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Iba a cerrar cuando su mirada viva descubrió, prácticamente bajo el pedestal de la estatuilla, una punta de papel un poco amarillento que sobresalía y recordó que la hornacina tenía también un secreto.

Una mirada de reojo hacia donde estaba el comisario le indicó que no disponía de mucho tiempo. Otro policía acababa de llegar, provisto del material necesario para buscar huellas digitales. Aldo, movido por una irresistible curiosidad, retiró a Minerva, empujó la plataforma en la que se apoyaba y que, al estar mal cerrada, dejaba pasar el trocito de papel, introdujo la mano en la abertura, sacó un paquete de cartas y se lo guardó en el bolsillo del impermeable antes de volver a ponerlo todo en su lugar, aunque se abstuvo de cerrar el bargueño, pues Salviati querría abrirlo y ya se acercaba a él.

—Un mueble espléndido —comentó el comisario—. ¿Cómo se las ha ingeniado para abrirlo?

—Es mi oficio —respondió Morosini, sonriendo—. Como anticuario, he estudiado a fondo este tipo de muebles que en épocas pasadas hacían famosos a nuestros ebanistas en toda Europa. Además, resulta que éste procede de mi casa: el regalo de boda de mis padres a la condesa.

Dejó a Salviati examinar atentamente los cajones, incluso llevó su deferencia al extremo de abrir el escondrijo defendido por Minerva con una especie de placer perverso. Tal vez a causa de ese puñado de papeles que, desde dentro del bolsillo, le quemaban los dedos. No se encontró nada importante y el policía respetó escrupulosamente los fajos atados con satén azul.

De vuelta en casa, Morosini dejó para la cena el relato de lo que acababa de ocurrir y se fue a su habitación para tomar el baño que el atento Zaccaria le había preparado. Contrariamente a su costumbre, no se entretuvo mucho. Se puso un grueso albornoz y regresó al dormitorio, donde Zaccaria había dejado sobre la cama la camisa y el esmoquin que su señor, como la mayoría de las noches, y en especial cuando había invitados en el palacio, se pondría. Las demás noches solía ir a sentarse a la gran mesa de la cocina para charlar con Celina. Desde que Guy Buteau estaba en la clínica y Mina se había marchado, los diversos salones en los que, según el estado de ánimo, ponían la mesa, preferentemente en la inmensa sala da pranzo concebida para banquetes, le parecían demasiado vastos. Al igual que en su infancia, Aldo sentía a menudo una súbita necesidad de cariño, y ese cariño nadie sabía dárselo mejor que Celina.

Un vistazo al reloj de pared le indicó que aún disponía de tres cuartos de hora largos antes de bajar a reunirse con sus invitados.

—Puedes irte —le dijo a Zaccaria—. Me vestiré después. Necesito descansar un poco.

—¿Es que no va a ir a ver al señor Buteau? Esperaba su regreso con mucha impaciencia.

—¡Señor!

Con todo el ajetreo, se había olvidado de su amigo.

—Ve a decirle que estoy aseándome y que pasaré por su habitación antes de bajar. ¿Cuánto tiempo más debe hacer reposo?

—El doctor Licci cree que a finales de semana podrá aventurarse por la escalera con su flamante cicatriz sin sentir demasiado dolor.

—Lo ayudaremos y, en caso necesario, lo transportaremos. Debe de aburrirse mortalmente... Corre, ve a decirle que enseguida voy a verlo.

Nada más desaparecer Zaccaria, Aldo fue a buscar el paquete que había guardado al entrar en el cajón de su antiguo escritorio de estudiante, se sentó en un sillón y empezó a leer. Estuvo a punto de dejarlo después de leer unas pocas líneas: eran cartas de amor que databan de los dos últimos años de la guerra. No se creía con derecho a violar de ese modo la intimidad de su prima. No obstante, impelido por algo más fuerte que una banal curiosidad, incluso por una especie de fascinación, continuó.

Se debía al tono de las cartas. Escritas con una letra grande y autoritaria, emanaban sin duda de un amante apasionado, pero también de un superior. A medida que leía, en Aldo iba tomando cuerpo la curiosa impresión de estar asistiendo al afianzamiento de un dominio cada vez mayor. El misterioso R. —no había ninguna otra firma— aludía con la pasión que le inspiraba su amante a cierta causa a la que estaba consagrado.

Las cartas, ninguno de cuyos sobres había sido conservado, indicaban diferentes ciudades de Suiza: Ginebra, Lausana, Interlaken y, sobre todo, Locarno, donde al parecer el amor de Adriana y de R. había surgido. La última, fechada en agosto de 1918, venía de esa ciudad. Era más sibilina todavía, y más autoritaria también: «Ha llegado el momento; la guerra va a acabar y él regresará.

Debes hacer lo que la causa espera de ti todavía más que aquel para quien eres toda la vida. Spiridion te ayudará. Está a tu lado sólo para eso. R.»Con la impresión de que el techo artesonado de la habitación acababa de caerle encima de la cabeza, Aldo permaneció largos minutos inmóvil, sin soltar la carta. Tenía la horrible sensación de que uno de los círculos infernales de Dante acababa de abrirse ante él. Estaba descubriendo en la Adriana a quien quería como a una hermana mayor, hasta el punto de haber acariciado por un momento la idea de un delicioso incesto, una vida oculta, secreta, carnal y que rozaba la perversidad. ¿Qué era esa causa a la que le pedían que se consagrara dejándola esperar una ardiente compensación? ¿Y cuál era esa tarea que había llegado el momento de realizar? ¿Quién era R.? ¿De dónde había salido exactamente el atractivo Spiridion, que no había sido encontrado casualmente en la playa del Lido? El amante secreto lo había enviado y al parecer ahora había ocupado el lugar de aquél en la cama de Adriana. ¿Por qué no cumpliendo órdenes? ¿Por qué R. no podía haberlo utilizado tanto para llevar a la condesa al terreno que él deseaba como para librarse de una amante que quizá se había convertido en un estorbo? Resultaba sorprendente, en efecto, que la última carta estuviera escrita hacía cuatro años.

Las preguntas se agolpaban, todas sin respuesta. O casi. A Morosini no le gustaba la coincidencia entre las clases en Roma de Spiridion, ahora muy sospechoso, y la expansión del «fascio» mussoliniano, al que Adriana no parecía hostil. ¿Cabía dentro de lo posible que la gran «causa» fuera ésa y, en tal caso, en qué consistía el servicio que se esperaba de la condesa Orseolo? Lo primero era tratar de averiguar quién era R., el hombre al que Adriana parecía haber jurado pertenecer en cuerpo y alma.

Con una inicial no se iba muy lejos, pero un personaje tan apegado a Suiza debía de pertenecer a una u otra de esas células revolucionarias que los disturbios en sus respectivos países obligaban a buscar refugio allí.

El tintineo de una campana anunciando la cena arrancó a Morosini de sus amargos pensamientos y le hizo precipitarse hacia la camisa y el traje. Se anudó la corbata de cualquier manera. No se había dado cuenta de que el tiempo pasaba y apenas le quedaba un minuto para estar con Guy Buteau.

Calzándose los zapatos de charol mientras caminaba, lo que constituía un difícil ejercicio, salió a toda prisa de su habitación para ir a la de su antiguo preceptor, pero lo encontró en la puerta, apoyado en un bastón y un poco pálido, aunque, eso sí, de punta en blanco.

—¡Guy! —exclamó—. ¿Se ha vuelto loco? Debería estar en la cama.

—Estoy harto de cama, querido Aldo. Además —añadió con la sonrisa cálida y un poco tímida que recordaba muchísimo al joven educador francés recién salido de su Borgoña natal al que habían encomendado la instrucción de un niño—, algo me decía que me necesitaba.

—Lo que necesito sobre todo es que disfrute de buena salud, i Cómo se las ha arreglado para levantarse y vestirse?

—Zaccaria me ha echado una mano. Y he aprovechado para pedir que pongan mi cubierto en la mesa. La presencia de la marquesa de Sommières, de la señorita Marie-Angéline y la suya propia va a hacer maravillas para que me recupere del todo. Sobre todo si se añade una vieja botella de mis queridos Hospices de Beaune.