—¿No observaste algo extraño ayer?
—¿Dónde? ¿En Old Bailey?
—Sí. No vi en ningún momento al conde Solmanski. ¿Cómo es que no asiste al juicio de su hija?
—Debe de ser una dura prueba para un hombre sensible como él —ironizó Morosini—. Debe de preferir encender cirios y rezar..., a no ser que se desinterese de la suerte de su hija, culpable de haber actuado por su cuenta y riesgo, sin esperar sus instrucciones.
—Tal vez. Ya veremos si hoy está allí.
Pero, por más que observaron la sala una vez cerradas las puertas, les fue imposible encontrar el semblante severo y el monóculo del hombre que buscaban.
Anielka tampoco debía de haber dormido mucho. Estaba más pálida que el día anterior y tenía ojeras. Eso la hacía resultar todavía más conmovedora, pero la impresión de fragilidad acrecentada que daba hizo que Aldo se estremeciera.
El primer testigo al que llamaron fue Wanda. Para empezar, su aparición no fue nada tranquilizadora. Vestida de negro pero agitando, por precaución, un pañuelo blanco más grande que la bandera de un parlamentario en tiempos de guerra, era la viva imagen de la desolación. Y, de hecho, cuando abrió la boca fue para hacer una apología apasionada de su «palomita», basada en un sólido fondo de denigración del difunto Eric Ferrals. Cosa que, evidentemente, era lo último que había que hacer.
—¡Señor, protégeme de mis amigos que de mis enemigos ya me encargo yo! —exclamó Aldo entre dientes.
—Nunca mejor dicho —susurró Adalbert—. Fíjate en sir Desmond. Jamás habría imaginado que un hombre pudiera transpirar tanto.
Todavía fue peor cuando el abogado de la Corona inició el capítulo Ladislas. Wanda se puso entonces lírica: contó los enternecedores y virginales amores de su señora y de una especie de héroe de la libertad polaca fruto exclusivamente de su imaginación, describió su cólera y su desesperación al enterarse de que se había casado con un hombre que había amasado una fortuna gracias a la muerte de otros, su necesidad de ayudarla, de protegerla...
—Deseo creerla —la interrumpió sir John—, pero me gustaría saber si era su amante.
—¡Por supuesto que no! —dijo Wanda, categórica—. No sé cuándo habría podido suceder tal cosa; yo pasaba todo el día con ella.
—¿Y la noche? ¿Duerme usted bien?
Una sonrisa beatífica apareció en el ancho rostro de Wanda.
—Oh, sí, muy bien, gracias. Duermo como un niño.
La sala rompió a reír y el propio juez se permitió una vaga sonrisa. Sir John se contentó con encogerse de hombros.
—Bien, en tal caso, continuemos. Si la he entendido bien, el tal Ladislas no podía sino odiar a sir Eric, ya que éste, a juzgar por lo que usted dice, hacía desdichada a su esposa. ¿Tiene alguna idea de cómo pensaba protegerla?
—Creo que quería raptarla para llevarla de vuelta a su país, pero las cosas tomaron un mal sesgo y se vio obligado a matar a ese deplorable marido.
—¿Y, una vez logrado su objetivo, desaparece sin dejar rastro, dejando a la mujer a la que ama en manos de la justicia? ¿No le parece un poco anormal todo eso?
—Sí, y no paro de rogar a Dios y a la Virgen de Czestochowa que lo hagan volver, a fin de que pueda aclarar este asunto y liberar a la que tanto ama. Pero a lo mejor está enfermo, a lo mejor le ha pasado algo...
—O a lo mejor ha vuelto a Polonia.
—¡No, no me lo creo! ¡Ladislas Wosinski, allí donde estés, escúchame! La que está aquí corre un gran peligro, y si no vienes, faltarás a todas las normas de la caballerosidad, del amor, de la generosidad. Ofenderías a Dios Todopoderoso...
Costó hacerla callar, porque estaba imparable. Sir Desmond, desanimado, renunció al contrainterrogatorio, pero solicitó que se llamara a declarar a su clienta. Había llegado el momento de poner los pies en el suelo.
Pese a su evidente cansancio, Anielka prestó juramento con voz firme y dirigió hacia los que iban a interrogarla una mirada tranquila en la que incluso quedaba una chispa de diversión.
—Lady Ferrals —empezó su abogado—, ¿está de acuerdo con la declaración que acabamos de oír?
—Por extraño que pueda parecer, estoy de acuerdo en parte. Quiero decir que hay mucha verdad en las palabras de Wanda, aunque lo que ella ha expresado es su verdad.
—¿Qué quiere decir?
—Que Wanda no cambiará nunca. Que conserva y seguramente conservará toda su vida un alma sencilla y buena, fuertemente unida a nuestra tierra natal pero también a sus sueños. Cuando dice que yo amaba a Ladislas Wosinski antes de casarme, es la pura verdad, y sufrí por tener que casarme con sir Eric para obedecer a mi padre. Pero ese amor ya no existía cuando me abordó en Hyde Park mientras yo daba mi habitual paseo a caballo.
—¿Significa eso que su relación ya no era amorosa?
—¿Cree que puede serlo cuando el hombre del que has estado enamorada se convierte en un chantajista? Ladislas exigió entrar al servicio de mi esposo. Si yo no lo ayudaba, le enseñaría las cartas que había cometido la imprudencia de escribirle cuando estábamos en Varsovia.
—¿Tan comprometedoras eran?
—Terriblemente, si se piensa en el carácter violento de mi difunto esposo y sobre todo en sus celos. Lo que yo escribí reflejaba muy bien lo que era para Ladislas antes de casarme: su amante. Pero ese... detalle Wanda no lo supo jamás. Ella es incapaz de comprender que el ardor de la juventud puede llevar a cometer verdaderas locuras. Especialmente a mí, a quien gusta llamar su «palomita»...
—Sin embargo, cuando se casaron, su esposo debió de darse cuenta de que...
—¿De que no era virgen? —dijo la joven, con su particular manera de llamar a las cosas por su nombre—. No, no se dio cuenta porque la consumación de mi matrimonio, que por lo demás tuvo lugar la noche antes de la ceremonia religiosa, no fue sino una violación. Sir Eric estaba tan impaciente por hacerme suya que me forzó pese a mi resistencia. Así pues, dado que él me creía pura, esas cartas habrían sido desastrosas para la continuidad de nuestra vida en común.
—¿Tanto interés tenía en conservarlo como esposo, pese a su brutal comportamiento?
—Sí. Después de aquello se había redimido arriesgando su vida para liberarme de las garras de los autores del secuestro de que fui víctima mi noche de bodas. No creo que haga falta contar eso.
—No. Los periódicos de aquí, haciéndose eco de la prensa francesa, hablaron mucho del asunto. Entonces, ¿usted no odiaba a sir Eric?
—De ninguna manera. Sabía mostrarse encantador y me adoraba...
—En tal caso, ¿le importaría explicarme la frase que míster Sutton escuchó? Era... —Cogió un papel que tenía delante y leyó—: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—No hay nada que explicar. Míster Sutton se ha inventado esas palabras, al igual que se ha inventado mis relaciones adúlteras con Ladislas.
—¿Todo es mentira?
—Todo. ¿Cómo iba a entregarme a un hombre que hacía pesar sobre mí una terrible amenaza, que me obligó a entregarle una parte de mis joyas y que hasta me había amenazado de muerte si le sucedía algo malo durante su estancia en nuestra casa o después? Hablaba de sus compañeros escondidos, de la inquebrantable determinación de todos ellos. Me daba miedo, eso es todo. Ladislas no se habría arriesgado a hacer una cosa así. Yo estaba muy controlada y mi esposo lo habría matado sin vacilar. Míster Sutton se lo ha inventado todo y ahora comprendo por qué. Enterarme de que es mi hijastro no me produce ninguna alegría, pero gracias a lo que oímos ayer podría encontrarse una explicación para muchas cosas relacionadas con la muerte de mi marido, empezando por la desaparición del papelillo que presuntamente contenía estricnina.
En ese momento intervino el juez: