—No sólo me interesa Egipto, y reconozco de muy buen grado que todo esto es fabuloso. Es usted un maestro, lord Desmond.
Las llamas del orgullo, unidas a las de la bebida, iluminaron el poco agraciado rostro del coleccionista.
—Si me dan los dos su palabra de no revelar jamás a nadie lo que deseo mostrarles —dijo éste—, creo que no se arrepentirán.
—¿No está todo aquí? —preguntó Aldo.
—No. Hay una cosa más.
—En tal caso, tiene mi palabra.
—La mía también —dijo Adalbert.
—Entonces, vengan.
Los condujo hacia el fondo de la sala, ocupada en parte, en el centro, por una vitrina en la que destacaba un conjunto de armas de bronce con la hoja de jade. Estiró el brazo para presionar algo junto a la vitrina y la pared se abrió, giró sobre unos goznes invisibles arrastrando consigo el mueble, sujeto a ella.
—Permítanme un momento. Voy a encender la luz —dijo lord Desmond sacando un encendedor.
Esta vez no se trataba de luz eléctrica. Adalbert y Aldo intercambiaron una mirada mientras su anfitrión desaparecía en el espacio oscuro. Poco a poco, las tinieblas dejaron paso a la cálida luz de las velas.
—Pueden pasar —dijo la voz de lord Desmond.
Lo que los dos hombres descubrieron los dejó atónitos. En el umbral de una pequeña estancia tapizada de terciopelo oscuro que tenía algo de capilla, dos candelabros ardían delante de un retrato que Morosini reconoció al primer golpe de vista: era del duque de Saint Albans, hijo bastardo del rey Carlos II y de Nell Gwyn. Un retrato más pequeño que el que había contemplado en casa de la duquesa de Danvers, pero infinitamente más interesante, pues entre los encajes del cuello de la camisa brillaba un grueso diamante pulido de brillo lechoso.
Bajo el retrato había una especie de altar con un pequeño tabernáculo, cuya puerta, dorada y labrada, lord Desmond estaba abriendo. Y entonces se produjo un milagro: sobre un soporte de terciopelo, brillaba la piedra reproducida en el cuadro.
—Ahí lo tienen —dijo lord Desmond, dejándose caer sobre un gran sillón de roble destinado a facilitar largas contemplaciones solitarias—. Ahora pueden comprobarlo: los que afirmaban que el diamante de Harrison era una falsificación tenían razón.
—¡La Rosa de York! —susurró Morosini, invadido por un torrente de sospechas—. De modo que es usted quien la tiene...
—Sí —afirmó el lord, disfrutando de su triunfo con arrogancia—. Y también soy yo el autor de las cartas anónimas a los periódicos. No podía soportar la idea de que alguien se hubiera atrevido a sacar a la luz una tosca falsificación.
—¿Una tosca falsificación? —repuso Adalbert—. Ha engañado a más de un experto..., a no ser que la piedra falsa sea ésta.
—¿Está de broma? Conozco toda su historia... o casi toda. Me empeñé en reconstruirla cuando, hace unos quince años, encontré este retrato en la tienda de un anticuario de Edimburgo.
—Creía que no eran de la misma familia —dijo Aldo, señalando al personaje de llameante cabellera del retrato.
—No, no lo somos, pero a veces me gusta fantasear en torno a la coincidencia de apellido, y cuando vengo aquí a meditar me entretengo pensando que yo también desciendo de amores reales, que la sangre de los Estuardo corre por mis venas..., y eso me hace feliz. Es una sensación... divina. Sobre todo porque nadie sabe de la existencia de este cuartito ni de lo que contiene.
—¿Ni siquiera su mujer?
—Ella menos que nadie. Ya conoce su pasión por las joyas antiguas, preferentemente célebres. Yo me he consagrado de forma exclusiva a ésta. ¡Reconocerán que vale la pena!
Sin contestar, Morosini se inclinó, cogió delicadamente el diamante con dos dedos y lo observó a la luz de una vela.
El corazón latía en su pecho a un ritmo más rápido. Como no había visto nunca el diamante del Temerario, ni siquiera reproducido, experimentaba una violenta excitación, cuidadosamente disimulada bajo su apariencia despreocupada. ¡Por fin tocaba esa piedra maléfica cuya blancura cubría hipócritamente ríos de sangre!
—¿Qué esperaba conseguir escribiendo esas cartas? ¿Que renunciaran a vender el diamante?
—Por supuesto, y confieso que no entendía a Harrison. Era un gran joyero, incluso un experto. ¿Cómo había podido dejarse engañar de ese modo?
—Mi amigo acaba de decírselo: había engañado a otros. Cuando mataron a ese desdichado Harrison, nosotros nos dirigíamos a su establecimiento, que yo conocía desde hace tiempo, para pedirle que nos enseñara la Rosa. Seguramente yo habría emitido el mismo veredicto que los demás. Pero, dígame una cosa, faltaba poco para la subasta, la piedra se iba a poner a la venta. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Pensaba exhibir este diamante en público, o bien...?
—¿O bien me pareció más cómodo poner fin a esa comedia haciendo robar la piedra y... de paso asesinar a Harrison?
—No. Confieso que hace un momento tuve dudas, pero ahora estoy seguro de que no.
—¿Y qué le da esa seguridad?
—El hecho de que lady Mary ignora que la Rosa le pertenece.
—No lo entiendo...
—No tiene importancia por el momento. Pero no ha contestado a mi pregunta: ¿qué pensaba hacer si se hubiera celebrado la subasta?
—Nada. Desde luego, habría estado presente en la sala para ver si otros manifestaban dudas, porque yo no he escrito todas las cartas, pero creo que habría acabado por no decir nada. Yo, un abogado, habría optado por guardar silencio, a fin de conservar intacto el placer que siento aquí cuando vengo a sentarme en este sillón y tomo la Rosa entre mis manos como usted en este momento.
—Antes ha dicho que logró reconstruir la historia casi completa de la piedra —intervino Vidal-Pellicorne—. El príncipe Morosini y yo también nos hemos dedicado a investigar este asunto... por simple curiosidad, por supuesto. ¿Podría decirnos si el príncipe regente se la regaló a su amante, Mrs. Fitzherbert, tal como nos han asegurado?
—Eso es exactamente lo que ocurrió. Lo que no es tan exacto es el término que usted ha utilizado, pues María Fitzherbert era esposa morganática del príncipe, por lo que éste se convirtió en bígamo al contraer matrimonio con la pobre Carolina de Brunswick. Indiscutiblemente, estaba muy enamorado de ella, y la Rosa se la dio, entre otros presentes, en la época de sus amores. El hecho de que nunca se la reclamara, ni siquiera cuando se separó de ella, aboga a favor de la constancia de sus sentimientos.
—Como buen inglés, usted deja en buen lugar a su soberano. Fue María Fitzherbert la que se marchó, en 1811, después de haber sufrido una afrenta. Incluso se fue de Inglaterra sin ánimo de volver. Yo me inclino más a pensar que «Georgie» no se atrevió a correr tras ella para recuperar el diamante.
—A no ser que simplemente lo olvidara, una vez en posesión de las otras joyas de la Corona. En cualquier caso, tenemos a Mrs. Fitzherbert camino del continente. Lleva consigo a una niña con la que se ha encariñado: Minney Seymour. Fue ésta quien, ya casada, trajo de nuevo la joya a este país y la conservó casi hasta su muerte. La perdió en un robo cometido en su casa de Brook Street. En ese momento hay una laguna en la historia, pero me enteré de que más adelante, en 1888, la poseía un rabino del barrio de Whitechapel. Dios sabe por qué, la consideraba un objeto sagrado y le cambió el nombre por el de «la piedra judía». La conservó bastante tiempo, y hace tan sólo diez años tuve noticias de su presencia en su casa...
—¿A través de quién?
—De un hombre en quien tenía plena confianza, que estaba ya al servicio de mi padre y que, siendo un enamorado de las antigüedades, poseía un olfato de perro de caza para desenterrar objetos perdidos. Le debo varias piezas de mi colección. Fue él quien vino a hablarme un día de la piedra judía. La descripción correspondía tan exactamente con la que buscábamos que le di carta blanca para comprarla al precio que fuera. Y eso fue lo que hizo.
—¿Le dijo que la había comprado? —intervino Adalbert—. ¿No le pareció un poco extraño que un rabino aceptara vender un objeto sagrado?