—En lo que a usted respecta, ¿cambia algo su «suicidio», aparte del hecho de que las posibilidades de recuperar el diamante de Harrison son menores?
Warren cogió de encima de la mesa una bonita pipa de brezo de Escocia y, pensativo, se puso a llenarla de tabaco antes de encenderla y de dar una larga bocanada que pareció relajarlo.
—¡Desde luego! —respondió por fin—. Eso significa que cometimos un error atribuyéndole demasiado poder, creyendo que actuaba solo, como devoto coleccionista en busca de tesoros desaparecidos. Ahora nos vemos obligados a constatar que era simplemente una cabeza, la que apuntaba hacia Inglaterra, de una de las implacables hidras llamadas tríadas, que para conseguir sus objetivos elevan el crimen a la categoría de institución. Para ellas todo vale: tráfico de armas, de drogas, de mujeres, de esclavos, incluso de niños. Para serle sincero, empiezo a echar de menos a Yuan Chang. Al menos con él sabíamos más o menos dónde estábamos. Ahora vamos a navegar entre la bruma.
—¿Y lady Mary? ¿Va a navegar también entre la bruma, como ustedes?
—No lo sé. Si está convencida de que el diamante se le ha escapado de las manos, es posible que abandone.
—Me extrañaría. Bajo sus maneras graciosas, parece un bulldog al que le han quitado su hueso. Llevará su locura hasta el final.
—De todas formas, va a seguir bajo vigilancia, y si un día me da la alegría de poder llevarla a los tribunales, mejor que mejor —concluyó Warren en un tono tan agresivo que Morosini sintió un escalofrío en la espalda.
—¿Se lo toma como una cuestión personal? —preguntó, sorprendido.
—Por una vez, sí. Lady Mary es tan culpable de la muerte de George Harrison como si lo hubiera matado con sus propias manos. De no ser por su codicia, un hombre de bien seguiría entre nosotros.
La gravedad del tono daba a entender que el juicio de Warren sería inapelable, pero, después de todo, Aldo no experimentaba el menor deseo de defender la causa de la nueva condesa de Killrenan. Entre otras cosas porque, en el curso de una de sus numerosas lucubraciones, había llegado a preguntarse si no sería también responsable del asesinato de sir Andrew. Tratándose de una mujer que contaba con tales complicidades, hacer comprar en Port Said a un individuo que además de ladrón fuera asesino quizá no presentara inmensas dificultades. Y creía recordar que, después del fracaso de su visita al palacio Morosini, quería lanzarse tras la estela del Robert-Bruce. No obstante, se guardó para sí sus reflexiones. Además, ya era hora de retirarse, de modo que cogió el sombrero y los guantes que había dejado sobre una silla.
—Creo que en eso soy de su misma opinión, y confieso que en estos momentos tengo tendencia a compadecerle. Se diría que la alta sociedad la ha tomado con usted: después de lady Mary, la duquesa de Danvers...
—Tiene razón; no es un problema nimio. Aunque yo creo que la duquesa es demasiado tonta para maquinar nada. Por cierto, cuento con usted para mantener todo esto en secreto.
—Espero que no lo ponga en duda.
—No, pero desconfío de ese periodista del Evening Mail con el que nuestro amigo arqueólogo se ve bastante a menudo.
Aldo se echó a reír.
—Debería saber que Vidal-Pellicorne tiene los ojos puestos en el Valle de los Reyes y las hazañas de Carter.
Gracias a Bertram Cootes, se entera un poco antes de las noticias. La duquesa no les interesa a ninguno de los dos.
—¡Ojalá siga siendo así! Bien, hasta pronto quizá.
Dicen que basta con hablar del rey de Roma para que asome por la puerta. Cuando llegó a Chelsea, Aldo casi se dio de bruces con Bertram, que bajaba la escalera como un rayo tarareando una vieja canción galesa. Éste, al reconocer al recién llegado, le pidió disculpas con una sonrisa radiante, le asió las dos manos para estrecharlas con un afecto inesperado y se precipitó al exterior haciendo revolotear su impermeable gastado, lo que dejó a la vista un traje de cheviot deformado por el uso, y gritando:
—¡La vida es bella! ¡No se imagina usted lo bella que puede ser a veces la vida!
Aldo ni siquiera trató de aclarar si eran palabras de Shakespeare o de Bertram. Después de verlo desaparecer en la bruma de la noche, se reunió con Vidal Pellicorne, al que encontró haciendo un solitario. Adalbert levantó los ojos en cuanto vio entrar a su amigo.
—Bueno, ¿qué? ¿El pterodáctilo no te ha devorado?
—Lo ha intentado, pero al final hemos llegado a un acuerdo. Oye, acabo de encontrarme a Bertram dando saltos de alegría. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha heredado una fortuna?
—Digamos que ha heredado cincuenta libras que acabo de darle a título de gratificación, de agradecimiento y de incitación al silencio. Al menos durante algún tiempo más.
—¡Cincuenta libras! Eres muy generoso.
—Las vale, te lo aseguro. Gracias a él he podido confirmar otra pista de la Rosa, ésta mucho más cercana a nosotros, puesto que se pierde a principios de siglo.
—Ah, ésta también se pierde, ¿eh? Sí, claro, lo raro habría sido lo contrario. Oye, pero no le habrás contado a ese periodista que la piedra robada en la joyería de Harrison era una falsificación...
—¿Por quién me tomas? Él sigue creyendo la versión oficial, pero, como últimamente no dispone de mucho material que le permita utilizar la pluma, ya que siguen asignándole sólo los sucesos, se le ha ocurrido la idea de escribir textos contando historias de piedras singulares para convertirlos quizás en un libro, que giraría, por descontado, alrededor de la desaparición de la Rosa. Así que vino a verme para saber lo que, en el transcurso de mi larga vida de arqueólogo, he aprendido sobre joyas raras, aparecidas de repente en lugares inesperados. Su proyecto no es una tontería, y le pregunté de dónde lo había sacado. Fue entonces cuando me habló de su amigo Lévi, un sastre judío de Whitechapel que lo viste.
Al recordar el traje de cheviot deformado que el periodista lucía cuando lo había visto, Aldo no pudo contener la risa.
—¿Un sastre? ¿Bertram Cootes? Yo hubiera jurado que se vestía en una trapería.
Vidal-Pellicorne dirigió a su amigo una mirada severa.
—Cuando uno es tan elegante como tú, debe mostrarse más caritativo. Bertram hace lo que puede. En cuanto a la historia que él y su sastre me han contado, no hace reír ni por asomo. Es excitante, desde luego, pero más bien aterradora.
—¿No exageras un poco? Las historias aterradoras de Whitechapel sucedían hace cuarenta años, en la época de Jack el Destripador.
Adalbert clavó sus ojos azules, súbitamente teñidos de gravedad, en los de su amigo, mientras con las manos revolvía las cartas extendidas sobre la mesa.
—Vas a llevarte la sorpresa de tu vida, igual que me la he llevado yo, porque resulta que ese famoso diamante, esa piedra real que ha pasado por las manos de tantas personas ilustres, por imposible que parezca llegó hasta los arroyos sangrientos donde el monstruo sin cara abandonaba a sus víctimas. Estoy seguro.
—¿Qué? ¡Tú desvarías!
—No, no. En fin, juzga por ti mismo. Anoche convencí a Bertram de que me llevara allí prometiéndole una buena gratificación si animaba a su amigo para que compartiera conmigo sus recuerdos de lo que él llama «la piedra judía».
—¿La piedra judía? ¿Y se supone que es...?
—Escucha y verás. La noche del 29 de septiembre de 1888, hacia Ja una de la madrugada, un buhonero polaco, además de judío, entró con su carricoche en el patio del Club Educativo de los Trabajadores Extranjeros que se encontraba en Berner Street. De pronto, el caballo se encabritó y el buhonero, dirigiendo la linterna hacia el suelo, descubrió el cuerpo de una mujer degollada. Al mismo tiempo, distinguió en la oscuridad del patio una silueta que huía. Paralizado en un primer momento por el terror, intentó gritar sin conseguirlo y se dejó caer de rodillas junto al cadáver, que aún estaba caliente. Fue entonces cuando vio, al lado de su mano, algo brillante: una especie de piedra salpicada de barro. La cogió, se la guardó en el bolsillo y logró por fin pedir socorro. Al cabo de un momento, la gente que quedaba en el club acudió y poco después llegó la policía. Asistieron al buhonero, que estaba medio muerto de miedo. Ese crimen era el tercero que cometía el Destripador, aunque en este caso la víctima no había sido destripada porque la llegada del carricoche había obligado a huir al asesino. La nueva víctima se llamaba Elizabeth Stride; era una viuda de unos cuarenta años, dedicada a la prostitución desde el ingreso y la muerte en prisión de su marido, pero que había conocido días mejores... Pero olvidemos eso. Cuando llegó a su casa después de haber estado un buen rato en el puesto de policía, el buhonero se acordó de lo que había encontrado, lo sacó del bolsillo y empezó a limpiarlo. Aunque jamás había visto un diamante pulido y sin tallar, y aunque poseía una cultura muy limitada, se dio cuenta de que no se trataba de una piedra corriente. Pensó en llevarla a la policía, pero, como no la había entregado enseguida, tuvo miedo de las consecuencias de su gesto tardío y prefirió plantear el problema a su vecino, el rabino Eliphas Lévi, al que lo unía un parentesco lejano. Éste era un hombre piadoso, prudente y sabio, en quien se podía confiar plenamente.