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—Tal vez tengas razón. Sea como sea, no quiero correr ese riesgo. Ya he aceptado más de la cuenta hasta ahora.

—Eso es lo que no consigo entender. Cuando murió tu esposo, podías haber acusado a Ladislas y pedido la protección de la policía. En cambio, dejaste que te detuvieran y te encerraran, limitándote a proclamar tu inocencia. Es incomprensible.

—Quizá confiaba demasiado en la gran reputación de Scotland Yard. Esperaba que lo encontraran sin mi ayuda. Y además también creía en él. «No te preocupes —me decía—, si las cosas no salieran bien, mis amigos y yo te sacaríamos del apuro.»

—¿Y tú lo creíste? Vamos, Anielka, ¿no te parece que ya va siendo hora de que me digas la verdad?

—¿Qué verdad?

—La única que cuenta: ¿qué hay exactamente entre ese hombre y tú? Fue tu amante, tú me lo dijiste, pero Wanda parece convencida de que todavía os une un amor de esos que sólo existen en las leyendas y de que tú lo amas tanto como él te adora.

La risa de Anielka habría sido encantadora si no hubiera sido tan triste.

—Juzga tú mismo ese amor por el abandono en que me deja. ¡Pobre Wanda! Nunca dejará de ser una niña alimentada de cuentos de hadas y relatos heroicos de esos que tanto gustan en nuestra querida Polonia.

—Ella piensa una cosa y tú piensas otra. Yo quiero saber si continúas amando a ese muchacho, y te confieso que me siento tentado de creerlo.

Ella abrió con sorpresa sus ojos empañados de lágrimas, semejantes a dos lagos de oro líquido, y contempló con una especie de desesperación el semblante orgulloso del hombre que tenía enfrente, aferrándose a su mirada de acero azul como si quisiera ahogarse en ella.

—Me parecía haberte dicho en repetidas ocasiones que te amaba, que quería ser tuya. ¿Has olvidado nuestro encuentro en el Parque Zoológico? Te ofrecí ser tu amante cuando tenía que casarme con Eric. Incluso te lo dije por escrito...

—Resulta difícil creerte, Anielka. John Sutton afirma que Ladislas era tu amante, que lo vio salir de tu habitación.

Dejándose caer sobre el respaldo de la silla con un suspiro de lasitud, ella retiró las manos de entre las de Aldo y cerró los ojos.

—Si prefieres creer a ese abominable mentiroso, eres libre de hacerlo. En tal caso, creo que ya no tenemos mucho más que decirnos. Abandóname a mi destino, sea el que sea, y no hablemos de nada más.

Se disponía ya a levantarse, pero él, echándose hacia delante, la retuvo con mano firme.

—Claro que vamos a hablar. ¿Crees que he recorrido todo este camino para nada? Aunque sólo hubiera una posibilidad de salvarte, lo intentaría. Después, cuando hayas recuperado la libertad, harás lo que mejor te parezca. ¿Hay un lugar donde crees que sería posible encontrar a Ladislas, aunque haya regresado a Polonia?

—Estoy segura de que sigue en Inglaterra, porque la muerte de mi esposo no era el final previsto de su misión. Pero, si te doy una dirección, ¿me juras que no se lo dirás ni a mi padre, ni a ningún miembro de la policía, ni a mi abogado?

—No diré nada. Te doy mi palabra.

—¿Actuarás solo?

—No forzosamente. ¿Tienes algo contra Adalbert Vidal-Pellicorne? Ya se desvivió en otra ocasión por ti.

Durante un breve instante, Anielka recuperó una sonrisa de niña traviesa que iluminó por completo la atmósfera del locutorio.

—¿El egiptólogo un poco chiflado? ¿Está también aquí?... Si quiere ayudarte, será una gran suerte para mí. Demostró ser un buen amigo en el momento de aquella horrible boda, y Ladislas tampoco lo conoce. Verás, lo que tendríais que hacer es conseguir atrapar a Ladislas, secuestrarlo si fuese necesario, como si tuvieras que ajustar cuentas con él por motivos personales. Quizás eso me evite la venganza de sus amigos.

—Cosa que no sucedería si lo pillara la policía, aunque fuese por mediación de sir Desmond. Lo he entendido, no te preocupes. Actuaré de manera que no te ponga en peligro. ¿Adónde tengo que ir?

—A Shadwell. Es un suburbio de Londres. En Mercer Street está la iglesia polaca, la Polish Román Catholic Church, cuyo sacristán es amigo de Ladislas. El único del que me ha hablado, seguramente porque es el único del que Scotland Yard no sospecharía, pues tiene fama de santo. Ladislas me había indicado que acudiera a él si tenía que localizarlo urgentemente uno de sus días de descanso o si necesitaba un refugio frente a un peligro inminente.

—Ah, ¿había pensado ponerte a salvo? —dijo Aldo con un desdén no disimulado.

—Incluso cuando me ha hecho chantaje, en ningún momento ha dejado de repetirme que me amaba y que quería vivir conmigo.

—Pero no morir por ti... ¡Magnífico! ¡Qué gran corazón! Y en tu opinión, ¿a qué espera para intentar ayudarte? ¿A que se celebre el juicio? Me cuesta creer que vaya a dar un golpe de efecto. No se le ha ocurrido mandar cartas a la policía, aunque fueran anónimas, para decir y repetir que eres inocente. Tiene demasiado miedo de que encuentren al remitente. No sólo es un asesino, sino un cobarde.

El ruido de la puerta al abrirse, seguido de un carraspeo, marcó el regreso de la funcionaria. El tiempo concedido había pasado y Morosini debía marcharse. Él no intentó obtener una prórroga. Se levantó y besó la mano que seguía estrechando entre las suyas.

—Removeré cielo y tierra por ti. Puedes estar tranquila.

—Dime solamente que me quieres.

—Como si no lo supieras... Te quiero, Anielka, y te salvaré. Por cierto, ¿cómo se llama el sacristán?

—Dabrovski, Stephan Dabrovski.

Shadwell era algo así como la memoria del imperio marítimo inglés. Ofrecía amplias vistas del tráfico fluvial, además de que unos meses antes habían inaugurado el King Edward Memorial Park, donde se encontraba un monumento dedicado a los grandes marinos que en el siglo XVI recorrían los mares para mayor gloria de su país: sir Martin Frobisher, sir Hugh Willoughby y algunos más. Todo ello confería cierta nobleza a ese barrio bastante apacible. En cuanto a Mercer Street, era una pequeña calle donde la iglesia polaca no ocupaba un lugar destacado.

Tratándose de un santuario católico, Morosini no vio ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en recitar una corta plegaria que le permitió inspeccionar el lugar. Por suerte, en la iglesia no había nadie salvo un hombre de unos treinta años, rubio y de aspecto vigoroso bajo la ajada vestimenta de color negro, que estaba retirando los cabos de vela y las gotas de cera de una de las dos bandejas dispuestas ante una gran imagen de la Virgen.

Pensando que se trataba de la persona que buscaba, Aldo cogió el cirio más grande que encontró y se acercó al altar. Encendió la mecha de algodón blanco, colocó la larga vela en el centro del portacirios limpio y guardó unos instantes de silencio. El sacristán, que le daba la espalda, no le prestaba ninguna atención y proseguía su tarea. Finalmente, Morosini se volvió hacia él.

—¿Es usted Stephan Dabrovski? —preguntó en francés.

El sacristán se volvió y Aldo observó a aquel hombre de tan buen porte, vestido con ropas bastante modestas. Sus ojos castaños, hundidos bajo las cejas, se clavaron en las facciones orgullosas y la mirada directa y serena de Morosini antes de admitir en el mismo idioma:

—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

—Me temo que mi nombre no le dirá gran cosa. Me llamo Aldo Morosini, soy veneciano y me dedico al comercio de antigüedades. Me gustaría hablar con usted sin temor a ser oídos. ¿Adónde podríamos ir?

—¿Por qué no aquí? No hay nadie, excepto la que puede escucharlo todo y no repite nada —contestó, dirigiendo un breve saludo a la imagen.

—Tiene razón, tanto más cuanto que en semejante presencia sólo es admisible la franqueza. Iré, pues, al grano: quiero ver al que se hacía llamar aquí Stanislas Razocki, pero cuyo verdadero nombre es Ladislas Wosinski.

Me han dicho que usted lo conoce, y no diga lo contrario porque sería mentira.