Ladislas se pasó una mano trémula por los cabellos revueltos.
—Quizá, no lo sé. La justicia británica es quien tiene que demostrarlo. —Yo creo que la citada justicia británica demostraría mucho más fácilmente la culpabilidad de usted. Si quiere saber mi opinión, es un cobarde de tomo y lomo.
—Le prohíbo que me insulte. Si tuviera una sola posibilidad de salvarla sin perder la vida, lo haría.
—Pues yo le doy esa oportunidad. A cambio de una suma de dinero, usted escribe una confesión que no será entregada a la policía hasta que los dos nos hayamos ido. Yo le sacaré de Inglaterra con una identidad falsa y volveré.
—Pero ¿qué quiere que confiese? ¿Que lo maté?
—Por supuesto. Y si le interesa saberlo, estoy convencido de que lo hizo.
—Está loco. Igual que lo estaba yo para que se me ocurriera meterme en esa maldita casa de Grosvenor Square. No se imagina el ambiente que había. Rezumaba odio. Tres hombres deseando a la misma mujer y ella burlándose de todos nosotros.
—Sí, pero me parece haber oído decir que le daba preferencia a usted —dijo Morosini con una voz súbitamente glacial, a la que respondió la risa amarga de Ladislas.
—Es verdad. Durante un tiempo reanudamos nuestros juegos de Varsovia, pero ya no era lo mismo. Allí, ella me amaba. Aquí, quería que la librara de un hombre que la horrorizaba. Pero no fui yo quien hizo el trabajo.
—¿En serio? Bien, pues vamos a verlo, puesto que no quiere aceptar mi generosa proposición —dijo Aldo, apartando con una mano la doble cortina y dejando a la vista la ventana abierta—. Va a venir conmigo y podrá dar a la policía todas las explicaciones que quiera. Pase, por favor —añadió, señalando el hueco con el cañón del revólver.
—¿Quiere que pase por la ventana?
—Yo he pasado, y usted es más joven. No se preocupe...
Iba a decir: «Abajo hay alguien esperándolo», pero el proyectil fue más rápido y le quitó la palabra. Alcanzado en la sien por un objeto lanzado con mano segura, Morosini profirió un breve grito y, soltando el arma, se desplomó.
10. En el que se hacen singulares descubrimientos
Cuando Morosini recobró una conciencia más o menos clara, se encontraba en una oscuridad movediza y en bastante mal estado. La cabeza le dolía horrores y una mordaza le impedía escupir la sangre que tenía en la boca. Su cuerpo no estaba mucho mejor, pues, atado como un salchichón, resbalaba, daba tumbos y se golpeaba contra una caja a merced del traqueteo del vehículo, probablemente una furgoneta, que se bamboleaba por un camino donde no escaseaban los baches.
Intentando colocar una idea detrás de la otra, el prisionero llegó a la conclusión de que su situación no tenía nada de envidiable. En cuanto al destino que le reservaban, no era imposible que fuese definitivo. ¿Adónde lo llevaban? A juzgar por el suelo sobre el que circulaba el cacharro, habían salido de la ciudad, pero ¿en qué dirección?
No tardó en ser informado cuando reconoció, por encima del ruido del motor, la voz de Ladislas:
—No vayamos demasiado lejos con el coche. Ya sabes que los acantilados son peligrosos.
—Los conozco mejor que tú —gruñó el hombre que debería haber estado durmiendo—. Y sé dónde parar para no tener que cargar con él mucho rato. ¡Pesa lo suyo ese tipo!
«Bueno, estos dos bribones simplemente van a arrojarme al mar desde una altura que no perdonará», pensó Morosini con un talante lúgubre.
Nunca le había dado miedo la muerte, pese a haberla visto de cerca durante la guerra, y en el fondo le daba igual morir así o de otra manera, pero el fin que le esperaba ofendía su sentido de la elegancia; ser tirado como una vulgar bolsa de basura lo contrariaba, como también la idea de abandonar una existencia bastante apasionante.
—Aquí—dijo el chófer—. Éste es un buen sitio. Apresurémonos, no sea que vayamos a encontrarnos con una patrulla de vigilancia.
Cuando abrieron las puertas traseras para sacarlo, Aldo vio que la noche era más clara y, sobre todo, menos brumosa; seguramente la marea, al bajar, había limpiado un poco la costa. De vez en cuando, el resplandor blanco de un faro barría una nube rezagada. El ángel custodio del polaco lo agarró por las cuerdas que lo mantenían atado y lo arrojó al suelo sin ningún miramiento, lo que, pese a su valentía, le arrancó un gemido de dolor. Para su sorpresa, Ladislas protestó:
—No es necesario hacerle sufrir.
—No sufrirá mucho tiempo. ¡Vamos, corazón sensible, cógelo por los pies!
Aldo notó que lo levantaban del suelo y que se ponían en marcha. Pensando que le quedaba poca cosa que esperar de este mundo, rezó mentalmente una oración, abrió los ojos y miró el cielo, al que esperaba llegar pronto. Estaba oscuro, sin estrellas. Un digno cielo inglés, lo menos estimulante que cabía imaginar, cuando habría sido tan dulce morir bajo el de Venecia, tierno y aterciopelado.
Con todo, un arrebato de alegría lo asaltó, pues la idea de que sin duda iba a reunirse con su madre resultaba muy consoladora.
De repente, su ascensión mística se vio truncada. Una voz acababa de gritar:
—¡Déjenlo en el suelo poco a poco y levanten las manos! Si veo algún movimiento sospechoso, dispararé. Y tengo buena puntería.
¡Théobald! Gracias a Dios sabe qué milagro, había conseguido seguir a sus secuestradores, y su intervención permitió a Aldo morder de nuevo con fuerza el jugoso corazón de la vida. No obstante, la toma de contacto con el suelo fue un tanto ruda, porque, en lugar de depositarlo con ciertas precauciones, los dos tunantes lo dejaron caer con una sincronización perfecta. Afortunadamente, la hierba todavía era espesa y aterrizó sobre ella sin hacerse demasiado daño. En ese momento, el desconocido hizo fuego, pero Théobald disparó casi simultáneamente. Se oyó un grito de dolor, seguido de la voz aterrorizada de Ladislas:
—¡Larguémonos!
Los dos hombres salieron por piernas sin oponer más resistencia. Las pinceladas luminosas del faro permitieron a Morosini verlos mientras corrían hacia la camioneta, aunque esta vez fue Ladislas quien se puso al volante. El otro se sujetaba un hombro, que debía de dolerle. De Théobald, ni rastro. Seguramente se había tendido en el suelo antes de disparar. El vehículo efectuó una precipitada marcha atrás y dio media vuelta. Los faros se encendieron y, muy pronto, de lo que había estado a punto de ser el coche fúnebre de Morosini no se vio más que una luz roja, rápidamente engullida por la oscuridad.
La vaga inquietud relativa a la suerte de su compañero desapareció enseguida, ya que el haz de luz de una linterna se movía por el acantilado. Para ayudarlo, se puso a gemir, y unos segundos más tarde Théobald se arrodilló junto a él.
—¿Le han hecho mucho daño?
El paquete atado emitió unos sonidos indescifrables:
—Hon, hon...
El fiel sirviente retiró a toda prisa la mordaza y el superviviente aspiró una gran bocanada de aire fresco.
—Le debo la vida, amigo —suspiró mientras Théobald se afanaba en cortarle las ligaduras y friccionar sus miembros doloridos—. ¿Cómo se las ha arreglado?
—Oí un grito y pensé que era usted. Entonces escalé hasta donde usted lo había hecho y vi a esos tipos atándolo y amordazándolo. Uno habló de los acantilados de Beachy Head, y como me imaginaba que no iban a llevarlo cargado al hombro, fui hacia el garaje y esperé a que saliera un coche para montar en él agarrado a la parte trasera.
—Era un poco arriesgado, ¿no?
—Ya lo he hecho varias veces. Si hubiera fallado, habría disparado contra los neumáticos, pero eso era todavía más arriesgado, pues no sabía cuántos había dentro de la casa, y si se me echaban encima, entonces estábamos los dos perdidos.
—Yo sólo he visto a ese par. ¡Ay! Estoy más oxidado que un hierro viejo —añadió Aldo, comprobando la flexibilidad de sus brazos y sus piernas.