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—Sí, lo reconozco. Y más aún porque el rabino y su hijo mayor fueron asesinados en esa época. No por mí, desde luego —añadió lord Desmond al ver que sus invitados fruncían el entrecejo—. Fue el hijo menor, un tal Ebenezer, quien negoció con mi mandatario. Éste me dijo que nunca había conocido a un personaje tan codicioso. Ese tipo era sastre, pero sólo le interesaba el dinero. Les confieso que llegué a preguntarme si no sería él el asesino, pero la investigación policial lo exculpó.

Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una mirada, pues, tal como les sucedía a menudo, el mismo pensamiento había cruzado por su mente: el hijo podía muy bien haber facilitado el trabajo del asesino o los asesinos pagados con el dinero de lord Desmond. Pasados diez años, y ávido todavía de dinero, había accedido a hablar de «la piedra judía» a unos extranjeros dispuestos a pagar. Era una historia antigua y, como nunca se había visto implicado en ella, no había encontrado ningún inconveniente en ganar todavía más, pero algo lo había asustado y se había dado a la fuga. Lo más probable era que no volvieran a verlo.

Dividido entre el deseo de arrojar lejos de sí la joya causante de tantos crímenes y el de guardársela en el bolsillo, Aldo la dejó sobre su lecho de terciopelo.

—Y sabiendo eso, ¿este diamante no le horroriza? —preguntó, con los ojos todavía clavados en el tabernáculo abierto—. ¿No piensa que lleva consigo la desgracia?

Lord Desmond se encogió de hombros.

—Ustedes, los latinos, son bastante supersticiosos. Yo nunca me he dejado influir por esa clase de ideas. Buena parte de nuestros castillos ocultan tras sus muros sangrientas aventuras, crímenes generadores de almas en pena y de fantasmas. Además, mi profesión me obliga a codearme con el crimen, y eso curte, se lo aseguro.

—Así y todo, si yo fuera usted desconfiaría —insistió Aldo, sin apartar la mirada del diamante y pensando en la inquietante esposa del lord. Tal vez hubiera llegado el momento de desvelar la verdad.

—¿De qué, Dios mío? ¿Y qué haría usted en mi lugar?

—Lo vendería. No en una sala de ventas, claro, para no volver a provocar la agitación que hemos visto, sino... a mí, por ejemplo.

—¿A usted? ¿Sabe que es muy caro?

—Pagaré lo que me pida. Sea el precio que sea. Recuerde que el motivo de mi visita a Londres era exclusivamente pujar en Sotheby's.

—Lo recuerdo, pero no venderé. Si he compartido mi secreto con ustedes ha sido por pura simpatía y también para evitar que pierdan el tiempo esperando la aparición de una joya falsa. Como muy bien supondrán, no tengo intención de deshacerme de...

No acabó la frase. Una exclamación de Adalbert hizo que su mirada y la de Aldo se dirigieran hacia la puerta secreta, que había permanecido abierta: de pie en el hueco, lady Mary contemplaba, estupefacta, la inesperada escena que tenía delante. Sus ojos claros pasaron rápidamente sobre los personajes y el retrato antes de clavarse intensamente en la joya que Aldo acababa de dejar en su sitio. Su aspecto era tan fantasmal que nadie dijo nada. Ni ella tampoco, pues lo único que veía era la Rosa.

Con paso de autómata, se acercó a la piedra, en la que la llama de las velas encendía deslumbrantes reflejos; luego, con un ademán que evocaba tanto la plegaria como la súplica, levantó sus manos enguantadas para cogerla, dejando caer al suelo el bolsito de ante negro, a juego con el abrigo y el sombrero de astracán, que una de ellas sujetaba. Instintivamente, Adalbert se agachó para recogerlo, pero no se lo devolvió a su dueña.

Mary se disponía a apoderarse del diamante cuando la voz de su esposo sonó:

—¡Deja eso donde está! ¡Te prohíbo que lo toques!

Ella volvió hacia él una mirada ausente que no lo veía y que se apartó inmediatamente para volver al objeto de su deseo.

—¡La Rosa!... La Rosa está aquí... Pero, entonces...

Súbitamente asustada, buscó con la mirada el bolso abandonado un momento antes, pero Adalbert, al percatarse de lo que contenía, acababa de hacerlo desaparecer dentro de su bolsillo. Lady Mary no tuvo tiempo de registrar las zonas oscuras del suelo. De pronto, el lienzo de pared se cerró con un ruido sordo. Alguien acababa de empujarlo desde el exterior.

—¿Qué significa esto? —rugió lord Desmond—. ¿Quién está ahí? ¿A quién has traído contigo? ¿Y qué haces aquí? ¡Ibas a quedarte en Londres hasta el sábado!

Había asido a su esposa por los hombros y la zarandeaba sin que ella opusiera la menor resistencia. Aldo se interpuso entre ellos y obligó al marido a soltar a su mujer, que parecía ausente, en trance...

—Creo que esta discusión matrimonial puede esperar —dijo—. Por lo menos hasta que hayamos salido de aquí. Suponiendo que sea posible —añadió acompañando a lady Mary hasta el sillón de las contemplaciones, sobre el que ella se dejó caer como si fuera una toalla mojada.

—Claro que es posible. El mecanismo funciona en los dos sentidos. No estoy loco.

En algunos momentos, Morosini sospechaba que sí. Hacía unos instantes, por ejemplo, cuando lady Mary se disponía a tocar la piedra, su mirada furiosa era la de un demente. Pero cuando levantó el brazo para abrir la puerta, se lo impidió.

—¡No tan deprisa! Aclarado este punto, quizá convenga pensar en qué es lo que pasa al otro lado. Usted mismo lo ha dicho, hay alguien. La puerta no se ha cerrado sola. Podría ser que incluso hubiera más gente de la que cree. Si sale, se expone a que lo cacen como a un conejo.

—¡Exacto, y precisamente por eso ella tiene que hablar! —gritó Desmond volviéndose hacia su mujer, que continuaba inerte en el sillón pero con los ojos clavados en el diamante—. ¿Has traído a alguien, Mary? ¿Quiénes son esas personas?

—En el estado de postración en el que se encuentra, es incapaz de responderle, pero tal vez yo pueda hacerlo.

—¿Cómo va a poder? A no ser que estén conchabados, claro —añadió el abogado con una risa desagradable.

—Cuando hayamos salido de aquí, tal vez le de un puñetazo por esas palabras —repuso tranquilamente Morosini—. Mientras tanto, tenemos mejores cosas que hacer. ¿No le puso en guardia el superintendente Warren, hace algún tiempo, contra las maniobras de un tal Yuan Chang, decidido a robarle una colección que consideraba producto del saqueo de su país?

—Sí, pero ese tal Yuan Chang murió en la cárcel. Además, no sé cómo pensaba desvalijar mi casa, y mucho menos mi cámara acorazada.

—Muy sencillo: tenía a su esposa en sus manos. ¿Cómo? Eso sería un poco largo de explicar ahora —añadió, con una involuntaria mirada de piedad hacia lady Mary, a la que Adalbert se esforzaba en prodigar algunas atenciones.

—Está bien, le creo, pero, se lo repito, ese hombre se colgó.

—Sí, pero cumpliendo una orden, y estoy seguro de que ha dejado por lo menos un sucesor..., y de que ese sucesor ha obligado a lady Mary a traerlo aquí, adonde no ha venido solo...

En ese momento se oyó un estruendo de cristales rotos, seguido de otro, y de otro más.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó lord Desmond—. ¡Están destrozando mis vitrinas!... No lo permitiré...

Abalanzándose hacia la pared, presionó sobre un punto indistinguible y el mecanismo se accionó, pero la puerta se limitó a entreabrirse. Algo o alguien debía de impedir que se abriera del todo. Al mismo tiempo se oyó una voz gutural dando órdenes en chino, sin duda una exhortación a que se apresuraran.

—¡Ayúdenme! —gritó lord Desmond—. Hay que impedir que bloqueen la puerta; si no, todos moriremos. Nadie del castillo conoce este mecanismo.

—Ni siquiera yo —dijo lady Mary, a la que Adalbert había conseguido reanimar con ayuda de unas bofetadas—. ¿Cómo has podido engañarme de este modo?

Nadie le contestó. Conscientes de que el riesgo de perecer asfixiados en aquel recinto era grande, Aldo y Adalbert ya habían sumado sus esfuerzos a los del propietario del castillo para empujar el muro.