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La sesión terminó como tenía que terminar. Sir Desmond solicitó que la acusación abandonara la causa. A lo que sir John Dixon accedió de buen grado después de haber consultado al jurado, cuyo presidente se plegó al parecer general.

Sólo faltaba que el juez dictara la puesta en libertad de lady Ferrals, a la que condujeron al sótano en medio de un alboroto indescriptible. Media hora más tarde, sostenida por su padre, montó en un Rolls negro cuyo chófer tuvo todas las dificultades del mundo para abrirse paso entre la nutrida multitud que se agolpaba a la salida de Old Bailey. Morosini y Vidal-Pellicorne asistieron, mezclados con la gente y los fotógrafos de prensa, a esa marcha que no parecía realmente un triunfo. Salvo quizá para Solmanski, cuyo perfil altivo había aparecido un instante detrás del cristal del coche.

—Ahí lo tienes, contento y, sobre todo, rico —observó Adalbert—. Su hija va a poder recibir una espléndida herencia...

—Pueden confiar en mí para ponerle todo tipo de trabas —dijo junto a los dos hombres la voz de John Sutton—. Continúo estando a cargo de los asuntos de mi padre y al corriente de sus secretos. Tendrá que contar conmigo.

—¿Reconoce por fin que se equivocó acusándola? —preguntó Aldo.

—De ninguna manera. Lo que vi y oí, lo vi y lo oí. Sigo estando seguro de que la asesina es ella, y algún día conseguiré demostrarlo.

Sutton desapareció entre la multitud, seguido por la mirada de Adalbert, que parecía preocupado.

—A mí me pasa algo parecido —dijo—. Este suicidio tan oportuno no me convence. ¿Y a ti?

—No puedes negar que lo tuyo es escudriñar las necrópolis —dijo Aldo, que había recuperado el buen humor—. Deja de buscarle tres pies al gato. Yo siempre he creído que Anielka era inocente y ahora es libre. Ven, vamos a celebrarlo.

Los dos hombres se alejaron. A su alrededor, la muchedumbre se dispersaba.

12. El drama de Exton Manor

Unos días antes de las fiestas de fin de año, Aldo y Adalbert fueron a Kent en respuesta a la invitación de Desmond Killrenan. Éste, a fin de escapar a los rumores suscitados por el corto juicio de lady Ferrals, había decidido pasar unos días tranquilo, en su propiedad de Exton Manor. Como sabía que Morosini pensaba volver a Venecia para celebrar la Navidad con los suyos, había insistido en que los dos hombres fueran sus invitados durante cuarenta y ocho horas.

—Estaremos solos —explicó—. La última semana antes de Navidad, mi mujer no sale de Regent Street, Bond Street, etcétera, para hacer sus numerosas compras. Y a mí me gustaría que admiraran mi preciosa colección, tal como les prometí, antes de que se marchen.

Los dos amigos no vacilaron en aceptar la invitación. Para Aldo, la posibilidad de contemplar esas obras raras lejos de la mirada rencorosa de la bonita Mary resultaba doblemente atractiva, porque esperaba encontrar una manera discreta de poner en guardia al coleccionista contra las artimañas de su peligrosa mujer. Tenía una idea de la que se proponía sacar partido. Por otra parte, confiaba en que todo aquello le distrajera de su amarga decepción.

En su ingenuo candor, había imaginado que al día siguiente de su liberación Anielka lo llamaría, aunque sólo fuera para agradecerle sus esfuerzos y congratularse con él de un futuro ahora abierto y que permitía todo tipo de sueños y de esperanzas. Pero no supo nada de ella aparte de una información facilitada por Bertram Cootes, que asediaba con sus colegas la mansión de Grosvenor Square: lady Ferrals y su padre se marchaban de Londres para instalarse en el castillo de Devon donde Anielka había pasado su luna de miel. La joven dejaba la vivienda londinense, que era de alquiler, a Sutton, la sombra de su esposo, además de a los hombres de leyes encargados por su padre de velar para que entrara en posesión de su herencia. En cuanto a sus proyectos a más largo plazo, se desconocían por completo.

Los de Aldo eran más confusos, aparte del hecho de que había convencido a Adalbert de que se fuera con él a las orillas del Adriático y acabara allí el año 1922, rico en acontecimientos. La Navidad celebrada en compañía de tía Amélie, de Marie-Angéline, de Guy Buteau, de Celina y de Zaccaria sería más agradable que en cualquier otro lugar y Aldo, desencantado, sentía una gran necesidad de ternura familiar. Después, si el estado de sus negocios lo permitía, quizá volviera a Londres con su amigo para tratar de completar el itinerario de la Rosa de York, cuya última desaparición se remontaba tan sólo a diez años atrás. Diez años que parecían poca cosa en comparación con décadas de oscuridad. Desgraciadamente, el último hilo conductor parecía roto, pues el sastre Ebenezer Lévi no había vuelto a su establecimiento de Whitechapel, lo que preocupaba a su vecina.

—Empiezo a creer que le ha sucedido algo —les confesó a los dos hombres la última vez que pasaron por allí.

Ellos también empezaban a creerlo, y la bruma del desaliento los envolvía lentamente. Esta vez, sin embargo, Adalbert le dio su dirección a la vecina —acompañada de un par de billetes—, aunque especificando claramente que, en caso de que Ebenezer regresara, no debería mencionar su paso por allí bajo ningún concepto.

—Me voy a Francia a pasar las fiestas —añadió—, pero si cuando regrese en enero me da noticias suyas, vendré a verla. Se trata de un asunto más importante de lo que le dijimos en nuestra primera visita y le interesa guardar silencio, pues eso tal vez nos permita resolverlo de modo favorable.

Convencida de que una bonita suma podría recompensar su celo, la vecina juró todo lo que le pidieron.

(Y si no aparece? —preguntó Aldo—. ¿Qué haremos? No podemos pasarnos la vida aquí.

—Consultaremos a Simon y, si está de acuerdo, quizá podríamos informar a nuestro amigo Warren de esta desaparición. Él cuenta con medios que nosotros no tenemos.

—En tal caso, habría que decirle la verdad.

—Quizá no toda, sino sólo una parte. Ya veremos cuando llegue el momento.

Entre tanto, una tarde grisácea, el coche conducido por un Théobald digno y sobrio, como corresponde a todo sirviente de gran casa, atravesó las oscuras y severas afueras del sudeste de Londres y tomó la carretera de Dover, que, pasando por Rochester y Canterbury, cruzaba todo Kent en sentido longitudinal. La residencia campestre de los Saint Albans estaba situada en los alrededores de Ashford, al sur de la sede episcopal más importante de Inglaterra.

El tiempo húmedo, ligeramente lluvioso en algunos momentos, era bastante suave, como sucedía con frecuencia en Kent, conocido como el Jardín de Inglaterra al igual que Touraine lo era de Francia. Era, asimismo, la región preferida de Dickens: «Kent, sir—dice el inefable Jingle en Las aventuras de Mr. Pickwick—, todo el mundo conoce Kent: manzanas, cerezas, lúpulo y mujeres.»

Aunque no se veían muchas mujeres con aquel mal tiempo, aunque manzanas y cerezas se hallaban ausentes de los árboles pelados por el invierno, el campo estaba encantador con sus viejas moradas señoriales, sus bonitos pueblos y esas curiosas «torres de lúpulo», edificios achaparrados y cónicos que parecían gigantescos apagavelas.

—Deberíamos haber venido en primavera —comentó Adalbert—. Cuando los árboles están en flor, es una delicia.

—Nadie te impedirá volver —masculló Aldo—. En lo que a mí respecta, me gustaría acabar cuanto antes con las islas Británicas y volver a mi sol.

—¿Dónde estaremos en primavera? —suspiró su amigo—. Suponiendo que consigamos encontrar ese maldito diamante manchado de sangre, no habremos realizado más que la mitad de nuestro trabajo. Faltarán el ópalo y el rubí, de los que Simon no parece saber gran cosa.

—Cada día trae su afán. Aronov tiene que convenir en que no es posible encontrar en cinco minutos unas piedras que llevan siglos perdidas. Este año le hemos devuelto el zafiro. No está nada mal... Las otras ya se verá.