido...
—No es un niño, y no tiene aspecto de perderse fácilmente —protestó Morosini, recordando las facciones puras, el aire arrogante y la figura musculosa del griego—. ¿No crees que exageras un poco?
—No. Además de que no lo conoces, siempre has tenido prejuicios contra él. En realidad, cuando me alejo de él sólo hace tonterías, como si fuera un niño. Y como estoy segura del juicio de Scarpini, calculo que me quedaré uno o dos meses.
Morosini montó en cólera.
—¡No me dirás que vas a vivir con él! Y si es ésa tu intención es que has perdido la cabeza —le espetó con brutalidad—. Eres mi prima, llevamos la misma sangre, ¿y vas a amancebarte con un criado? ¡No creas ni por un momento que voy a permitírtelo!
Si pensaba herirla, se equivocaba. Ella se limitó a echarse a reír, aunque, a decir verdad, de un modo un tanto forzado.
—No seas tonto, Aldo. No viviré con él, aunque no sé qué tendría de raro; hace años que vive bajo mi techo sin que a nadie le parezca mal. ¿Adónde iríamos a parar si tuviésemos que alojar a los sirvientes a dos o tres kilómetros de nuestra casa? Pero admito que, si deja de pertenecer a mi casa, es preciso marcar ciertas distancias. Si Scarpini no puede alojarlo, le buscaré una pensión; en cuanto a mí, cuento con la hospitalidad de mis primos Torlonia. Son unos apasionados de la música, sobre todo del bel canto, y...