Sir John Dixon expuso el caso empezando por describir rápidamente las relaciones entre el difunto y su joven esposa desde el principio de su matrimonio, aunque insistiendo en una diferencia de edad poco favorable al nacimiento de un gran amor en una muchacha de diecinueve años. Inmediatamente, sir Desmond intervino.
—Mi distinguido colega debería tener la suficiente experiencia para saber que, en una pareja, una gran diferencia de edad no representa un obstáculo insalvable para el nacimiento del amor. La personalidad de sir Eric Ferrals... e incluso me atrevería a decir su encanto podían seducir a una joven.
—Más adelante pasaremos a interrogar a lady Ferrals sobre la naturaleza exacta de sus sentimientos hacia su esposo. Por el momento, deseo centrarme en la noche del drama, durante la cual, después de haber bebido un whisky con soda en el que había diluido un papelillo de polvos contra la migraña que le había ofrecido su esposa, sir Eric encontró la muerte en cuestión de instantes...
Sir John hizo un breve relato de esa última velada sin insistir en los detalles y, para disponer de un cuadro más completo, rogó a «Su Gracia la duquesa de Danvers» que tuviera a bien salir a declarar.
—Dios mío —gimió ésta—. ¿Ya me toca?
Su intervención distó mucho de ser un éxito. Tras haber aparecido en la tribuna con una majestad que impresionó al público, tentado por unos instantes de creer que podría ser la reina Mary en persona, lady Danvers perdió enseguida el dominio de sí misma. Nerviosa, al borde de las lágrimas, la noble dama tuvo todas las dificultades del mundo para leer la fórmula del juramento. En cuanto a su relato de la velada, fue tan confuso y balbuceante que el juez acudió en su auxilio.
—Tranquilícese, se lo ruego. Comprendemos sobradamente su emoción por encontrarse aquí, y creo que habría sido preferible no hacerla intervenir tan pronto. Quizás —añadió, dirigiendo una mirada severa hacia el abogado de la Corona— deberíamos posponer esta declaración para más tarde, cuando Su Gracia se encuentre mejor.
La gratitud de la infeliz fue conmovedora.
—¡Oh, gracias, milord! —susurró, enjugándose los ojos a través del velo mientras sir John se inclinaba en silencio y la defensa aprobaba con una semisonrisa sardónica que expresaba su satisfacción.
Su adversario había querido asestar un gran golpe en la imaginación de los jurados llamando de entrada a una dama de tan alto rango, pero, como esa iniciativa había resultado desastrosa, él no estaba nada descontento. Así pues, oyó con gran serenidad llamar al inspector Pointer, el policía que había realizado las primeras comprobaciones.
Como hombre acostumbrado a este tipo de situación, hizo una declaración breve y precisa de lo que había encontrado la noche del 15 de septiembre cuando llegó a casa de los Ferrals: la confusión del personal, las lágrimas de las dos damas y la cólera del secretario, que no dudó en acusar de asesinato a la mujer de su jefe. Como si se tratara de una mera descripción, sir Desmond no consideró útil realizar un contrainterrogatorio. Con el testigo siguiente sí que iba a tener que emplearse a fondo, pues sir John Dixon estaba llamando ni más ni menos que a John Sutton.
Con su traje de sarga negro, iluminado tan sólo por la camisa blanca, el secretario parecía más alto de lo que era, más delgado y tan ostensiblemente de luto que a Aldo le pareció ostentoso. Bajo sus cabellos rubios y aplastados, su semblante estaba muy pálido.
—Si su intención era encarnar la estatua del Comendador, lo ha logrado plenamente —susurró Vidal-Pellicorne—. ¡Más siniestro imposible!
—Está aquí para pedir una cabeza. No querrás que aparezca como unas castañuelas...
Morosini se interrumpió. Sutton, con la Biblia en una mano y sin bajar los ojos hacia el texto colocado delante para que lo leyeran los testigos, prestaba juramento mirando al frente. Debía de habérselo aprendido de memoria.
—Juro por Dios Todopoderoso aportar un testimonio fiel y decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad...
La voz serena de sir John Dixon le hizo eco.
—¿Se llama usted John-Thomas Sutton, nacido en Exeter el 17 de mayo de 1899, y ejercía desde hace tres años las funciones de secretario particular de sir Eric Ferrals?
—Así es.
—La noche de su muerte, usted se encontraba en su gabinete de trabajo en compañía de su jefe, de la esposa de éste y de Su Gracia la duquesa de Danvers. ¿Con qué motivo se hallaban reunidos?
—Ninguno extraordinario, simplemente tomar una copa antes de ir a cenar. Sir Eric me había pedido que reservara una mesa en el Trocadero. Le gustaba mucho la cocina y el ambiente de ese restaurante y no era infrecuente que fuese allí con lady Ferrals. Algunas veces invitaba a Su Gracia a acompañarlos.
—¿Y a usted? ¿No lo invitaba nunca?
—Sí, pero yo prefería acompañarlo cuando iba solo o con otro hombre.
—¿Porqué?
—Lady Ferrals no me tenía en mucha estima y yo, por mi parte, le devolvía esa... enemistad. Él lo sabía...
—Lo sabía, ¿y aun así nunca le había pasado por la cabeza la idea de prescindir de sus servicios?
Un destello de cólera brilló en los ojos del joven.
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo lo conocí mucho antes de que se casara con la condesa Solmanska. Éramos... bastante íntimos, y además mi trabajo le satisfacía. Creo poder afirmar que confiaba plenamente en mí.
—No lo dudo ni por un instante, pero ¿ese antagonismo entre su esposa y usted no le contrariaba?
—Llegué a pensar que le divertía. «Está simplemente celoso, querido John, pero con el tiempo se le pasará», me decía a veces.
—Y... ¿era verdad?
—¿Que estaba celoso? Sí, señor. Siempre consideré ese matrimonio un error porque perturbaba a sir Eric, incluso en los negocios. Su cerebro ya no era ese espléndido mecanismo que funcionaba a la perfección y despertaba la admiración de todos, incluso de sus competidores. La prueba era que... bebía más.
—¿Y eso le preocupaba?
—Un poco, lo confieso. Estaba y continúo estando muy unido a sir Eric porque le debo mucho.
—¿Es ésa la razón por la que, en cuanto Scotland Yard se personó en el lugar de los hechos, no dudó en acusar a lady Ferrals de asesinato?
—En parte sí, pero no es la única razón. Hacía unas semanas que lady Ferrals había convencido a su esposo para que tomara a un compatriota suyo como sirviente.
—¿Como ayuda de cámara?
—No, como simple sirviente. Tenemos cuatro bajo las órdenes del mayordomo. Él servía la mesa, entre otras...
—Al parecer, ese hombre no le agradó... Pero, por favor, continúe.
—A primera vista, no había ninguna razón para que me desagradara: realizaba su trabajo con esmero y discreción, iba impecablemente vestido y hablaba nuestra lengua a la perfección. Quizá no habría sospechado nada si el azar no me hubiera puesto frente a una realidad desagradable. Aquella noche, sir Eric cenaba en casa del alcalde y yo había ido al teatro. Lady Ferrals estaba sola en casa... o al menos eso creía yo, pues, cuando entré evitando hacer ruido porque era tarde, vi a ese tal Stanislas...
—Un momento. ¿Cómo se llamaba exactamente?
—Había sido contratado con el nombre de Stanislas Razocki, pero después me enteré de que ése no era su verdadero nombre. Se llama...
—Ladislas Wosinski —dijo el abogado de la Corona tras consultar una de sus notas—. Continúe, por favor.
—Cómo se llame carece de importancia. Lo que la tiene es que lo vi salir de la habitación de lady Ferrals en compañía de la propia lady Ferrals vestida de un modo indecoroso para estar con cualquiera, y con mayor motivo para estar con un criado.
—Usted sabe perfectamente que, para una gran dama, un criado no es un hombre —dijo sir John con una media sonrisa.