—No se burle de mí, Warren. De todas formas, hay una cosa que me intriga, y es esa prisa por marcharse de Inglaterra. Conocer a una cuñada está muy bien, pero hacer un viaje por mar en pleno diciembre no tiene nada de agradable. ¿No podía esperar hasta primavera?
—A veces las tormentas de primavera son más fuertes que las de invierno —observó Adalbert—. Pero... ¿no será el conde Solmanski quien tiene prisa? Quizá le parezca que Devon está demasiado cerca de Londres, sobre todo después del suicidio de la joven Sally.
Efectivamente, al día siguiente de la liberación de su señora, Sally Penkowski se había quitado la vida con veronal. En la carta que había dejado, la doncella declaraba no poder seguir viviendo tras la muerte de Ladislas Wosinski, a quien amaba profundamente. Confesaba también haber cometido falso testimonio con la esperanza de liberarlo de la persecución de la policía y pedía perdón a Dios por ello. La reacción del público, amplificada por la prensa, había sido deplorable, pues aunque la inocencia de lady Ferrals quedaba probada, se la empezaba a ver como una de esas mujeres fatales que siembran la muerte a su paso. El propio Aldo se había quedado impresionado.
—No anda usted muy lejos de la verdad —dijo el superintendente, dirigiendo una tímida sonrisa al arqueólogo—, aunque yo me siento tentado de creer que es del suicidio del polaco de lo que quiere alejar a su hija.
—Entonces, ¿Wanda tenía razón? ¿Ella seguía amándolo? —dijo Aldo, sintiendo una desagradable punzada en el corazón.
—Eso no lo sé, pero no le oculto que esa muerte tan oportuna me parece sospechosa. Es verdad que todo estaba en orden en la habitación de Whitechapel y que la confesión de ese muchacho era de su puño y letra; hemos podido comprobarlo. Además, el cuerpo no presentaba ninguna señal de violencia reciente, y sin embargo...
—Si tenía dudas —dijo Adalbert—, ¿por qué se apresuró a presentarse en Old Bailey?
—En aquel momento no las tenía. Ha sido después cuando han surgido, a fuerza de pensar en ello. Y quizás haya influido el hecho de que me han informado en dos o tres ocasiones de la presencia del conde Solmanski en el barrio.
—Nosotros también lo vimos allí, pero en compañía de un sacerdote, lo que no parece muy inquietante. En cualquier caso, no me imagino cómo habrían podido colgar contra su voluntad a un muchacho joven y fuerte sin golpearlo o anestesiarlo.
—Todavía no lo sé, pero les aseguro que lo averiguaré. Yo soy como los dogos de este país, cuando tengo algo no lo suelto.
—Pero aún faltaría establecer la prueba de la culpabilidad de Solmanski —puntualizó Aldo—. Dicho esto, creo capaz de todo a un hombre que participó en el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882.
—¿De dónde ha sacado eso?
Morosini hizo un gesto evasivo indicando que no le preguntara nada más sobre ese punto, pero añadió:
—En esa época no se llamaba Solmanski, sino Ortchakov.
—Eso es muy interesante para posibles indagaciones en un barrio judío. ¿No sabe nada más?
—No, pero si un día consigue ponerlo fuera de la circulación, yo no lloraré, y tampoco lo harán algunos de mis amigos —concluyó, pensando en Simon Aronov.
—Entre los que yo me cuento —afirmó Vidal-Pellicorne.
El superintendente se había terminado la copa y rechazó tomar otra. Se levantó y sacó su reloj.
—Es hora de que me vaya y los deje dormir. ¿Se van mañana?
—Sí. Mañana por la noche estaremos en Francia, camino de Venecia.
—¿Volverán? —preguntó Warren tras una ligera vacilación.
—¿Por qué no? —dijo Adalbert—. Me gusta mucho esta casa, además de que me interesa lo que va a pasar próximamente en torno al Museo Británico. Quizá vaya antes a dar una vuelta por Egipto, pero me sorprendería mucho que no volviera a verme. Y cuando se me ve a mí, es muy raro que no se vea también a Morosini.
Por primera vez desde que lo conocían, una amplia sonrisa iluminó las facciones austeras del pterodáctilo.
—Vuelvan —dijo—. Será un gran placer para mí.
Y se fue, después de haber estrechado enérgicamente la mano a los que se habían convertido en sus amigos.
—¿Ha sido un error hablarle de Solmanski como lo he hecho? —preguntó Aldo, que había apartado una cortina para verlo alejarse.
—Nunca es un error querer eliminar a un enemigo tan peligroso para Simon y para la misión que tenemos que cumplir. No me desagrada en absoluto la idea de haber pegado a los talones de ese tipo a un hombre tan duro y tenaz como Warren. Eso sólo puede facilitarnos el camino.
—Desde luego, pero ¿qué pensaría Anielka?
—A ésa, cuanto antes la olvides, mejor será para todos.
Tras estas ásperas palabras, Adalbert se adjudicó otra ración de coñac después de haber servido a su amigo.
—¡Brindemos por nuestro éxito! En cuanto lleguemos a Francia, enviaremos ese maldito diamante al banco suizo de Aronov. Estoy impaciente por desembarazarme de él.
La Rosa de York
La mañana del 24 de diciembre, Morosini y Vidal-Pellicorne llegaron a la estación de Santa Lucia después de un viaje sin incidentes. La Mancha se había mostrado complaciente y el confort de la Compañía Internacional de Coches Cama había sido tan irreprochable como siempre.
Adalbert estaba de un humor inmejorable. Le encantaba la perspectiva de pasar las fiestas en Venecia, que no había visitado desde hacía mucho, y quizá todavía más la de vivir unos días en uno de esos magníficos palacios semiacuáticos cuyo esplendor le había hecho soñar cuando era adolescente. La idea de que ese palacio fuera de un amigo lo colmaba de satisfacción.
—¿Desde cuándo nos conocemos? —había preguntado mientras, tras la parada de Mestre, el tren recorría lentamente el dique que separa Venecia de la tierra firme y los viajeros miraban a través de las ventanillas cómo la Serenísima se acercaba a ellos entre la bruma lechosa de la mañana.
—Desde la primavera pasada. En abril creo que fue.
—Es curioso. Me parece que hace mucho más tiempo. Que hemos compartido la infancia, o los estudios, o, ¿por qué no?, la familia. En tan sólo unos meses, te has convertido en un hermano para mí.
Como sabía que los accesos de ternura de su amigo no duraban mucho y que incluso llegaba a lamentarlos, Aldo lo asió de un hombro con firmeza.
—Yo tengo la misma impresión —murmuró. Y se apresuró a añadir—: Mira, las cúpulas parecen pompas de jabón que reposan sobre el agua. Hará un día precioso.
Al bajar del tren, se dirigieron presurosos a la salida, seguidos de dos maleteros encargados de su equipaje.
—He pedido que vengan a buscarnos con la góndola —dijo Morosini—. He pensado que, tratándose del día de nuestra llegada, te gustaría más que la barca de motor.
—Puedes estar seguro. Gracias.
La orilla del Gran Canal, al igual que la estación, estaba abarrotada de gente. A esa hora se cruzaban los viajeros que llegaban de París con los que iban a tomar el expreso de Viena. Aquello creaba una especie de barullo, y los dos hombres tuvieron cierta dificultad para llegar al borde del agua, donde Zaccaria, fiel a sus tradiciones de bienvenida, los esperaba junto a la góndola de los leones de bronce alados estacionada no lejos del embarcadero del vaporetto. Pero, en vez de examinar la multitud para localizar a los que había ido a buscar, el mayordomo le daba la espalda, y fue Zian, tocado con su sombrero de cintas más bonito, el primero en saludar a su señor y a su amigo.
—¿Qué pasa, Zaccaria? —dijo Morosini—. Parece que no somos nosotros los que te interesamos.
El esposo de Celina apenas se volvió. Y lo hizo para señalar la barca del hotel Danieli, que estaba acercándose.
—¡Mire! —dijo.