—A juzgar por el beso apasionado que se dieron, le aseguro que ella lo consideraba un hombre de la cabeza a los pies. Más aún...
El murmullo que recorrió la sala lo interrumpió y el juez dio unos golpes sobre la mesa.
—No estamos en el teatro. Ruego a la sala que guarde silencio. Haga el favor de continuar, señor Sutton. ¿Qué más tiene que decirnos?
—Lo siguiente, milord: cuatro días antes de la muerte de sir Eric, oí a lady Ferrals decirle a ese hombre: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—Es cierto que suena extraño —dijo sir John—, pero más extraño es que lady Ferrals hablara en inglés. Su lengua materna habría sido más segura.
—Tal vez, y confieso que a mí también me sorprendió, pero, pese a todo, las cosas sucedieron así. A partir de ese momento tuve la convicción de que algo amenazaba a sir Eric, pero, como sabía el amor irracional que sentía por esa mujer, decidí no decirle nada. Esperaba llegar a abrirle los ojos sin verme obligado a hablar. Cuando lo vi caer, no lo dudé ni por un instante: los dos amantes acababan de matarlo delante de mí.
—¿Por qué? ¿Porque había visto a lady Ferrals darle un medicamento a su marido?
—Por supuesto.
—Sin embargo, eso demostraba ser poco inteligente, pues bastaba con hacer analizar el papelillo para descubrir el veneno.
—Sí, pero resulta que el papelillo no apareció. Alguna mano diligente debió de arrojarlo al fuego de la chimenea. Seguramente la de ese criado polaco, que, por cierto, huyó antes de que llegara la policía.
—Comprendo, comprendo... Sin embargo, si bien no tenemos ninguna certeza en lo relativo al contenido del papelillo, sí se ha detectado la presencia de veneno en los cubitos del armario frigorífico que sir Eric había hecho instalar en su despacho. Un... capricho que se había dado y cuya llave llevaba siempre encima, a fin de ser el único en disfrutar de un hielo del que estaba seguro que estaba hecho con agua pura.
—Lo sé. Yo estaba presente cuando se descubrió ese nuevo indicio. No queda más remedio que creer que alguien había conseguido apoderarse de esa llave o encargado hacer una copia.
—¿Alguien? ¿En quién está pensando? ¿En lady Ferrals?
—En ella o en su cómplice. En cualquier caso, si ella no cometió el crimen personalmente, lo encargó. Es una asesina, estoy convencido.
—Eso es lo que tendremos que establecer, y con ese fin me gustaría que el Tribunal escuchase ahora...
Sir Desmond saltó de su asiento como un resorte.
—¡Un momento, sir John! Si ha terminado con este testigo, ahora me toca a mí. ¿O acaso pretende arrebatarme el derecho de llevar a cabo un contrainterrogatorio?
—En absoluto, pero...
—No hay peros que valgan, sir John —intervino el juez—. ¿O acaso tiene intención de cuestionar los usos y costumbres de este Tribunal? El testigo es suyo, sir Desmond.
—Gracias, milord. Señor Sutton, hace un momento ha admitido que estaba celoso. ¿Era únicamente por la influencia que lady Ferrals había adquirido sobre su esposo y que usted consideraba nefasta, o bien se sumaba a ello un sentimiento más turbio?
—Cuando se detesta a una persona, resulta difícil separar lo que es turbio de lo que no lo es.
—No nos vayamos por las ramas, si no le importa. Lady Ferrals es muy joven. Tiene, si hago bien la cuenta, tres años menos que usted. Además, creo que no hace falta llamar la atención sobre su belleza; incluso en este Tribunal es evidente para todos. ¿Está usted completamente seguro de no estar enamorado de ella, en cuyo caso sus celos adquirirían un significado muy distinto?
—No. Nunca la he amado, aunque reconozco haberla deseado...
—... hasta el punto de haberse comportado con ella como un patán con una mujer pública, arrastrándola a rincones oscuros para intentar violentarla.
—¡Eso no se tiene en pie, señor mío! Suponiendo que haya rincones oscuros en la casa de sir Eric, están demasiado expuestos a las miradas para cometer una violación. Supongo que será una empresa difícil... y bastante ruidosa si no se amordaza a la interesada...
—Admito que seguramente no tuvo usted ocasión de llegar hasta ese extremo, pero lady Ferrals se ha quejado de que en varias ocasiones intentó acariciarla, besarla...
—Lo reconozco. ¿Por qué iba a privarme —añadió el joven con insolencia—, si ella concedía tales familiaridades a un criado?
—No coincido con su punto de vista. Sea como sea, una cosa es cierta: durante el último mes, pasó mucho tiempo espiando a lady Ferrals además de perseguirla con sus galanterías. Su trabajo... tan satisfactorio, ¿no se resentía?
—En absoluto. Vigilaba a lady Ferrals y a su sirviente, pero no me pasaba el día detrás de ellos. Ya se lo he dicho: deseaba hacer algo para que sir Eric descubriera por sí mismo con qué clase de mujer se había casado. Pero en los últimos tiempos ella y su amante hacían gala de prudencia.
—Bien. Ahora, señor Sutton, vamos a examinar otro punto de su situación con sir Eric. Usted trabajaba bien, gozaba de su confianza y, a cambio, le profesaba una especie de culto, un... afecto que superaba ampliamente los sentimientos habituales de un empleado hacia su jefe.
—Es verdad. Yo quería profundamente a sir Eric. ¿Tiene algo en contra de eso la ley?
—¡En absoluto! Parece ser, además, que fue pagado con la misma moneda. En su último testamento, cuya beneficiaría es su mujer, sir Eric le lega una suma de... cien mil libras. Una suma enorme, a juzgar por la reacción del público.
Éste, efectivamente, acababa de proferir un «¡oh!» a la vez de admiración y de estupor.
—Creo haber dicho que me apreciaba —dijo tranquilamente Sutton—, e incluso llegué a pensar que me tenía cierto afecto.
—¿Cierto afecto? ¡Debía de adorarlo para hacerle un regalo semejante! Un regalo que, por lo demás, no le sorprende, como resulta evidente. De modo que a mí me asalta una duda: usted disfrutaba de una situación agradable, eso es indudable, pero, sabiendo la fortuna que recibiría a su muerte, pudo muy bien haberse sentido tentado de adelantar la hora. Después de todo, era usted el que pasaba más tiempo en su despacho con él... Apoderarse un momento de una pequeña llave bastante sencilla para hacer un molde le resultaba fácil, y...
Ahora fue sir John el que intervino:
—¡Protesto, milord! Mi distinguido colega está fantaseando e intenta influir en el testigo...
Pero el juez ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca.
—Con su permiso, milord, yo mismo responderé a sir Desmond. He jurado decir la verdad y voy a decirla toda. Sí, yo quería a sir Eric y él me correspondía. Es bastante natural, ¿no?, teniendo en cuenta que era mi padre.
El murmullo del público llenó de nuevo la sala y por un instante el abogado se quedó desconcertado. Sus ojos se estrecharon hasta quedar reducidos a una fina hendidura gris semejante a una lámina de pizarra. La prensa, en su banco, se puso en movimiento.
—¿Su padre? ¿De dónde ha sacado eso?
—Él mismo me lo dijo. Más aún, me lo escribió. Tengo con qué demostrarlo ampliamente...
—¿Y cómo es que no lo reconoció?
—Por respeto a la reputación de mi madre y al honor del que me hacía de padre. Los dos han muerto ya... y yo he jurado decir la verdad. ¿Comprende ahora por qué le quería? No me dio su apellido, pero nunca me abandonó. Veló por mí de lejos. Fui a los mejores colegios: Eton, Oxford... Cuando me diplomé, me llevó a trabajar con él.
Sir Desmond se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y enjugó las gotas de sudor que brotaban a través de la peluca. Evidentemente, no se esperaba ese incidente que había alterado al público y buscaba una réplica. Para darse tiempo, preguntó:
—¿Puede decirnos algo más al respecto?
—Sir Desmond —dijo el juez con firme severidad—, no prosiga su interrogatorio en una dirección que no tiene nada que ver con este caso. Las razones por las que el nacimiento de este joven permaneció en secreto no incumben a nadie. Creo que exponerlas sería ir en contra de los deseos de sir Eric Ferrals. Puede continuar.