Hacía un tiempo espléndido; una brisa fresca animaba a unas nubecillas blancas a perseguirse a través del cielo azul, mientras que una bandada de gaviotas se entregaba a una actividad frenética revoloteando sobre Temple Gardens, antes de descender en picado hacia el río. Era un espectáculo que serenaba el corazón, pero no hubo más remedio que resignarse a darle la espalda.
Old Bailey era un imponente edificio que databa de principios de siglo y que, con su torre y su cúpula, se parecía un poco a la catedral de San Pablo, con la diferencia de que sobre la cúpula de aquél había una gran estatua de la Justicia. Una estatua que Aldo observó con mirada dubitativa, pues los tribunales británicos, con su ceremonial de otra época, le inspiraban muy poca confianza. El interior no le pareció más alentador.
Las altas ventanas, tras las que el azul del cielo hacía guiños sonrientes, iluminaban una vasta sala revestida de madera oscura en la que ocupaba un lugar destacado el sillón del juez, situado bajo un altorrelieve que representaba la espada de la justicia apuntando hacia las armas de Inglaterra. El juez, sir Edward Collins, se sentaría allí, por encima de diversos juristas, para arbitrar el combate que acusación y defensa iban a librar dentro de un momento.
Los usos y costumbres del sistema judicial británico diferían mucho de los continentales. En Gran Bretaña, un juicio no era una investigación para determinar lo que había pasado —investigación en el transcurso de la cual el juez es una especie de inquisidor, puesto que el papel del abogado se encuentra bastante limitado—, sino un enfrentamiento, una especie de competición entre el abogado de la Corona, que representa al ministerio público, y el de la defensa, en la que se suponía que el juez era el árbitro imparcial e imperturbable. La cuestión no es, pues, saber si el acusado es culpable sino si el ministerio público ha demostrado suficientemente que lo es. La tarea del defensor es mostrarse más convincente ante los doce jurados.
La disposición interior difería mucho también. Frente al juez, la tribuna del acusado, a la que se accedía por una escalera que arrancaba en el sótano. A la derecha, y perpendicularmente a ésta, unas hileras de abogados con toga negra, alzacuellos y peluca blanca de prietos tirabuzones sobre la cabeza. Acusación y defensa ocupaban la primera fila, y sus representantes se limitaban a levantarse para intervenir. Por último, en el otro lado de la sala, en la misma línea que la especie de pulpito donde se sucedían los testigos, el jurado, al que ningún magistrado acompañaría en el momento del debate y que debería resolver guiándose únicamente por su conciencia. El público tenía acceso a las galerías superiores, un espacio del estilo del gallinero de los teatros, mientras que los diversos testigos ocupaban unos asientos situados detrás del acusado, junto con los amigos de las dos partes.
Como no se trataba de un proceso ordinario, sino de un caso que afectaba a la alta sociedad, el público, muy escogido, era admitido previa presentación de entradas que facilitaban los sheriffs encargados del mantenimiento del orden. En cuanto al banco de la prensa, estaba a rebocar y, para sorpresa de sus compañeros de aventura, Bertram Cootes, por una vez correctamente vestido, se hallaba presente y mostraba una expresión triunfal.
Como lord Desmond Killrenan había advertido a Morosini que quizá lo llamara a declarar, éste se instaló junto con Adalbert en las filas de los privilegiados, al lado de la duquesa de Danvers, que ese día lucía un sombrero de tul y de terciopelo negros bastante parecido a un nido de cigüeñas y sin duda muy molesto para las personas sentadas detrás. La duquesa recibió a los dos amigos con una especie de alivio.
—La angustia me atenaza la garganta —le confesó a Aldo—, pero me sentiré un poco mejor sabiendo que está usted cerca de mí. Tener que testificar es una prueba terrible.
—Hace mal en atormentarse tanto. El juez y los abogados la tratarán con mucha consideración. Lord Desmond es amigo suyo...
—Sí, pero sir John Dixon, el abogado de la Corona, no me tiene mucha simpatía. Siempre le ha parecido escandalosa mi amistad con el pobre Eric y nunca lo ha ocultado. Sé que nuestra justicia obliga a los abogados a comportarse con una educación perfecta e incluso con una gran cortesía, pero conozco a muchos que debajo de eso saben esconder frases y alusiones muy desagradables.
—Vamos, tranquilícese. Estoy seguro de que todo irá bien.
—¡Dios le oiga! ¿Usted cree que sir Desmond llamará a declarar a Anielka?
Ésa era también una peculiaridad de la legislación inglesa: el acusado podía ser escuchado como testigo, lo que permitía a su abogado interrogarlo directamente. Este contrainterrogatorio podía resultar beneficioso o desastroso, según los casos y... la inteligencia del acusado.
—Eso espero —susurró Morosini, pensando en la juventud y la belleza de la muchacha. Si el jurado se mostrara sensible y comprensivo, esa comparecencia quizás influyera favorablemente.
La llegada del juez hizo que la sala se pusiera en pie. Vestido de púrpura y armiño, el largo rostro enmarcado por una gran peluca al estilo del siglo XVII que recordaba bastante a un chal arrugado, sir Edward Collins hizo su entrada y se dirigió al sillón elevado entre un silencio casi religioso. En cuanto se hubo instalado, un jurista anunció el comienzo del juicio denominado «El rey contra lady Ferrals», curiosa fórmula que habría podido aplicarse a un duelo, con la diferencia de que en este caso uno de los adversarios no se encontraba allí en persona. Inmediatamente después se oyó la orden:
—¡Hagan entrar a la acusada!
Todas las cabezas se levantaron, y en la galería el público se inclinó para ver mejor. En cuanto a Aldo, sintió que se le encogía el corazón al pensar que quizá dos o tres días más tarde el juez se pondría un birrete negro, tal como era costumbre cuando debía pronunciar una sentencia de muerte.
Cuando, flanqueada por dos guardianas, Anielka emergió de las sombras de la escalera a la luz de las altas ventanas, un murmullo recorrió la multitud como una ráfaga de viento el mar, y allá arriba, en su trono, sir Edward Collins se ajustó los lentes en la nariz a fin de verla mejor. Jamás, ni siquiera el fastuoso día de su boda, la joven polaca había estado más rubia, más encantadora, más frágil y más enternecedora que con aquel traje de chaqueta de crespón negro, sin otro ornamento que el brillo de sus cabellos y de su tez, que convertía su delgada figura en el oscuro tallo "de una flor de oro.
—¡Qué pena! —murmuró la duquesa—. Acaba de cumplir veinte años y mire dónde está...
Aldo no contestó. El abogado de la Corona estaba leyendo el acta de acusación.
—Anielka-María-Elwiga Ferrals, se la acusa de haber asesinado a su esposo, sir Eric Ferrals, la noche del 15 de septiembre de 1922. ¿Es usted culpable o no culpable?
—No culpable.
La voz de la joven sonaba tranquila, clara y firme, en perfecta consonancia con su porte lleno de modestia y de dignidad. Había mirado a su acusador directamente a los ojos, sin insolencia pero con una seguridad que pareció agradarle, pues la sombra de una sonrisa flotó en sus labios.
Era imposible imaginar unos personajes más distintos que sir John Dixon y sir Desmond. El uno, alto y delgado, con un semblante de facciones toscas y angulosas, animado por unos ojos castaños particularmente vivos; el otro, más rollizo, más voluminoso, daba una impresión de fuerza acumulada. Con la peluca, que le sentaba peor aún que a los demás, presentaba un parecido bastante acusado con un bulldog; sin embargo, si uno se fijaba en su mirada, de un gris opaco y dotada de la dureza del granito, percibía que, una vez que clavaba los colmillos en su adversario, no debía de soltarlo fácilmente. Por el momento, tenía la palabra el primero; le correspondía a él romper el fuego.