—¡Seré idiota! —exclamó al cabo de un momento de reflexión—. ¿Acaso no me dijo que le había escrito? Debe de haber recibido su respuesta.
Tranquilizado, se fue a tomar un baño caliente y luego, en vista de que no llegaba nadie, exploró la despensa, se sirvió un muslo de pollo frío, una porción de queso Cheddar y una copa de Burdeos y se lo llevó al salón para esperar más cómodamente el desarrollo de los acontecimientos. Estaba terminando de cenar cuando sonó el teléfono. En el otro extremo del hilo, la voz un poco jadeante de Théobald dijo:
—Estoy en la estación de London Bridge. Nuestro hombre se dispone a salir para Eastbourne y voy a seguirlo.
—¿Eastbourne? ¿Qué diantre va a hacer allí?
—Eso es lo que voy a tratar de averiguar.
—Yo también. Voy a reunirme con usted.
—No hay tiempo, el tren sale dentro de siete minutos.
—Entonces tomaré el tren siguiente. ¿Conoce Eastbourne?
—No he estado en mi vida.
—Yo tampoco, pero supongo que cerca de la estación habrá uno o dos hoteles. Es una estación balnearia de renombre. Nos encontraremos en el que esté enfrente de la salida.
—¿Y si hay dos?
—En el que esté más a la derecha. Tomaré dos habitaciones a mi nombre. Haga lo mismo si llega antes que yo. ¿A qué hora sale el próximo tren?
—A las ocho y doce. Debe de llegar hacia las diez.
—Perfecto. Buena suerte, Théobald, pero no haga nada antes de que yo llegue. Descubra lo que descubra, venga a verme primero y juntos decidiremos cómo actuar. Si es lo que yo creo, esa gente es peligrosa. ¿Va armado?
—Cuando sigo a alguien, siempre.
—Ahora váyase. Sería una estupidez perder el tren.
Después de haber colgado, Aldo metió algunas cosas de aseo y un poco de ropa interior en un maletín, se vistió, le escribió a Adalbert una carta breve pero suficientemente explícita, comprobó que llevaba la pitillera llena y que la Browning estaba cargada, se proveyó de munición suplementaria y finalmente apagó las luces, salió de casa y cerró la puerta con llave. Paró un taxi que lo condujo sin obstáculos a la estación de London Bridge, donde emprendió un viaje de un centenar de kilómetros.
No entendía muy bien qué podía ir a hacer un sacristán polaco bastante vulgar a Eastbourne. Él no había ido nunca, pero la reputación de esa ciudad balnearia, construida a mediados del siglo anterior por el duque de Devonshire para hacer la competencia a Brighton y su alta aristocracia, era inmejorable. Era acaso la más suntuosa de todas las ciudades situadas entre Portsmouth y Dover, y aunque en invierno se quedaba sin la mayor parte de sus elegantes y episódicos habitantes, no dejaba de ser el lugar de retiro preferido de toda una clase de la sociedad rica.
Cuando llegó a Eastbourne, hacia las diez y cuarto, Morosini encontró enseguida el hotel deseado: casi enfrente de la salida, el Terminus le tendía los brazos. Era uno de esos establecimientos para viajeros ocupados o presurosos; nada que ver con los grandes hoteles situados a orillas del mar. Pero este tipo de albergues presentaba la ventaja de que no se prestaba mucha atención a las idas y venidas de los clientes. Se presentó como el señor Morosini y tomó dos habitaciones comunicadas que pagó por adelantado, una para él y otra para su sirviente, al que un asunto familiar había retrasado y que llegaría más tarde. Un conserje somnoliento, pero al que la fabulosa propina de una libra ofrecida con la más amable de las sonrisas volvió sordo y ciego, le tendió dos llaves mientras le informaba de que se alojaría en el tercer piso y de que el ascensor estaba averiado. El hombre llevó su deferencia hasta anunciar que él mismo subiría sin tardanza la botella de whisky, la soda y los dos vasos que se le pedían.
Instalado en una habitación intemporal ni ningún interés aparte del de estar más o menos limpia, Aldo se disponía a afrontar una larga espera, pero ésta fue más breve de lo que temía. Poco después de medianoche, llamaron a la puerta y Théobald entró.
—¿Ya? —dijo Morosini, tendiéndole un vaso que éste aceptó agradecido y vació de un trago—. ¿Ha podido seguir a nuestro hombre hasta el final?
—No exactamente... Para eso tendría que volver a Londres con él. Acabo de dejarlo en la estación, donde se dispone a esperar el primer tren de la mañana en la sala destinada a tal fin. Sólo ha estado aproximadamente una hora en la casa a la que ha ido, aunque el término «casa» es impropio para designar el magnífico palacete donde lo he visto entrar. ¡Y ni siquiera lo ha hecho por la puerta de servicio! Es increíble.
—¿Puede describirme ese palacete y decirme dónde se encuentra exactamente?
—En Grand Parade, el paseo que bordea el mar y donde están las mansiones más bonitas, pero lo más sencillo es que le acompañe.
—Usted ya está muy cansado. Limítese a explicarme cómo llegar y quédese aquí.
—Se lo agradezco mucho, príncipe, pero no conozco la ciudad lo suficiente para indicarle el camino; prefiero la memoria de mis pies. Además, no está lejos, y esta copa me ha reanimado.
—En tal caso, vamos.
Salir del hotel sin atraer la atención fue fácil, pues el conserje roncaba como una locomotora. Y, tal como había anunciado Théobald, no hubo que andar mucho. Al cabo de un momento, los dos hombres deambulaban por la acertadamente denominada Grand Parade: un asombroso conjunto de edificios de la época victoriana. Saltaba a la vista que el hombre que había promovido la construcción de esa sorprendente ciudad había querido que fuese más un homenaje al orgullo británico que a la gloria de su famosa soberana. ¿Acaso no se trataba de superar a Brighton, que hacía las delicias de la Corte? Brighton la ruidosa, la agitada. Aquí debía reinar, incluso en verano, la calma solemne de una aristocracia que se consideraba por encima de todo y sólo toleraba el mar frente a su grandeza. A esa hora tardía, era éste el que reinaba. Tan sólo el murmullo sedoso del agua turbaba la noche opaca, cargada de fría humedad.
La mansión ante la que se detuvieron no deslucía un conjunto que el veneciano juzgó con severidad. Estaba demasiado impregnado de la belleza pura de la Serenísima para disfrutar de esa increíble reunión de torrecillas, pináculos, pilastras, cúpulas, terrazas y columnas en la que se reconocía el sello de Paxton y sus colegas.
—¡Un auténtico pastel de boda! —masculló—. ¿Es aquí?
—Sí, estoy completamente seguro. No hay muchas que hagan esquina.
—Nunca me acostumbraré al gusto inglés. ¿Por dónde se entra?
—Si llama, es por ahí —dijo Théobald señalando la alta puerta con arco, protegida por un porche, a la que se accedía por unos escalones que descendían entre cuatro enormes miradores hasta el paseo marítimo—. La entrada de servicio está en la otra calle.
Aldo no contestó. Estaba calculando la altura del piso donde dos ventanas realzadas por un balcón gótico dejaban filtrar un poco de luz. Después de todo, el estilo Victoriano tenía la ventaja de que sembraba las construcciones de salientes muy útiles para quien deseaba tratar de escalarlas, una idea que lo seducía cada vez más.
Examinando rápidamente los alrededores, consideró sus posibilidades y llegó a la conclusión de que tenía muchas. No había ni un alma a la vista. Era una noche oscura, apenas iluminada por alguna que otra farola de gas, cuando en verano casas y hoteles debían de rebosar de luz. Se quitó el abrigo, que le habría impedido moverse con libertad, y se lo dio a Théobald.