Выбрать главу

—¡No sé nada en absoluto! ¿Ese periodista está realmente enterado de algo referente a la muerte de Ferrals?

—Puedes estar seguro, pero me ha costado mucho que soltara prenda. Aunque estaba como una cuba, se aferraba a su secreto como un perro a un hueso. Para hacerle hablar, le he prometido que le contaría todo lo que lograra averiguar sobre el diamante, que, como es natural, es un tema que le interesa. Porque su periódico, al igual que los demás, continúa recibiendo montones de cartas anónimas, ahora llenas de amenazas: si no retiran la joya de la subasta, correrá la sangre.

—Eso también resulta interesante, pero...

Se interrumpió. La elegante vía pública que hacía un momento estaba simplemente animada, se estaba convirtiendo en una especie de maremágnum. El centro del alboroto era un establecimiento cuya discreción y severa decoración a la antigua, muy británicas, no lograban ocultar su opulencia. Se trataba de una de las joyerías más prestigiosas de Londres.

Se oyeron unos gritos, seguidos casi al instante de los pitidos de los silbatos de la policía. Por supuesto, todo el mundo se precipitó en aquella dirección.

—Es en la tienda de Harrison, no cabe duda —declaró Morosini, que conocía bien el local por haberlo visitado varias veces—. Algo grave habrá pasado.

Los dos amigos se lanzaron hacia allí abriéndose paso entre la multitud sin preocuparse de si pisaban un pie, rozaban un costado o levantaban protestas, pero consiguieron su objetivo. Sin embargo, un fornido policía plantado ante la puerta del establecimiento les cerró el paso.

—Soy periodista —proclamó Adalbert blandiendo un pase de prensa cuya aparición sorprendió bastante a su compañero, que le murmuró al oído:

—Recuérdame que te pregunte de dónde has sacado esto.

No obstante, el pase, ya fuera auténtico o falso, no produjo el efecto deseado, porque el policía declaró:

—Lo siento, señor, no se puede entrar. Las autoridades llegarán de un momento a otro.

—Puedo comprender que no deje pasar a la prensa —dijo Aldo con una sonrisa cautivadora—, pero yo soy amigo de George Harrison y estoy citado con él. Somos colegas y...

—Lo siento de veras, señor. Es imposible.

—Por lo menos permítame hablar con su secretaria, la señorita Price.

—No, señor, no verá a nadie mientras Scotland Yard no esté aquí.

—Díganos al menos qué ha ocurrido.

La expresión del agente se ensombreció como si le hubieran hecho una proposición indecente. Desde debajo del casco, levantó la mirada por encima de aquel caballero tan insistente y la posó con aire abstraído en el mar de cabezas que se agitaban en el otro extremo de la calle.

En ese momento, Morosini oyó que alguien susurraba a su espalda:

—Yo sí que he visto algo, y como usted me ha dado un valioso consejo al decirme que me acercara por la tienda de Harrison alrededor de las once, se lo voy a contar.

Aldo se volvió y descubrió a Vidal-Pellicorne hablando confidencialmente con un hombrecillo tocado con un sombrero de fieltro empapado, al que identificó en seguida como el reportero del Evening Mail.

Este personaje conseguía la hazaña de combinar un cuerpo regordete con una cara alargada de podenco melancólico, y los cabellos, que llevaba bastante largos, «a lo artista», todavía acentuaban más su parecido con el can. Lo único que Adalbert no había mencionado era su juventud, mientras que Aldo siempre había pensado en él como en un veterano enganchado a la barra de los pubs.

—¿Y qué es lo que has visto, Bertram, amigo mío? —le preguntó el arqueólogo—. Tranquilo, éste es el príncipe Morosini, del que ya te he hablado.

Los ojos castaños y vivos del periodista aquilataron brevemente la noble figura del veneciano al tiempo que declamaba:

—«Piensa antes de hablar y sopesa antes de actuar.» —Levantó un dedo con ademán sentencioso antes de precisar—: Polonio, en Hamlet, acto I, escena III. Pero creo que puedo arriesgarme.

—Ya te había advertido que la tercera parte de sus discursos son citas del insigne Will —comentó Adal por lo bajo, y dirigiéndose al reportero, añadió—: Repito la pregunta, ¿qué es lo que has visto?

—Vengan por aquí—dijo Bertram apartándolos hacia un lado, con gran satisfacción de los demás curiosos—. Cuando he llegado, había dos coches negros; uno era un digno Rolls-Royce, algo anticuado pero bien conservado, y el otro un gran Daimler, mucho más moderno y conducido por un chófer casi invisible. De pronto, he visto salir de la tienda a una anciana lady vestida de luto riguroso y sostenida por una enfermera. La dama corría todo lo deprisa que le permitían sus frágiles piernas mientras profería unos grititos sin sentido. Se la veía aterrada. La enfermera tenía la misma expresión, aunque conservaba el dominio de sí misma. Esta mujer ha empujado prácticamente a su patrona al interior del Rolls sin siquiera dar tiempo al chófer de salir a abrirle la portezuela, y le ha gritado a éste que arrancara en seguida. El coche se ha alejado como si huyera de un incendio. Aguarden, que todavía hay más —dijo al ver que los dos amigos intercambiaban una mirada de sorpresa—. Unos segundos después, dos hombres han salido de la casa a la carrera. Eran unos orientales muy bien vestidos. Se han metido en el Daimler, que ha arrancado con un chirrido de neumáticos mientras en el interior de la tienda se oían unos gritos terribles. Naturalmente, esto ha llamado la atención de los dos policías que recorren día y noche la acera, y se han precipitado hacia la tienda. He querido seguirles, pero me lo han impedido a pesar de que «nada se persigue con un afán más ardiente que...»La llegada de dos coches policiales que venían a toda marcha interrumpió la cita de El mercader de Venecia. Sin embargo, Bertram Cootes prosiguió:

—¡Mírenlos ¡Ahí están! Las autoridades, y no las de menor rango. El superintendente Warren y su burro de carga habitual, el inspector Pointer, los ases de la brigada criminal. Me imaginaba que se trataba de un robo, pero debe de haber corrido la sangre. ¿Me permiten? Tengo que volver al trabajo. Nos veremos más tarde, en el Black Friars, por ejemplo. Está en...

Se deslizó entre la muchedumbre, aún más densa que antes.

—No importa —le dijo Adalbert—. Sé dónde está. Anoche me arrastró hasta allí, aunque no lo recuerde. En cualquier caso, con todo lo que nos ha contado va a adelantarse a sus colegas.

Morosini no respondió. Observaba a los dos inspectores entrando en la joyería. No debía de ser agradable caer en sus manos, y por desgracia eso era lo que le había ocurrido a Anielka.

Por su físico, Gordon Warren se asemejaba a un ave prehistórica. Alto, flaco y calvo, tenía los ojos redondos y amarillos y la mirada fija y suspicaz de un pájaro. El viejo macfarlane, de un gris deslucido, le colgaba de los huesudos hombros como las alas membranosas del pterodáctilo. Su rostro bien afeitado, de labios finos y duros, no denotaba la menor benevolencia. Por lo demás, el superintendente pretendía ser la imagen misma de la Ley, clarividente e inflexible.

A la zaga de esta impresionante silueta, el inspector Jim Pointer pasaba casi desapercibido pese a ser más cuadrado. Su cara de mentón encogido y largos incisivos superiores le daba cierto parecido con un conejo, de modo que cuando deambulaba en pos de su jefe, como en aquel momento, este último siempre daba la impresión de regresar de una cacería.