—Lo conozco, en efecto. ¿Qué quiere de él?
—Hablar.
—¿De qué?
—Es un asunto entre él y yo, si no le importa.
—¿Quién le ha dado mi nombre?
Preguntas y respuestas eran hechas a un ritmo rápido, como un intercambio de disparos. Aldo pensó que aquel joven de aspecto tan apacible debía de ser más duro de lo que imaginaba.
Dirigiendo una breve mirada a la Madona para disculparse anticipadamente por las mentiras que iba a tener que proferir, obsequió a Dabrovski con una sonrisa de niño bueno.
—Un polaco que trabaja en las oficinas de la Legación en Portland Place, pero habría podido dirigirme a cualquiera de este barrio. Todos sus compatriotas afincados en Londres, que no son muy numerosos, conocen este santuario, a sus curas y a su sacristán, puesto que es la única iglesia católica y polaca. Si se está buscando a alguien, sin duda es el mejor lugar al que se puede acudir. ¿Va a decirme, entonces, dónde puedo encontrar a Ladislas?
—¿Es amigo suyo?
—Digamos que tenemos amigos comunes y que lo vi la primavera pasada en Wilanow. ¿Quiere que se lo describa?
—No vale la pena. Si quiere verlo, no tiene más que ir a Varsovia. Ha vuelto allí. Buenas tardes, señor.
Morosini levantó una ceja para mostrar su sorpresa, aunque en cierto modo esperaba una respuesta de ese tipo.
—¿Ya?
—Sí. Con su permiso, debo preparar el próximo servicio religioso.
—No es eso lo que quería decir, sino si Ladislas ya se ha marchado. ¿Y cuándo vuelve?
—Con todos los respetos, señor, es una pregunta tonta. ¿Por qué iba a volver?
Se volvió para dirigirse a la sacristía, pero Aldo lo retuvo con mano de hierro; se habían acabado las contemplaciones. Empezaban ahora las frases contundentes, destinadas a suscitar temor.
—Por ejemplo, para salvar la vida de una joven que creyó en él, que lo albergó bajo su techo y a la que ha abandonado cobardemente.
Dabrovski se quedó pálido y se mordió los labios, y sus pupilas encogieron hasta convertirse en puntitos oscuros.
—¿Es usted policía? Debería habérmelo imaginado, aunque su aspecto es distinto de los que he visto hasta ahora.
—Por la sencilla razón de que no lo soy. Lo juro por la Madona. ¿Quiere ver mi pasaporte? —añadió, extrayendo el documento de un bolsillo interior. Dabrovski lo cogió y le echó un vistazo mientras Aldo decía—: ¿Lo ve? Soy un príncipe cristiano y juro por mi honor que no me envía ni Scotland Yard, ni el conde Solmanski, ni el abogado de la presa, sino ella misma. Ha sido ella quien me ha dado su nombre porque Ladislas se lo dio a ella para que, en caso de peligro inminente, pudiera ser avisado. Y el peligro es inminente. Cuando se ama a una mujer...
—¡Demasiado la ha amado! Y ella se ha burlado de él, igual que de algunos más, de los que me parece que usted forma parte. Ayudarla es ponerse la soga al cuello y nosotros, sus hermanos, jamás lo permitiremos. ¡Que salga ella misma de la trampa a la que lo ha arrastrado! Además, ya le he dicho que se ha ido. Puede usted ir a Varsovia si quiere intentar convencerlo, pero me extrañaría que lo consiguiese.
—Lo que me extrañaría a mí es que hubiese salido del país. Hace semanas que la policía lo busca y permanece alerta. Así que no me creo que se haya ido.
—Nadie le obliga a hacerlo. Ahora tengo que atender a mis obligaciones; están llegando los primeros fieles para el oficio.
—En cualquier caso, esté donde esté, lo encontraré, pero si por casualidad lo ve, dígale esto: estoy dispuesto a pagarle una elevada suma de dinero a cambio de la confesión escrita que salve a lady Ferrals. Incluso lo ayudaré a salir de Inglaterra haciéndolo pasar por mi sirviente, le doy mi palabra. Pero, si no hace nada por ella, si deja que la condenen, le juro que me encargaré de vengarla.
—Haga lo que le parezca. Yo no tengo nada más que decirle.
Aldo no insistió. La pequeña iglesia empezaba a llenarse. Se santiguó al tiempo que hacía una genuflexión de cara al altar y, cuando se dirigía hacia la salida, pasó junto a Théobald casi rozándolo. Éste, que había entrado hacía un momento, estaba arrodillado en un reclinatorio rezando.
—¡Le toca a usted! —susurró Aldo.
Morosini sabía que se podía confiar en él y que se pegaría al sacristán como un perro a su hueso favorito para no perderlo de vista ni un momento.
Sin embargo, no se fue.
Acababa de salir de la iglesia, con las manos en el fondo de los bolsillos del impermeable y la gorra calada hasta los ojos, cuando un taxi se detuvo ante la puerta. La curiosidad le hizo volver la cabeza y reconoció al conde Solmanski, quien, tras pedir al chófer que lo esperara, entró en la capilla. Aldo, siguiendo un impulso, volvió sobre sus pasos. ¿Habría informado Anielka también a su padre, pese a los temores que manifestaba? En tal caso, no tenía ningún sentido que le hubiera pedido ayuda a él.
El oficio había empezado. En el altar, un sacerdote que vestía una casulla blanca con un sol dorado bordado oficiaba asistido por el sacristán, que llevaba un alba blanca. Como Solmanski había ido a arrodillarse en las primeras filas, Aldo decidió instalarse al lado de Théobald, que le dirigió una mirada de sorpresa.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Morosini señaló con la cabeza al hombre vestido con un elegante abrigo negro.
—Solmanski —dijo—. Me pregunto qué ha venido a hacer aquí. —Luego, aprovechando que el Tantum ergo entonado por una treintena de potentes gargantas llenaba el espacio, añadió ya sin temor de ser oído—: No se entretendrá mucho, porque un taxi lo espera en la puerta. Si se acerca al sacristán, no se mueva o sígalo discretamente. Si no, yo me encargo de él.
Dicho esto, dejó un espacio de varias sillas entre el sirviente de Adalbert y él. No tenía otra cosa que hacer que seguir el oficio hasta el final.
Cuando éste hubo terminado, el sacerdote y su acólito regresaron a la sacristía. Algunas personas continuaron donde estaban mientras que otras se fueron. Solmanski permaneció sentado un momento; luego se levantó y se dirigió hacia la sacristía. Aldo no se movió, pero Théobald cambió de sitio para acercarse.
El conde apareció de nuevo en compañía del que había celebrado el oficio, que ahora llevaba un abrigo acolchado sobre la sotana y un gorro redondo. Hablando en voz baja, los dos hombres salieron de la iglesia seguidos por Morosini. Este, escondido bajo el porche, los vio subir al taxi, que arrancó de inmediato. Dado que no había ningún otro vehículo público a la vista, tuvo que renunciar a seguirlos y entró otra vez en la capilla, donde Dabrovski estaba apagando las luces.
En cuanto a Théobald, se había esfumado. Seguramente estaba comprobando si en la sacristía había otra salida. Al cabo de unos segundos apareció y, al ver a Morosini, se acercó a él.
—No hay ninguna otra salida aparte de la principal y la pequeña puerta de al lado —susurró—. Ahora salgamos. Lo esperaré fuera; no quiero exponerme a quedarme encerrado aquí dentro.
—¿Quiere que me quede cerca?
—No merece la pena. Yo voy a seguir a nuestro hombre y esperaré por si vuelve a salir. Vuelva a casa, príncipe. Si necesito ayuda, telefonearé. En la esquina hay una especie de pastelería donde también sirven café.
—En Polonia lo llaman una cukierna, y allí los pasteles suelen ser muy buenos.
—Perfecto. Ahora váyase, rápido. Vale más que no nos vean juntos.
Morosini asintió con la cabeza y se fundió en la bruma de la noche. Paró un taxi que pasaba para que lo llevara a Chelsea y al llegar a casa la encontró vacía. Adalbert había dejado una nota informándole de que iba a hacer una incursión en Whitechapel, «donde quizá pueda encontrar algo»..
¡Whitechapel! ¡El barrio judío de pésima reputación desde las sangrientas hazañas de Jack el Destripador! ¿Qué demonios podría encontrar Vidal-Pellicorne allí? A Aldo no le hacía mucha gracia la idea de que su amigo vagara por un sitio como ése después de anochecer. No obstante, sabía que era prudente y que estaba acostumbrado a las expediciones insólitas (¿acaso no pertenecía más o menos al servicio de inteligencia francés?), que nunca emprendía sin llevar un arma. Después de todo, ¿por qué la desaparecida Rosa de York no podía haber florecido, en uno u otro momento de su existencia, en los establecimientos de esos maestros de la usura que son los hijos de Israel? Por otra parte, si era así, ¿cómo es que Simon Aronov no se había enterado?