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—Aunque los periódicos no lo mencionan, espero que el conde Solmanski haya acudido al lado de su hija para apoyarla. Una noticia así no puede dejar de desquiciar a un padre —agregó con hipocresía.

—No, de momento no está aquí, pero seguramente no tardará en llegar. Cuando sucedió el drama se encontraba en Nueva York, adonde había ido para asistir a la boda de su hijo con no sé qué heredera de no sé qué magnate, pero ya se ha puesto en camino. En la actualidad debe de estar a bordo del Mauritania, que navega rumbo a Liverpool. Pero se lo ruego, queridos amigos, hablemos de otra cosa. Este terrible suceso me resulta dolorosísimo porque quería mucho a Eric Ferrals, con un sentimiento un poco... maternal. ¡Era tan joven cuando lo conocí! Pero volvamos a usted, príncipe. Supongo que ha venido a Londres para la subasta del diamante, que tanta tinta ha hecho correr, ¿no?

Ya repuesto de su emoción, Aldo ahogó un suspiro. Más valía reanudar la conversación mundana y rechazar la imagen de Anielka defendiendo la causa de un criado que Sutton, pocos minutos después de la muerte de su esposo, no había dudado en afirmar que era su amante. Se imaginaba a Anielka vestida de luto, sentada en el camastro de una cárcel y pensando quizás en ese Stanislas salido de quién sabía dónde, pero que ella había conseguido imponer a Ferrals por una razón conocida sólo por ella. Aldo, por su parte, no creía en la versión de un gesto de caridad hacia un compatriota en una situación difícil. Y de súbito, una idea le atravesó la mente, una idea tal vez absurda, pero lo bastante insistente como para que Morosini interrumpiera a la duquesa, que mantenía con Adalbert una apasionante conversación sobre las alhajas egipcias.

—Perdone, excelencia, pero ¿está segura de que ese criado se llama Stanislas?

Los impertinentes apuntaron a Morosini con la rapidez de un fusil.

—Naturalmente. ¡Qué pregunta tan rara!

—Puede tener importancia. ¿No se llamaría más bien Ladislas?

—¡Oh, no! ¿Sabe?, estos nombres polacos se parecen todos mucho, incluso los que se pueden pronunciar, pero juraría que su nombre era Stanislas. Bueno, ¿va a decirme ahora qué importancia tiene eso?

Una pregunta difícil de esquivar sin mostrarse descortés con la duquesa. Aldo decidió contestarla en un tono despreocupado.

—En realidad, no tiene ninguna, he hablado sin pensar. Es que he recordado que en Varsovia, cuando la conocí, la joven condesa Solmanski se veía a menudo con un tal Ladislas, por el que mostraba mucho interés..., pero cuyo apellido impronunciable no he grabado en la memoria —añadió con su sonrisa más seductora.

—Querido amigo —dijo lady Danvers dándole con los impertinentes unos golpecitos en la mano—, hace mal en preocuparse por un detalle tan nimio. Estos polacos son una gente insoportable y mi pobre Eric habría salido ganando si hubiera conservado un celibato que le resultaba muy conveniente desde cualquier punto de vista. Ahora, me gustaría que dejara usted esa taza cuyo contenido lleva un cuarto de hora revolviendo con la cuchara. Debe de estar imbebible.

Lo estaba. Aldo se hizo servir otro té, excusándose con buen humor por su distracción, y la conversación se centró de nuevo en los aderezos egipcios. Antes de separarse, la anciana dama otorgó a los dos amigos un pasaporte verbal que les permitía entrar a lo grande en su residencia de Portland Place.

—No es algo que podamos despreciar—comentó Adalbert cuando hubieron acompañado a las señoras hasta su carruaje—. Seguro que en su casa uno conoce a mucha gente. Y eso puede resultar interesante. Mientras tanto, ¿qué vamos a hacer esta noche?

—Tú haz lo que quieras. En cuanto a mí, lo que me apetece es acostarme pronto. El viaje me ha dejado exhausto.

—Y además no tienes ganas de charlar sino de reflexionar, ¿verdad?

—Algo de eso hay. Lo que he oído hace un rato no tenía nada de agradable.

—¡Como si no conocieras a las mujeres! Dicho esto, ¿te importaría que te dejara solo?

—En absoluto. Me haré subir un tentempié cuando haya digerido la merienda. ¿Vas a buscar plan? —preguntó con una sonrisa impertinente.

—No, voy a ir a los pubs de Fleet Street.[2] Los indígenas que los frecuentan siempre están sedientos de noticias, y se me ha ocurrido que no tenemos ningún conocido que trabaje de periodista. Quizá consiga hacerme con un amigo de la niñez que no pueda negarme nada en lo que a información se refiere. Últimamente los periódicos se muestran demasiado discretos. Están los famosos anónimos relativos a la venta de la Rosa de York, de los que tal vez se pueda sacar algo.

—Si pudieras enterarte de más detalles acerca de la muerte de Eric Ferrals tampoco estaría mal.

—Aunque no me creas, es justamente lo que pensaba hacer.

2. Un tipo raro

Adalbert Vidal-Pellicorne se ciñó el cinturón del Burberry como si quisiera partirse por la mitad, se subió el cuello, bajó la cabeza y refunfuñó:

—Nunca pensé que saldría tan caro convertirse en el amigo de infancia de un periodista, que encima no es una figura. Hemos recorrido una docena de pubs, sin contar el Grenadier, donde se ha empeñado en obsequiarme, a expensas de mi bolsillo, claro, con el menú que el duque de Wellington encargaba para sus oficiales: buey a la cerveza, patatas hervidas con mantequilla y rábanos blancos, y, de postre, tarta de manzanas y moras cubierta de crema. Sin contar los innumerables litros de cerveza. ¡Hay que ver lo que es capaz de despachar, el muy bruto!

—Si es un individuo interesante, puedo sufragar parte de los gastos. Sería lo justo.

—Oh, es apasionante, con la condición de que te guste Shakespeare. Cada treinta segundos te suelta una cita, pero acabas por acostumbrarte. Es un tipo tan curioso como aficionado a empinar el codo.

Los dos amigos bajaban por Picadilly hacia Old Bond Street, donde estaba la joyería de George Harrison. Sólo disponían de dos horas para conseguir que les enseñaran el diamante que hacía correr ríos de tinta, pues a primera hora de la tarde un camión blindado escoltado por la policía debía trasladarlo a Sotheby's, en New Bond Street, es decir, a unos cientos de metros de distancia, donde permanecería hasta la subasta. El acontecimiento tendría lugar dos días después.

El tiempo no era muy agradable para pasear, pero las calles estaban muy animadas, pues la habitual llovizna londinense no lograba desanimar a unas gentes habituadas a ella desde hacía siglos. Todos los transeúntes llevaban paraguas y las cúpulas de seda negra ondulaban en la distancia como un rebaño de corderos caracul. Desdeñando empuñar ese accesorio molesto, Aldo y su amigo se protegían con un impermeable y una gorra de buena calidad.

—¿Y qué es lo que sabe tu nuevo amigo de la infancia? —preguntó Morosini—. Por cierto, ¿cómo se llama?

—Bertram Cootes, y trabaja de reportero en el Evening Mail. En realidad, está relegado a la sección de perros atropellados, y se comprende, porque se parece bastante a un podenco. Pero, al igual que su modelo, tiene las orejas muy largas, de modo que no se le escapa nada. A decir verdad, ha sido una suerte que me topara con él.

—¿Y cómo os habéis encontrado?

—Por casualidad. Yo estaba tomando una copa en una taberna de Fleet Street cuando estalló una discusión entre el dueño y un cliente. Éste se quejaba, claro está, de que la cuenta era muy abultada, y como ya estaba un poco achispado la conversación iba subiendo de tono. Entonces llegó un tercer individuo, un tal Peter, que en seguida comprendí que también trabajaba en el Evening Mail, aunque en una sección importante. Bertram, que todavía estaba sediento, le pidió que le prestara unas libras. El otro se negó en un tono despreciativo y lo llamó pelagatos. Entonces Bertram le dijo que se arrepentiría de no haberle ayudado, porque él iba a ganarle por la mano en el asunto Ferrals. El tal Peter se rió en sus narices y se tomó su bebida. En cuanto él se marchó, entré yo en escena. Me presenté como un colega francés enviado a Londres para cubrir la subasta de Sotheby's e hice ver que ya nos habíamos conocido en Westminster unos meses atrás, con ocasión de la boda de la princesa Mary con el vizconde Lascelles. Como podrás imaginar, ese Bertram nunca ha cubierto, ni siquiera de lejos, un acontecimiento de tal importancia, pero se sintió halagado. De inmediato pagué su cuenta y le propuse que fuéramos a cenar. Eso trajo consigo el menú de Wellington y todo lo que ya sabes.